bajan por San Bernardo hacia la fuente de Matalobos, la calle de San Jose y el parque de artilleria. Los acompanan Velarde, Rovira y una veintena de paisanos alborozados. Los vecinos aplauden y vitorean, palmean la espalda a los soldados, y algunos se les unen. Precediendo a la tropa, aturdido por su precario estado de salud, inflamado de fiebre y respirando con dificultad, el teniente Jacinto Ruiz se esfuerza por mantenerse erguido. Al pasar por la esquina de la calle de San Dimas, Ruiz observa como el padre del cadete Andres Pacheco, el exento de Guardias de Corps Jose Pacheco, que desde el balcon de su casa ha visto a su hijo pasar con los otros camino de Monteleon, baja a toda prisa cinendose un sable, y sin decir palabra se une a la tropa.
– ?Ahi estan!… ?Vienen delante los moros!
Cuando la vanguardia de jinetes desemboca de San Jeronimo en la puerta del Sol, entre el hospital e iglesia del Buen Suceso y el convento de la Victoria, el primer movimiento de la multitud desarmada es dispersarse por las calles proximas, esquivando los caballos lanzados al galope y los alfanjes de los mamelucos, que hacen molinetes sobre sus cabezas tocadas con turbantes y descargan tajos contra la gente que corre indefensa. Empujado entre la desbandada general, el presbitero de Fuencarral don Ignacio Perez Hernandez intenta refugiarse en un portal. Alli ayuda a un anciano que ha caido al suelo y se expone a ser pisoteado, cuando por todas partes surgen voces de colera, incitando a no retroceder y plantar cara.
– ?A ellos, redios!… ?A por esos moros gabachos! ?Que no pasen! ?Que no pasen!
A su alrededor, espantado, el presbitero escucha el clac, clac, clac, de innumerables navajas que se abren. Cachicuernas albacetenas de siete muelles, con hojas de entre uno y dos palmos de longitud, que los hombres sacan de las fajas, de los bolsillos, de bajo los capotes y las chaquetas, y con ellas en las manos se lanzan ciegos, gritando encolerizados, al encuentro de los jinetes que avanzan.
– ?Viva Espana y viva el rey!… ?A ellos!… ?A ellos!
El choque es brutal, de un salvajismo nunca visto. Tan ebrios de ira que algunos ni se preocupan por su seguridad personal, los madrilenos se meten entre las patas de los caballos, se agarran a las bridas y se cuelgan de las sillas, apunalando a los mamelucos en las piernas, en el vientre, destripando a los caballos que caen patas al aire coceando sus propias entranas.
– ?A ellos!… ?Que no quede moro vivo!
Continuan llegando mamelucos a brida suelta. Tropiezan los caballos con los cuerpos caidos y siguen adelante a saltos y trompicones, dando corvetas con hombres agarrados a ellos en racimos testarudos y feroces que intentan derribar a los jinetes sin precaverse de los sablazos, mientras de todos los rincones de la plaza acuden corriendo paisanos enloquecidos con navajas en las manos, con escopetas de caza y trabucos que descargan a bocajarro en la cara de los caballos y en el pecho de sus jinetes. No hay mameluco que caiga o ruede por tierra sin ocho o diez punaladas, y a medida que acuden mas jinetes, y los uniformes verdes y cascos relucientes de los dragones franceses se mezclan con la ropa multicolor de los mercenarios egipcios, la matanza se extiende al centro de la plaza, con la gente disparando carabinas y escopetas desde los balcones, tirando tejas, botellas, ladrillos y hasta muebles. Algunas mujeres arremeten desde los portales con tijeras de coser o cuchillos de cocina, muchos vecinos arrojan armas a quienes pelean abajo, y los mas osados, desorbitados los ojos por el ansia de matar, aullando de furia, saltan a la grupa de los caballos y, agarrados a sus jinetes, los acuchillan y deguellan, matan, mueren, se desploman abiertos a sablazos, caen de rodillas bajo los caballos o se revuelcan por el suelo con los enemigos agonizantes, envueltos en sangre de todos, clavando navajas entre los gritos de unos y otros, los relinchos de las bestias desventradas, las coces de sus patas en el aire. Perecen asi, deshechos a punaladas, veintinueve de los ochenta y seis mamelucos que integran el escuadron; entre ellos el legendario Mustafa, heroe de Austerlitz, a quien sujetan los asturianos Francisco Fernandez, criado del conde de la Puebla, y Juan Gonzalez, criado del marques de Villaseca, mientras el albanil Antonio Melendez Alvarez, leones de treinta anos, le rebana el cuello con su cachicuerna. Y al coronel Daumesnil, jefe de la vanguardia francesa, le matan dos caballos a navajazos, librandose de ser acuchillado porque en ambas ocasiones lo socorren sus mamelucos y dragones.
– ?Vienen mas, aguantad!… ?Viva el rey Fernando!… ?Viva Espana!
