Estupefacto, Daoiz mira el papel de la orden a sus pies. No es consciente de haberlo roto, pero ahi esta, arrugado y hecho pedazos. Al fin, como si despertara de un sueno incomodo, mira alrededor, observa el asombro de Velarde y los otros, las expresiones ansiosas de artilleros y soldados. De pronto se siente liberado de un peso enorme, casi con ganas de reir. No se recuerda tan sereno y lucido jamas. Entonces se yergue, comprueba que lleva bien abotonadas casaca y chupa, saca el sable de la vaina y apunta con el hacia la puerta.
– ?Las armas al pueblo!… ?A batirnos!… ?No son nuestros hermanos?
Ademas del presbitero de Fuencarral, a quien sus feligreses retiraron malherido del combate, hay otro sacerdote que pelea en las inmediaciones de la puerta del Sol: se llama don Francisco Gallego Davila. Capellan del convento de la Encarnacion, se echo a la calle a primera hora de la manana, y tras batirse en Palacio y junto al Buen Suceso huye ahora fusil en mano, con un grupo de civiles, hasta la calle de la Flor baja. El ayudante de la Real Caballeriza Rodrigo Perez, que lo conoce, lo encuentra arengando a los vecinos a tomar las armas para defender a Dios, al rey y a la patria.
– Quitese usted de ahi, don Francisco… Que lo van a matar, y estas no son cosas de su ministerio. ?Que diran sus monjas!
– ?Que monjas ni que nino muerto! Hoy, mi ministerio se ejerce en la calle. Asi que unase a nosotros, o vaya a su casa a esconderse.
– Prefiero irme a casa, con su permiso.
– Pues vaya con Dios y no importune mas.
Animados por su tonsura, sotana y actitud decidida, varios fugitivos se congregan alrededor del sacerdote. Entre ellos se encuentran el conductor de Correos Pedro Linares, de cincuenta y dos anos, que lleva en la mano una bayoneta francesa y al cinto una pistola sin municion, y el zapatero de treinta anos Pedro Iglesias Lopez, vecino de la calle del Olivar, armado con un sable de su propiedad, a quien hace media hora vieron matar a un soldado enemigo en la esquina de la calle Arenal.
– ?Volvamos a pelear! -los exhorta el sacerdote-. ?Que no digan que los espanoles damos la espalda!
El grupo -seis hombres y un muchacho provistos de cuchillos, bayonetas y un par de carabinas cogidas a los dragones enemigos- se encamina resuelto hacia la calle de los Capellanes, junto a cuya fuente, agazapados tras un guardacanton, turnandose para apuntar y disparar mientras el companero carga, hay tres soldados haciendo fuego con fusiles.
– ?Ya estan aqui nuestros militares! -exclama don Francisco Gallego, gozoso.
La desilusion llega pronto. Uno de los uniformados es el sargento segundo de Invalidos Victor Morales Martin, de cincuenta y cinco anos, veterano de los dragones de Maria Luisa, que se ha echado a la calle por su cuenta, abandonando sin permiso el cuartel de la calle de la Ballesta con algunos companeros de los que se vio separado en la refriega. Los otros dos soldados son jovenes, visten casaca azul con cuello del mismo color y solapas rojas, y llevan en la escarapela roja del sombrero la cruz blanca que distingue a los regimientos suizos al servicio de Espana. Uno de ellos no tarda en confirmar a los recien llegados, en un espanol de rudas resonancias germanicas, que el y su camarada -se trata de su hermano, pues son los soldados Mathias y Mario Schleser, del canton de Aargau- se encuentran alli combatiendo por gusto, pues su regimiento, el 6.° suizo de Preux, tiene ordenes de no salir a la calle. Ellos iban al cuartel cuando se vieron en mitad del tumulto; asi que desarmaron a unos franceses a los que sorprendieron fugitivos y aislados, y aqui estan. Librando su propia guerra.
– Que Dios os bendiga, hijos mios.
– Aparrtese de ahi, reverrendo. Vienen mas frranzosen.
En efecto. Desde la plazuela del Celenque suben, con muchas precauciones, dos dragones franceses desmontados parapetandose tras sus caballos, seguidos por un pequeno grupo de uniformes azules. Apenas ven a los concentrados en la esquina, se detienen y hacen fuego. Algunas balas levantan desconchones en el yeso de las paredes.
– ?De lejos no hacemos nada! -grita el sacerdote-… ?A ellos!
