derriba junto al muro trasero del Hospital General. Capturan despues al arriero Baltasar Ruiz, que sera fusilado al poco rato en la alcantarilla de Atocha. Los demas, perseguidos por los imperiales que les dan caza a la bayoneta y los ametrallan con una pieza de artilleria que enfila calle de Atocha arriba, pelean al arma blanca, sin esperanza, sucumbiendo uno tras otro. El que mas lejos llega es Juan Bautista Coronel, musico de cincuenta anos nacido en San Juan de Panama, quien, corriendo cerca de la plazuela de Anton Martin, recibe una esquirla de metralla que le desgarra un muslo y el vientre. Otros miembros de esa partida, Jose Juan Bautista Montenegro, el gallego de Mondonedo Juan Fernandez de Chao y el zapatero de diecinueve anos Jose Pena, acorralados y sin municiones, levantan las manos y se rinden a los franceses. Por la tarde, los tres se contaran entre los fusilados en la cuesta del Buen Retiro.

En el Hospital General, situado en la esquina de la calle de Atocha con la puerta del mismo nombre, donde dos mil enfermos franceses se salvaron esta manana de verse degollados por el populacho, el mozo de sala Serapio Elvira, de diecinueve anos, acaba de llegar de la calle trayendo a un companero, maltrecho de un balazo que le fracturo dos costillas cuando ambos recogian heridos en Anton Martin. Dejando al companero en manos de un cirujano, Elvira atraviesa el corredor atestado de heridos y agonizantes en busca de otro mozo que se atreva a salir a la calle. En ese momento, un practicante de cirugia sube dando voces por la escalera principal.

– ?Los gabachos quieren fusilar a los presos de las cocinas!

Serapio Elvira corre abajo, con otros, y encuentra alli a un sargento imperial que, con un peloton de soldados, se lleva al zapador, los mozos y los enfermeros que hace rato pretendieron pasar a cuchillo a los franceses del hospital. Sin pensarlo dos veces, Elvira coge un trinchante y se arroja sobre el suboficial, que saca su espada y le da un sablazo. Cae herido el joven, desenvainan los otros soldados, y se les arrojan encima, en tropel, todos los mozos de la cocina -en su mayor parte asturianos- y algunos enfermeros y practicantes de cirugia que acuden al tumulto. De los espanoles, ademas de Serapio Elvira, resulta muerto Francisco de Labra, de diecinueve anos, y heridos sus companeros Francisco Blanco Encalada, de dieciseis, Silvestre Fernandez, de treinta y dos, y Jose Pereira Mendez, de veintinueve, asi como el cirujano Jose Quiroga, el lavandero Patricio Cosmea, el mozo de patio Antonio Amat y el enfermero Alonso Perez Blanco -que morira de sus heridas dias mas tarde-. Pero entre todos hacen retroceder a los franceses, llenandolos de golpes y heridas. El marmiton Vicente Perez del Valle, un robusto mozo de Cangas que empuna un hierro de asar, se enfrenta al suboficial hasta que este suelta el sable y huye descalabrado con sus hombres.

– ?Gabachos hijos de la gran puta!… ?No volvais aqui!

Pero los franceses vuelven, y con ansias de revancha. Tras pedir ayuda en el piso superior, el suboficial agredido -lleva ahora la cabeza vendada y viene ciego de colera- regresa con un peloton de granaderos, irrumpe en las cocinas a punta de bayoneta y senala a cuantos se distinguieron en la refriega. Se llevan de ese modo hacia la alcantarilla de Atocha, descalzos y en camisa, a Perez del Valle, a otro mozo de cocina y a cinco practicantes de cirugia. En una declaracion posterior sobre los sucesos del dia, un testigo presencial, el juez Pedro la Hera, declarara que «ninguno volvio al hospital ni jamas se supo de ellos».

El capitan Luis Daoiz esta preocupado por la defensa del parque de artilleria. La mayor parte de la gente que reclamaba fusiles, al abrirsele las puertas y hacerse con ellos se disperso por la ciudad, dispuesta a combatir por su cuenta -muchos, poco familiarizados con las armas de fuego, solo cogieron sables y bayonetas-. Entre Daoiz, el capitan Velarde y los otros oficiales han podido retener a algunos paisanos, convenciendolos de que seran mas utiles alli. En una viva discusion mantenida en la sala de banderas, confrontado el orgullo frio de Daoiz con los apasionados arrebatos de Velarde, este ultimo se manifesto seguro de que, cuando en los otros cuarteles sepan que la lucha empieza en Monteleon, las tropas espanolas saldran a la calle.

– ?De que sirve batirnos? -preguntaba uno de los companeros, el capitan de artilleria Jose Cordoba-. Somos cuatro gatos.

