El teniente suspira hondo.
– Ya lo he intentado, mi capitan. Y se rien en mi cara.
Frente a la puerta del parque y con talante muy distinto al de Luis Daoiz, el infatigable Pedro Velarde supervisa la distribucion de los tiradores, seguido por las sombras fieles de los escribientes Rojo y Almira. Su presencia y el calor convencido que derrocha a cada paso animan a militares y a paisanos, que lo secundan con fervor, dispuestos a seguirlo al mismo infierno. El capitan de estado mayor -hoy lo demuestra de sobra- es de los raros jefes capaces de inflamar a la gente bajo su mando. Hasta puede aprenderse de memoria, en el acto, los nombres de todos sus subordinados y dirigirse a ellos, incluidos los civiles mas torpes y bisonos, como si hubiesen luchado juntos toda la vida.
– ?Les vamos a dar a los franceses con todo lo que tenemos! -dice de grupo en grupo, mientras se frota las manos-. ?Esos mosius no saben la que les espera!
Por todas partes sus palabras confortan a la gente, que hace punto de honra en cumplir las ordenes. Asi, con el estimulo y la actitud resuelta del capitan, aquellos paisanos desorientados, las partidas anarquicas hechas de gente casi toda humilde, comerciantes modestos, artesanos, chisperos, mozos, criados y vecinos que empunan un fusil por primera vez en sus vidas -algunos sintieron flaquear su animo al ver marcharse, una vez armados, a la mayor parte de quienes los acompanaban en la calle-, toman conciencia de grupo, se organizan y apoyan unos a otros, atienden las instrucciones y acuden con buen talante donde se les requiere.
– Hay que arrimar esos andamios a la tapia del parque, junto a la puerta, para que nuestra gente pueda asomarse y disparar por encima… ?Le parece bien, Goicoechea?
– Solo podran encaramarse cuatro o cinco.
– Cuatro o cinco fusiles ahi son un mundo.
– A la orden.
De acuerdo con el capitan de Voluntarios del Estado, Velarde ha dividido en dos a los soldados traidos del cuartel de Mejorada, reforzandolos con cuadrillas de paisanos. Quince de los treinta y tres fusileros, bajo el mando del teniente Jose Ontoria y el subteniente Tomas Bruguera, vigilan la parte trasera del recinto -las cocinas, los talleres y las cuadras, contiguas a la calle de San Bernardo y a la Ronda-. El resto, del que se haran cargo Goicoechea y su ayudante Francisco Alvero cuando empiece el combate, ocupa las pocas ventanas que dan a la fachada principal, la puerta del parque y la calle de San Jose, con gente de la partida de paisanos reunida por el oficial de obras Francisco Mata. A los demas civiles los deja Velarde bajo el mando de quienes vinieron acaudillandolos, pero con supervision de los capitanes Consul, Cordoba, Rovira y Dalp. De ese modo los situa junto a la tapia y en los edificios particulares que hay al otro lado de la calle, al abrigo de portales y zaguanes o parapetados con muebles, fardos, colchones y cuanto amontonan los vecinos. Tambien destaca avanzadillas de paisanos en la esquina de San Bernardo, la calle de San Pedro, que desemboca junto al convento de las Maravillas -el edificio de las monjas carmelitas esta frente a la puerta principal del parque-, y la esquina de la calle Fuencarral, con ordenes de avisar cuando aparezcan enemigos. En ese ultimo punto, Velarde situa la partida del estudiante asturiano Jose Gutierrez, al que acompanan, entre otros, el peluquero Martin de Larrea y su mancebo Felipe Barrio. Sus ordenes son dar aviso, replegarse y entrar en las casas proximas para combatir alli.
– Sobre todo, que nadie dispare sin ordenes. En cuanto vean enemigos, se retiran ustedes con mucha cautela y vienen a avisar. Es mejor pillarlos desprevenidos… ?Esta claro?
– Clarisimo, mi capitan. Ver, callar y volver a contarlo.
– Justo. Asi que hala, espabilen. Y viva Espana.
– ?Viva!
– ?Que hacemos nosotros, senor capitan?
Velarde se vuelve hacia otro grupo que aguarda instrucciones: la partida de Jose Fernandez Villamil, el hostelero de la plazuela de Matute, cuya gente -Jose Muniz Cueto y su hermano Miguel, otros mozos de la hosteria, algunos vecinos del barrio y el mendigo de Anton Martin- llego armada por su cuenta, tras apoderarse de fusiles del reten de Invalidos de las Casas Consistoriales. El hostelero y los suyos son de los pocos civiles presentes en el parque que han olido hoy la polvora, batiendose en varios lugares de la ciudad. Esa experiencia les da aplomo. Incluso, le cuenta Fernandez Villamil al capitan de artilleria, su mozo Jose Muniz mato de un tiro a un oficial frances. Al escuchar aquello, Velarde asiente y felicita a Muniz. Sabe lo que significa el elogio de un superior, sobre todo viniendo de un militar y en estas circunstancias. Con lo que se avecina.