Ensangrentadas hasta las cachas, las navajas no descansan. Muchos jinetes, espantados por el muro humano que se les opone, vuelven grupas y se alejan rodeando el Buen Suceso hacia la calle de Alcala, donde otra gente los acomete; pero la carrera de San Jeronimo sigue vomitando oleadas de caballeria imperial, y los paisanos combatientes sufren terribles bajas. Junto a la fuente de la Mariblanca, el albanil Melendez Alvarez recibe un sablazo que le abre la cabeza. Un mancebo de tienda de la calle Montera llamado Buenaventura Lopez del Carpio, que acude a batirse junto a su companero Pedro Rosal, encaja un tiro en la cara; y a su lado, pisoteados por los caballos a cuyas riendas se aferran, caen el menorquin Luis Monge, el mozo de cuerda Ramon Huerto, el napolitano Blas Falcone, el jornalero Basilio Adrao Sanz y la vecina de la calle Jacometrezo Maria Teresa de Guevara. Mucha gente empieza a chaquetear y corre en busca de amparo, y al poco rato no quedan en la puerta del Sol mas de tres centenares de hombres y algunas mujeres que pelean como pueden, refugiandose en las esquinas y zaguanes para tomar respiro o esquivar las cargas de los grupos mas compactos de caballeria, volviendo a saltar sobre los jinetes sueltos que van y vienen para despejar la plaza. Los hermanos Rejon y su companero el cazador colmenarense Mateo Gonzalez, que luchan a brazo partido, se ven obligados a recular hasta el atrio enrejado del Buen Suceso cuando una nueva oleada de dragones a caballo dispersa su grupo a tiros y golpes de sable, matando a la manola Ezequiela Carrasco, al herrador Antonio Iglesias Lopez y al zapatero de diecinueve anos Pedro Sanchez Celemin. Entre los que, navaja en mano, se resguardan en el Buen Suceso, Mateo Gonzalez reconoce con estupor al actor Isidoro Maiquez, que ha salido a batirse con el pueblo.
– Redios. No me diga que usted es Maiquez…
El famoso representante, que tiene cuarenta anos, viste a lo castizo: chaquetilla corta de majo, calzon de ante, polainas de pano y panuelo recogiendole el pelo. Al oir su nombre sonrie con aire fatigado, mientras se enjuga la sangre de la cara -sangre ajena, parece- con el dorso de una mano.
– Si, amigo -responde, afable-. En persona y a su servicio.
A Mateo Gonzalez, que no le han temblado las piernas frente a los mamelucos, se le corta el aliento. Lastima, se lamenta, que no quede vino en la bota de los hermanos Rejon, para celebrar el encuentro.
– Lo vi hacer de don Pedro en
– Se lo agradezco mucho, pero no es momento. Vayamos a lo nuestro.
El descanso dura poco. Apenas pasa el grueso del nuevo ataque frances, todos, Maiquez incluido, salen otra vez a la calle, sobre el empedrado de la acera, resbaladizo de sangre. Jose Antonio Lopez Regidor, de treinta anos, recibe un balazo a bocajarro en el mismo instante en que, encaramado a la grupa del caballo de un mameluco, le parte a este el corazon de una punalada. Caen tambien en esas cargas francesas, entre otros, Andres Fernandez y Suarez, contador de la Real Compania de La Habana, de sesenta y dos anos; Valerio Garcia Lazaro, de veintiuno; Juan Antonio Perez Bohorques, de veinte, mozo de caballos de las Reales Guardias de Corps, y Antonia Fayola Fernandez, vecina de la calle de la Abada. El noble guipuzcoano Jose Manuel de Barrenechea y Lapaza, de paso por Madrid, que al oir el tumulto salio esta manana de su fonda con un baston estoque, dos pistolas de duelo al cinto y seis cigarros habanos en un bolsillo de su levita, recibe un sablazo que le parte la clavicula izquierda, abriendola hasta el pecho. Y unos pasos mas alla, en la esquina de la casa del Correo con la calle Carretas, los ninos Jose del Cerro, de diez anos, que va descalzo y con las piernas desnudas, y Jose Cristobal Garcia, de doce, resisten a pedradas, cara a cara, el embate de un dragon de la Guardia Imperial bajo cuyo sable pierden la vida. Para entonces, el presbitero don Ignacio Perez Hernandez, espantado por cuanto presencia, ha abierto la navaja que traia en el bolsillo. Remangados hasta la cintura los faldones de la sotana, pelea a pie firme entre los caballos, junto a sus feligreses foncarraleros.
4
Cuando el capitan Pedro Velarde llega al parque de Monteleon con la fuerza de Voluntarios del Estado y los paisanos que los acompanan, el gentio en la calle de San Jose supera el millar de personas. Viendo aparecer los uniformes blancos con un capitan de artilleria al frente, todos prorrumpen en vitores y aplausos, y a duras penas logra Velarde abrirse paso hasta la puerta. Al encontrarla cerrada, la golpea con firmeza y autoridad. Se entreabre esta un poco, y al ver los de dentro -dos franceses y un artillero espanol- sus charreteras de capitan, le