– Porque dando ejemplo animaremos a otros -fue la respuesta optimista de Velarde-. Ningun militar de honor se quedara cruzado de brazos, dejando que nos liquiden.

– ?Tu crees?

– Me va la vida en ello. O mejor dicho, nos va.

El esceptico Daoiz, siempre prudente y lucido, duda que eso ocurra. Conoce el estado de apatia y desconcierto en que se encuentra el Ejercito, asi como la cobardia moral de los mandos superiores. Sabe perfectamente -lo sabia al tomar la decision de entregar fusiles al pueblo- que quienes ocupan el parque, cuando peleen, lo haran solos. Por el honor, y punto. Ademas, pocos lugares hay en Madrid menos adecuados para una defensa eficaz. Monteleon no es cuartel sino edificio civil, o conglomerado de varios, antiguo palacio de los duques de Monteleon cedido por Godoy al arma de artilleria: medio millon de pies cuadrados imposibles de defender, circunvalados por una tapia que ni siquiera es muro, tan alta como debil, que discurre recta y cuadrangular a lo largo de las Rondas en su parte posterior, por la calle de San Bernardo al oeste, por San Andres al este, y al sur por San Jose. Lo dilatado del recinto, rodeado de casas y alturas que lo dominan, sin otra posicion para observar el exterior que algunas ventanas del tercer piso del edificio -retirado de la tapia, solo puede verse desde el un trecho de la calle de San Jose-, hace que la vigilancia de eventuales fuerzas enemigas deba efectuarse con centinelas en las casas proximas o en la calle, al descubierto. Ademas, excepto los Voluntarios del Estado y los pocos artilleros, la gente carece de disciplina y formacion militar. Para colmo de males, segun acaba de informar el sargento Rosendo de la Lastra, los canones solo disponen de diez cargas de polvora encartuchadas y otras veinte que se preparan a toda prisa; y aunque sobran balas de todos los calibres, no hay saquetes ni botes de metralla. Con ese panorama, Luis Daoiz sabe que una victoria militar esta descartada, y que cuanta accion emprenda no puede ser sino dilatoria. Una vez comience el ataque frances, lo que Monteleon aguante dependera de la desesperacion de quienes lo defiendan.

– Con su permiso, mi capitan -dice el teniente Arango-. Ya esta la gente distribuida en escuadras, como ordeno…

El capitan Velarde se ocupa ahora de situarla en sus puestos.

– ?Cuanta hay?

– Poco mas de doscientos civiles entre la calle y el parque, aunque todavia se nos une algun vecino del barrio… A eso hay que sumar los Voluntarios del Estado, los artilleros que teniamos aqui y la media docena de senores oficiales que han venido a reforzarnos.

– Trescientos, mas o menos -concluye Daoiz.

– Si, bueno… Quiza algunos mas.

Arango, cuadrado ante Daoiz, aguarda instrucciones. El capitan observa su gesto preocupado por la enormidad de lo que preparan, y siente algun remordimiento. El joven oficial, ajeno a la conspiracion, se encuentra alli porque esta manana le tocaba estar de servicio, dolido al constatar que todo se organizo a sus espaldas. El comandante del parque ni siquiera sabe que piensa Arango de la ocupacion francesa, ni de las medidas que se toman, y desconoce sus opiniones politicas. Lo ve cumplir sus obligaciones, y es lo que cuenta. De cualquier modo, concluye, la suerte o el futuro de ese joven cuentan poco. No es el unico imposibilitado de elegir hoy su destino, en Madrid.

– Haga traer cerca de la puerta dos canones de a ocho libras y otros dos de a cuatro -le ordena Daoiz-. Limpios, cargados y listos para hacer fuego.

– No tenemos metralla, mi capitan.

– Ya lo se. Que los carguen con bala. De todas formas, encargue a alguien buscar clavos viejos, balas de mosquete o lo que sea… Hasta las piedras de fusil pueden valer, y de esas tenemos muchas. Que las metan en saquetes, por si acaso.

– A la orden.

El capitan observa a las mujeres que estan en el patio, mezcladas con los civiles y los militares. En su mayor parte son familiares de soldados o de los paisanos armados: madres, esposas e hijas, vecinas de las calles proximas que han venido acompanando a los suyos. Bajo la direccion del cabo artillero Jose Montano, algunas traen sabanas, colchas y manteles, y rasgandolos hacen en el patio una pila de hilas y vendas para cuando empiece a caer gente. Otras abren cajas de municion, meten manojos de cartuchos en capazos y cestos de mimbre, y los llevan a los hombres que se parapetan en los edificios del parque o en la calle.

– Otra cosa, Arango. Procure sacar a esas mujeres de ahi antes de que lleguen los franceses… Este no es sitio para ellas.

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