– Diganme una cosa… ?Se ven capaces de aguantar en la calle, a pecho descubierto?
– Espere y lo vera -gallea el hostelero.
– La duda ofende -apunta otro.
Velarde sonrie aprobador, procurando poner cara de que lo han impresionado. Esta en su salsa.
– No se hable mas, porque voy a encomendarles una mision crucial… De momento embosquense enfrente, en el huerto de las Maravillas, sin pegar un tiro hasta que empiece el fuego en serio. Tenemos intencion de sacar luego los canones a la calle, y hara falta quien nos proteja. Cuando eso ocurra, ustedes salen del huerto y se tumban en la acera, unos apuntando hacia Fuencarral y otros hacia San Bernardo. ?Entendido?… Asi impediran que los tiradores franceses se acerquen y disparen contra nuestros artilleros.
– ?Y por que no sacamos ya los canones? -pregunta con mucho desparpajo el mendigo de Anton Martin.
Los escribientes Rojo y Almira, que siguen pegados a Velarde, estudian al mendigo con ojo critico: nariz roja de vino, calzon sucio y chupa vieja sobre una camisa llena de mugre. Los dedos que aferran el mosquete reluciente tienen las unas rotas y negras. Pero Velarde sonrie con naturalidad. Es un hombre mas, a fin de cuentas. Un fusil, una bayoneta y dos manos. Esta manana no sobra nada de eso.
– Es pronto para arriesgarlos sin saber por donde vendra el ataque -responde, paciente-. Los sacaremos cuando tengamos claro donde disparar.
Fernandez Villamil y los otros miran al artillero, entusiasmados. Todos muestran una confianza ciega.
– ?Vendran mas militares, senor capitan?
– Por supuesto -responde Velarde, impasible-. En cuanto empiecen los tiros… ?Imaginan que nos van a dejar solos peleando?
– ?Claro que no!… ?Cuente con nosotros, mi capitan!… ?Viva el rey Fernando! ?Viva Espana!
– Viva siempre. Y ahora ocupen sus puestos.
Viendolos irse, fanfarrones y bulliciosos como una pandilla de chicos dispuestos a jugar a la guerra, Velarde siente una punzada incomoda. Sabe que los manda a una posicion expuesta. Haciendo como que no advierte las miradas que le dirigen los escribientes Rojo Palmira -los dos saben que no hay tropas espanolas que esperar, ni mucho menos-, prosigue la distribucion de gente que acordo con Luis Daoiz.
– A ver, ?quien manda en este grupo?… Usted es Cosme, ?verdad?
– Si, mi capitan -responde el almacenista de carbon Cosme de Mora, encantado de que el militar haya retenido su nombre-. Para servirle a usted y a la patria.
– ?Saben todos manejar los fusiles?
– Mas o menos. Yo cazo con escopeta.
– No es lo mismo. Estos dos senores les diran lo mas basico.
Mientras los escribientes explican a Mora y los suyos el modo de morder el cartucho con rapidez, cargar, atacar, disparar y cargar de nuevo, Velarde observa a los hombres que tiene alrededor. Algunos son solo unos chicos. Con ellos esta un nino pequeno que lo mira impavido.
– ?Y este crio?
– Es nuestro hermano, senor capitan -dice un joven que esta junto a otro que se le parece mucho-. No hay forma de convencerlo de que vuelva a casa… Ni pegandole se va.
– Sera peligroso para el. Y vuestra madre estara angustiada.
– ?Y que quiere que hagamos? No consiente en irse.
– ?Como se llama?
– Pepillo Amador.
Velarde decide olvidarse del nino, pues tiene cosas urgentes que atender. Aquella es la partida mas numerosa de las que han llegado a Monteleon, y los rostros traslucen sentimientos diversos: inquietud, decision, desconcierto, angustia, esperanza, valor… Tambien muestran una ingenua fe en el capitan que tienen delante, o mas bien en su graduacion y uniforme. La palabra capitan suena bien, inspira confianza elemental a esos voluntarios valerosos, sencillos, huerfanos de su rey y su Gobierno, dispuestos a seguir a quien los guie. Todos