9
No iba a referir a nadie lo que habia oido aquella noche. Nadie iba a perdonarme la bajeza que habia cometido.
Nadie iba a creer y menos aceptar la espectacular «revelacion» sino como una increible mentira y como una infamia del «nino sabiondo y patranero» de la azucarera contra el maestro Cristaldo, para fanfarronear a su costa ante los demas y malquistarlo aun mas con las autoridades.
Me habia metido en un callejon sin salida y ya no sabia como salir de el y reparar mi falta.
Me entregue al remordimiento y a la autocondenacion. Mas humillantes todavia porque, al menos en apariencia, el maestro no mostraba el mas minimo signo de sospecha con respecto a alguien en particular y menos todavia con respecto a mi.
Seguia siendo el mismo. O aun mejor. Mas lucido, activo y generoso que antes de mi espionaje.
Vibrante en la plenitud de su tremenda energia, y hasta con mas sentido del humor y de las bromas, el era quien tomaba ahora la iniciativa.
Parecia incluso liberado de una antigua preocupacion que hasta hacia pocos dias le hacia fruncir el ceno y desencadenaba en el pasajeros arrebatos por motivos nimios.
10
Me resultaba imposible admitir que sus antenas de percepcion casi sobrenatural no hubiesen captado mi desdichada y execrable accion.
Al maestro no se le escapaba ni la sombra de un pelo de botella.
– No hay astucia ni simulacion que pueda encubrir un acto de traicion o deslealtad moral -nos habia dicho no hacia mucho en una clase de instruccion civica sobre la responsabilidad de los ciudadanos.
La deslealtad y la traicion se delatan a si mismas como una reaccion de su propia naturaleza, nos dijo.
La sangre tiene la cualidad de ser invisible, agrego.
– ?No es cierto? -pregunto en un clamor.
– ?Es ciertoooo!… -aullamos en coro.
Tomo una cuchilla de zapatero y se infirio una herida en el brazo de la que broto abundante sangre.
– Si hieres a tu mejor amigo, su sangre te delatara. Y no habra jabon ni agua que laven esa mancha.
El ejemplo de la sangre era bastante alusivo. Me hizo tragar mucha saliva. Ya me sentia cagando de ventana y el culo a la calle, por todos visto y maldito.
Me atrevi a pensar que esos cambios en su comportamiento no eran sino una forma de ocultar los efectos que le habria producido el robo de su inviolable secreto, la infame indiscrecion de un granuja que era, para mayor escarnio, uno de sus mejores alumnos.
Estrategia muy propia del maestro para pescar in fraganti al culpable.
En el sentimiento de culpa que me embargaba, pense mas de una vez revelar al maestro, en confidencia muy privada, la atrocidad cometida y recibir el condigno castigo.
Me detuvo solamente el temor de que esa revelacion podia trastornar para siempre todo el orden en que nos moviamos, y que, en definitiva, no iba a reparar en nada el dano ya hecho.
Podia robar el secreto del maestro. No hacerlo publico.
Recorde el refran del propio maestro Cristaldo:
«A nadie descubras tu secreto que no hay cosa tan bien dicha como la que se esta por decir…»
11
El que empeoro fui yo. La enfermiza curiosidad se transformo en una obsesion que me desvelaba dia y noche en una especie de creciente delirio.
Deseaba averiguar mas. Anhelaba oscuramente saber mas. Descubrir el sentido de esa representacion de sombras y de voces capaz de enloquecer a cualquiera.
Quien era esa madre que se negaba a seguir albergando en sus entranas a la misteriosa criatura nonata que hablaba con la voz del maestro.
Que escondia esa fantasia de un hombre viejo que entraba de nuevo a refugiarse por la noche en el claustro materno para nacer al dia siguiente. Como podia explicarse esta suerte de incesante palingenesia que anulaba los plazos mortales y transgredia el orden del universo.
Que significaba esa sentencia de Jesucristo que condenaba a la exclusion del reino de Dios al que no naciere otra vez.
12
Los prolijos comentarios de mi padre no me aclararon el enigma de las Escrituras sobre el sentido real o simbolico de esas resurrecciones cotidianas a traves del utero materno.
Evito cuidadosamente el uso de expresiones de ese tipo, que considero fuera del alcance de la comprension de mis doce anos y superaban su propio sentido del pudor de hombre y de padre.
La estanteria teologica de mi pobre padre ex seminarista se vino al suelo aplastandolo en una perturbacion sin limites.
Por primera vez lo vi totalmente impotente ante un problema de religion originado precisamente en una linea escondida de su venerado Nuevo Testamento.
Hubo varios conciliabulos entre mi padre y mi madre a proposito de la eliptica frase. Espie por las noches, a traves de las rendijas del dormitorio, y comprobe que leian y discutian en voz baja la admonicion de Jesus al principe de los fariseos.
Luego de varios dias de dudas y hesitaciones, mi padre me saco a pasear.
En medio de una locuacidad poco habitual en el, concluyo que probablemente se trataba de un versiculo mal traducido del original hebreo. Que iba a consultar el problema con su hermano el obispo, y que volveriamos a hablar sobre el tema.
Nos cruzamos con el maestro Cristaldo. Mi padre se detuvo a conversar con el un momento. Yo me aparte para no escuchar lo que decian. Pero, con toda evidencia, ninguno de