han dejado familias, casas y trabajos, arriesgandose para acudir al parque impulsados por la rabia, el pundonor, el patriotismo, el coraje, el odio a la arrogancia francesa. Dentro de un rato, concluye Velarde, muchos quizas esten muertos. Incluso el mismo, con ellos. El pensamiento lo deja absorto, silencioso, hasta que se percata de que todos lo miran expectantes. Entonces se yergue y alza la voz.

– En cuanto al manejo de la bayoneta y el arma blanca -anade-, tratandose de hombres como ustedes, seguro que no hace falta que nadie les ensene nada.

La bravata da en el blanco: los rostros se relajan, hay algunas carcajadas y palmadas en los hombros. Ni sobre bayonetas ni sobre navajas, alardean algunos golpeando la cachicuerna que llevan en la faja. Que se lo pregunten, si no, a los gabachos.

– Lo bueno de esta municion -remata Velarde, tocando a su vez la empunadura del sable- es que ni se acaba nunca, ni precisa quemar polvora… ?Y ningun frances la maneja como los espanoles!

– ??Ninguno!!

Le responde una ovacion. Y de ese modo, tras alentarles un poco mas el entusiasmo -el capitan sabe que, como el miedo, el valor es contagioso-, envia al almacenista de carbon y a su gente a cubrir las barricadas, aceras y balcones de las casas contiguas al jardin y al huerto del convento de las Maravillas, con la orden de batir, cuando empiece la lucha, la mayor extension posible de la embocadura de San Jose a San Bernardo.

– ?Que opina usted, mi capitan? -pregunta en voz baja el escribiente Almira, que mueve dubitativo la cabeza.

Velarde encoge los hombros. Lo que importa es el ejemplo. Tal vez eso remueva conciencias y favorezca el milagro. Pese al pesimismo de Daoiz, sigue creyendo que, si Monteleon resiste, las tropas espanolas no permaneceran con los brazos cruzados. Tarde o temprano se echaran a la calle.

– Hay que aguantar como sea -responde.

– Si, pero… ?Cuanto tiempo?

– Lo que podamos.

Mientras conversan en voz baja, capitan y escribiente miran irse a los voluntarios. Van con ese grupo, hasta un total de quince hombres y muchachos, el oficial sangrador Jeronimo Moraza, el portero de juzgado Felix Tordesillas, el carpintero Pedro Navarro, el botillero de la calle Hortaleza Jose Rodriguez -acompanado por su hijo Rafael- y los hermanos Antonio y Manuel Amador, seguidos de cerca por Pepillo, su hermanito de once anos, que los sigue arrastrando una pesada cesta llena de municion.

Despues de conseguir un fusil y un paquete de cartuchos, el joven de dieciocho anos Francisco Huertas de Vallejo, segoviano de familia acomodada, va a apostarse donde le ordenan: el balcon de un primer piso situado frente a la tapia del parque de artilleria. Desde alli puede ver la esquina con San Bernardo. Lo acompanan un hombre joven, flaco y con lentes, armado tambien con mosquete, que tras estrecharle la mano con ceremonia se identifica de nombre y oficio como Vicente Gomez Pastrana, cajista de imprenta, y el inquilino o dueno de la casa: un tipo risueno de patillas grises y cierta edad que lleva polainas de cazador, escopeta y dos cananas de balas cruzadas al pecho.

– Este es el mejor sitio -comenta el cazador-. En cuanto los franceses aparezcan por esa esquina, los tendremos enfilados.

– Se ha equipado usted bien.

– Iba a salir temprano por Fuencarral, con mi perro. Pero al fin decidi quedarme aqui… Es mejor que tirarles a los conejos.

El cazador, que se presenta como Francisco Garcia -don Curro, precisa, para amigos y camaradas-, parece hombre de permanente buen humor, poco preocupado por la suerte de sus enseres domesticos. Aun asi, con ayuda de Francisco Huertas y del cajista de imprenta, aparta muebles para despejar las inmediaciones del balcon y coloca dos colchones enrollados contra la barandilla de hierro, a modo de parapeto, por si alguna bala perdida, dice, quiere colarse dentro. Luego retira algunas porcelanas y una imagen de Jesus Nazareno que estaba junto a un aparador, y lo pone todo a salvo en el dormitorio. Al cabo mira en torno, satisfecho, y les guina un ojo a sus acompanantes.