Y acto seguido, pese a los esfuerzos de los militares por detenerlo, se lanza blandiendo el fusil como una maza, seguido ciegamente por los paisanos. La nueva descarga francesa, cerrada y bien dirigida, los encuentra al descubierto, mata al sargento de Invalidos Morales, hiere de muerte al soldado Mathias Schleser -que hace dos dias cumplio veintinueve anos- y alcanza con un rebote superficial a su hermano Mario, mientras don Francisco Gallego, aturdido, es arrastrado por los otros en busca de refugio. Cargan ahora los franceses con sus bayonetas, y los supervivientes corren despavoridos hacia las Descalzas golpeando las puertas que encuentran al paso, aunque ninguna se abre. El zapatero Iglesias y el conductor de Correos Linares logran escabullirse hacia la plazuela de San Martin; pero el sacerdote, que cojea por haberse lastimado un pie, solo llega hasta la puerta principal del convento. Alli, dando golpes con la culata del fusil, pide refugio; mas nadie responde dentro, y los franceses le dan alcance. Resignado a su suerte, se vuelve mientras reza el acto de contricion, dispuesto a entregar a Dios su alma. Pero al ver su sotana y su tonsura, el oficial que manda el grupo, un veterano de bigote cano, aparta con el sable a los que quieren atravesarlo alli mismo.
– ?Herejes y malditos hijos de Lucifer! -les escupe don Francisco.
Los soldados se limitan a molerlo a culatazos y llevarselo maniatado en direccion a Palacio.
No solo corren los fugitivos de la plaza de las Descalzas. Algo mas al sur de la ciudad, al otro lado de la plaza Mayor, los supervivientes tras la carga de la caballeria pesada en la puerta de Toledo se retiran como pueden, cuesta arriba, hacia el Rastro y la plaza de la Cebada. La refriega ha sido tan dura, y tan enorme la matanza, que los franceses no conceden cuartel a nadie. Para dar esquinazo a los coraceros que lo sablean todo a su paso, el exhausto marques de Malpica busca resguardo en las calles proximas a la Cava Baja mientras sostiene a su sirviente Olmos, que despues de verse entre las patas de un caballo enemigo orina sangre como un cerdo degollado.
– ?Adonde vamos ahora, senor marques?
– A casa, Olmos.
– ?Y los gabachos?
– No te preocupes. Has hecho suficiente por hoy. Y creo que yo tambien.
El criado se mira el calzon, tenido de rojo hasta las rodillas.
– Me estoy vaciando por el pitorro del botijo.
– Pues aguanta.
En la esquina de la calle de Toledo con la de la Sierpe, el dragon de Lusitania Manuel Ruiz Garcia, que se retira con los Guardias Walonas supervivientes Paul Monsak, Gregor Franzmann y Franz Weller -los tres extranjeros y el se conocen desde hace poco rato, pero les parece haber pasado juntos media vida-, se detiene muy sereno a cargar el fusil al reparo de un portal, encara el arma apuntando con cuidado y derriba de un tiro en el pecho a un frances que galopaba calle arriba, sable en alto.
– Era mi ultimo cartucho -le dice a Weller.
Despues los cuatro echan a correr, agachados, esquivando el fuego que les hacen unos franceses desmontados que avanzan bajo los soportales. Lo empinado de la calle los fatiga. Ruiz Garcia les ha propuesto a los otros ampararse con el en su cuartel, que esta en la plaza de la Cebada. Todos se apresuran mucho, pues zurrean las balas y tambien suena proximo el trote de mas caballos enemigos. Al llegar Monsak, Franzmann y Weller al cruce con la calle de las Velas, este ultimo advierte que el dragon no va con ellos; se vuelve y lo ve tirado boca arriba en mitad de la calle.
Perseguida por los jinetes franceses, llevando en una mano sus tijeras de pescadera, la manola de veintiocho anos Benita Sandoval Sanchez, que ha luchado hasta el ultimo instante en la puerta de Toledo, pasa corriendo junto al cuerpo del dragon Manuel Ruiz Garcia. En el combate y la posterior espantada ha perdido de vista a su marido, Juan Gomez, y ahora intenta ponerse a salvo por la puerta de Moros, a fin de dar un rodeo y regresar a su casa, en el 17 de la calle de la Paloma. Pero los caballos de los perseguidores corren mas que ella, entorpecida por la falda que levanta con la mano libre mientras pretende esquivarlos, desesperada. Al ver que es imposible, entra por la calle del Humilladero, refugiandose en un portal que cierra con el pestillo. Se queda de ese modo inmovil y a oscuras, el corazon saliendosele por la boca, sofocada por la carrera, atenta a los ruidos de afuera,