olvido. El tren de 1850 no es mas que un detalle de la decoracion inexistente. En ese vacio en penumbra me parecia recordarlo todo. No con palabras sino con imagenes de bordes tornasolados. Fragmentos de un espejo roto, expuestos a los rayos de un rabioso sol.

Pisaba sobre ellos con mis gruesos zapatones de recluso. Los oia crujir y quebrarse en esquirlas cada vez mas finas y filosas que se retorcian como los nervios bajo las descargas de la picana en los testiculos.

Ahora que voy huyendo en este tren liliputiense, identico al otro -o tal vez el mismo-, se me hace que estoy repitiendo esa historia o escribiendola por primera vez.

Por muchas vueltas que se les de a las palabras, siempre se escribe la misma historia.

14

Ese texto trato de convertir el olvido en delirio. Pretendio ser la anulacion de todo lo que habia escrito, de modo que no quedara ningun vestigio de obra alguna escrita por mi.

El intento fracaso en parte. Las huellas bicefalas no se plasmaron. Acaso por falta de sinceridad llevada a su ultimo limite. O porque falto que cayera sobre ellas el rocio de sangre del sol del mediodia.

O tal vez cayeron pero no se quisieron mezclar con la mia, aguada por el sereno de la noche.

Estoy tratando de repetir la prueba. Esas anotaciones desapareceran conmigo muy pronto.

Por mucho que dure, la huida no puede ser interminable.

La lentitud del tren que jadea sobre los herrumbrosos y desiguales rieles con su fatiga de un siglo, no hace sino acelerar el fin.

El mito de la infancia perdida, perverso, astuto, falaz, me tiene prisionero. No puedo huir de el. Soy su rehen. Me entregara atado de pies y manos a mis perseguidores.

15

Solo quiero preservar los ensuenos que me desvelaron, desde mis siete a mis trece anos, en aquella misteriosa aldea de Manora, fundada por el maestro Gaspar Cristaldo en el corazon del pueblo de Iturbe.

Recordarlos, escribir sobre ellos ahora, es como masticar pesares, semejante al lento rumiar de los bueyes bajo el yugo de las carretas que van repletas de inmensos fardos de cana de azucar rumbo al ingenio.

Septima parte

1

Cuando se iban las crecidas, Manora quedaba convertido en un fangal pestilente.

Hay que imaginar un pueblo de barro rojo en las lomas, de barro negro en los fangales, sembrados de animales muertos, de ranchos y arboles descuajados, que los raudales arrastraban en todas direcciones.

En cada creciente muchos ninos desaparecian. Los padres los iban buscando con llantitos sin esperanza en los canales donde las riadas habian sido mas fuertes.

2

En las crecientes nos quedabamos sin tren. Y sin el paso del tren el pueblo quedaba a su vez como ahogado y muerto, sin memoria del tiempo que pasaba.

No sabiamos que dia era, ni que hora, ni que ano, ni que siglo.

Los muchachos del pueblo sentiamos rabia contra el tren cuando no venia.

No podiamos colgarnos de los parachoques cuando repechaba despacio la arribada hacia la estacion.

Una vez el tren paso con la linea de flotacion bajo agua. La caldera se ahogo. La locomotora no pudo frenar. El tren retrocedio en la pendiente y arrollo a cuatro de nuestros companeros.

El tren era nuestro unico juguete.

3

Una de estas crecidas trajo al maestro Cristaldo. Nadie se acordaba como ni cuando.

Lo cierto es que el aparecio en su canoa y ya no se fue del pueblo en los dias de su vida.

En pocos meses construyo el solo, sin ayuda de nadie, su cabana lacustre en medio de la laguna muerta de Piky.

Y alli se quedo, en medio de los olores nauseabundos del agua podrida.

4

Al principio, el hombrecito, cuya inopinada aparicion nadie sabia explicar, produjo cierta confusion en mis padres y en mi mismo.

Fue en realidad una conmocion surgida de lo inexplicable.

El recien llegado era extraordinariamente parecido al viejecito que vivia

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