– He mandado a mi mujer a casa de su hermana. No queria irse, pero pude convencerla. Espero que no haya muchos destrozos… Le puede dar un soponcio.

Asomados al balcon, los tres hombres observan el ir y venir de gente armada que se distribuye por el huerto de las Maravillas o se tumba en la acera junto a la tapia, al otro lado de la calle. Hay gritos, carreras y ordenes contradictorias, pero todos mantienen una disciplina razonable. Los uniformes blancos de los Voluntarios del Estado asoman por las ventanas del unico edificio interior del parque que se encuentra cerca de la calle, y en la puerta destaca el azul turqui de los artilleros. Francisco Huertas observa al capitan de casaca verde que da ordenes en la entrada. Ignora su nombre, pero militares y paisanos lo obedecen sin rechistar. Eso inspira confianza al joven segoviano, que salio esta manana de casa de su tio don Francisco Lorrio -el sobrino esta en Madrid pretendiendo un empleo del Estado merced a las buenas relaciones de la familia- sin otra intencion que observar el tumulto, pero no pudo sustraerse al entusiasmo popular. Cuando se abrieron las puertas del parque y la gente entro en busca de fusiles, le parecio vergonzoso quedarse afuera, mirando. Asi que fue con los demas, y antes de darse cuenta tenia en las manos un fusil reluciente y en los bolsillos provision de cartuchos.

– Vamos a tomarnos una copita mientras esperamos, porque una cosa no quita la otra… ?Ustedes gustan?

Don Curro ha aparecido con una botella de anis dulce, tres vasos y tres cigarros habaneros. Francisco Huertas bebe un sorbo de licor, sintiendose tonificado.

– Estaria bien -dice el cajista de imprenta- despachar a algun gabacho.

– Brindemos por la intencion -el dueno de la casa vuelve a llenar los vasos-. Y tambien a la salud del rey Fernando.

Hay tumulto en la calle. Francisco Huertas, con el cigarro en la boca y sin encender -no es partidario de ponerse a echar humo en este momento-, apura su anis y se asoma al balcon, mosquete en mano. La gente esta tumbada en tierra, y junto a la esquina algunos apuntan sus fusiles. Otros corren hacia el convento de las Maravillas. El capitan de casaca verde ha desaparecido dentro del parque, cuyas puertas se cierran lentamente, suscitando en el joven una extrana sensacion de desamparo. Cuando mira hacia las ventanas del edificio, comprueba que los Voluntarios del Estado se han agachado y solo asoman las bocas de sus armas.

– Murat nos invita a bailar, senores -dice don Curro, que echa humo con mucha flema.

Francisco Huertas observa que al cajista de imprenta le tiemblan las manos cuando, tras apagar su cigarro, vacia la polvora en el canon del fusil, mete la bala con el resto del cartucho y lo ataca todo con la baqueta. Sintiendo un escalofrio que le recorre la espina dorsal, los brazos y las ingles, el joven hace lo mismo y despues se arrodilla con sus dos companeros tras el improvisado parapeto, con la culata pegada a la cara. Huele a metal, madera y aceite.

«?Que hago aqui?», se interroga de pronto, asustado.

Desde un balcon vecino, alguien grita que vienen los franceses.

La unica partida de voluntarios que todavia no ha llegado al parque de artilleria es la de Blas Molina Soriano. En un alarde de prudencia, escarmentado por las escenas que presencio ante Palacio, el cerrajero lleva a su cuadrilla en silencio y dando rodeos para evitar toparse con una fuerza francesa que los desbarate. De ese modo, procurando pasar inadvertido, el grupo ha ido desde Tudescos a la corredera de San Pablo, de alli a la plazuela de San Ildefonso, y luego de callejear un poco desemboca ahora en la calle de San Vicente, camino de la Palma alta y el convento de las Maravillas. La cercania del parque de Monteleon anima a Molina y los suyos, que empiezan a perder la discrecion y prorrumpen en vivas a Espana y mueras a los franceses. Pero al doblar la esquina de San Andres y San Vicente, el cerrajero levanta una mano y hace alto.

– ?Callarse! -ordena-. ?Callarse!

La gente de la partida se congrega a su lado, pegada a la esquina, mirando calle arriba. Escuchando. Los vivas y mueras han cesado, los rostros estan mortalmente serios. Como Molina, cada hombre permanece atento al ruido inconfundible que se oye con claridad entre los edificios interpuestos: un crepitar siniestro, seco, nutrido y constante.

Se combate en el parque de Monteleon.

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