Cojitranco, dividido por la mitad, como el Jacob de Lucha hasta el alba, yo no encontraba mi lugar entre esos seres queridos que se habian adaptado al desnivel que sufriamos en el entramado de una sociedad de amos y siervos.

Duro y compacto, mi padre era inmune a los trastazos e injusticias de los desequilibrios sociales. Para el los amos estaban arriba y los siervos abajo. Para mi los verdaderos amos eran esos chicos libres, sucios y hambrientos, comedores de tierra, cuya compania me estaba vedada por la doble barrera del idioma, por los prejuicios de clase, pero a los que yo amaba y admiraba.

26

Mas tarde comprendi que mi padre se enfurecia contra mi por su propio pecado. El tambien escribia sin cesar.

Escribia cartas dignas del mejor epistolario clasico de la Iglesia.

Conservo una con especial devocion: la que me escribio cuando comence mis estudios en Asuncion, en casa de mi tio el obispo.

Me hablaba en ella de su hermano, a quien consideraba un verdadero santo, como en verdad lo fue. Este prelado pobre, amigo servicial de los pobres, vivia relegado en su vieja casa, deliberadamente olvidado por la joven clerecia. Apenas se le mencionaba ya como ejemplo incomodo y anacronico del viejo cristianismo «con olor a catatumba».

«?Ese espiritu ya murio…!», clamaba mi padre.

En los anos de mi vida, cuando me dedique al estudio de los clasicos latinos, no lei ninguna hagiografia semejante a la escrita por mi padre en su larga carta sobre el viejo prelado, un verdadero justo entre los justos de la tierra.

El estilo carnoso, vital, de san Agustin, el estilo seco y lapidario de santo Tomas, se juntaban y resplandecian en sus escritos, menos abierto, mas crispado sobre si.

El estilo de padre era el de san Agustin, ciertamente, pero moderado por el sobrio latin de su conversor san Ambrosio.

27

En aquella carta mi padre hacia tambien el conmovedor retrato de su hermana Raymunda, mi tia, mi segunda madre, sosten material y espiritual del obispo.

Esta santa mujer hizo nacer en mi el sentimiento de lo sagrado, la vocacion de entrega a los demas, que no supe cumplir hasta sus ultimas consecuencias, como ella me lo ensenara.

En aquella carta de mi padre se inspiro uno de mis primeros relatos, El viejo senor obispo. Lo que me convertia en plagiario de mi padre.

Mi unico merito consistio en copiar, casi literalmente, aquella carta; en robar su palabra para rendir homenaje a estos dos seres de venerada memoria.

El obispo de los pobres apacentaba la grey de mendigos que venian en busca de pan y de consuelo. En el relato sustitui esos mendigos por los sobrinos que eran doblemente mendicantes y orgullosos. Esa plaga de parasitos infestaba la casa del viejo senor obispo.

Me cuento entre aquellos falsos mendigos.

28

El traqueteo de las ruedas del tren penetra por momentos en mi conciencia. Me recuerda mi condicion de proscripto, de profugo, de espectro errante.

No es esta huida sin esperanza, sin duda, lo que mi tio el obispo y mi segunda madre Raymunda habrian deseado para mi como ultima etapa de mi vida.

Me acompanan en el tren. Veo sus rostros en el espejo de polvo que llena el vagon. Escribo para ellos este envio.

Las palabras del alma no se pierden, decia mi tia Raymunda, y su rostro moreno se iluminaba con el resplandor del mas alla.

«Estad seguros, seres muy queridos, veneradas sombras, desde aqui os digo en la seguridad de que la muerte ya cercana no me desdecira, que este final extravio de mi vida no es sino la consumacion de un voluntario sacrificio que me he impuesto como la unica, como la ultima forma de expiacion que me estaba destinada. Perdon y adios…»

Cuarta parte

1

Cuando reflote del sopor, me encontre solo en el vagon, sin mas compania que la de la gorda chipera.

Me costo despegarme de aquellos suenos que un dia habian sido realidad. La mujer hizo un comentario ironico sobre mi capacidad de dormir.

– El que mucho duerme suena cosas feas…

Recorde en ese momento haber sorprendido un gesto de inteligencia entre la mujer y los torturadores durante el vodevil del mono.

Cai algo tardiamente en la cuenta de que la gorda chipera era una soplona. Hacia su trabajo en el tren. Ella misma habia dicho que viajaba en forma permanente de Asuncion a Encarnacion, ida y vuelta. «No bajo casi del tren…», le habia oido decir.

Las canastas de chipa, el anzuelo del mono salaz, no eran sino sus trebejos de atraccion de feria para entrar en contacto con los pasajeros y encalabrinar sus simples entendimientos. Se me hizo evidente de pronto que la mujer albergaba sospechas contra mi y que me tenia discretamente en su mira.

La sagacidad de estas soplonas suele superar todo lo que su burdo talante hace esperar de ellas.

En un descuido, mientras echaba humo por la ventanilla, comprobe que en sus canastas no habia ningun chipa, ninguna baratija que vender. Su mercancia era de naturaleza mas sutil y mas peligrosa. Su oficio, mas facil que luchar en los andenes de las estaciones con las competidoras, y estaba mejor remunerado.

– Busca algo, don… -pregunto de repente, volviendose, al pillarme de reojo cuando escudrinaba sus alforjas-. Esta vida tiene sus manas. Tiene sus vueltas. Todo puede suceder… - agrego ironicamente.

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