inofensivos. Las lanchas de desembarco parecen yates de recreo y los cruceros, barquitas de pescadores puestas al pairo. El motor del helicoptero y sus aspas cortando el viento ahogaban cualquier otro ruido, el de las explosiones alla abajo y el de los supersonicos por encima de las cabezas. Por eso, cuando uno se acostumbra al ruido del motor, ese mismo ruido le parece silencio y ese silencio ruidoso apaga los demas ruidos, hasta hacer creer que uno flota en una nube.

Hacia un instante que se habian elevado en un simulacro de recogida de heridos en el frente de combate. El “herido” charlaba ahora con el radiotelegrafista y el “muerto” se habia quedado dormido, despues de una jornada incesante de ataques y sudor. El camillero habia venido a sentarse junto al piloto y, juntos, miraban el apacible paisaje que se extendia quinientos metros por debajo de ellos.

– Se acabo por hoy, supongo…

El piloto miro al cielo:

– Vete a saber… Por de pronto, una ducha y que se chinchen los de tierra.

– Yo lo que tengo es sed… ?Tu no, Tob?… -se volvio hacia el radio.

– Estoy mas seco que un desierto de arena en agosto.

El “muerto” se levanto un poco y miro a traves de los vendajes ficticios que le ocultaban casi todo el rostro.

– ?Teneis bar en los L. S. D.?

– El mas surtido de toda la flota. Pero no sirven a los muertos. Esta prohibido.

– ?Pues que haceis con ellos?

– Los tiramos al agua.

– Menos mal. Yo soy muerto simbolico.

– Te echaremos simbolicamente, no te preocupes…

– ?Callad! -grito, de pronto, el piloto.

Todos se volvieron a mirarle. El piloto escuchaba atentamente el zumbido del motor, como si algo le hubiera alarmado.

– ?Algo que no va bien?

– No se… ?Callad!

– Tu, no asustes, Bud… Ahora que ibamos a banarnos…

Pero la broma del radio no tuvo efecto. Los demas seguian ansiosos, a quinientos metros sobre la tierra, los minimos movimientos de un piloto alarmado. Por fin le vieron bufar.

– ?Estos trastos!… Se descacharran en dos anos.

– ?Pero que le pasa?

– No lo se. Le falla algo…

El “muerto” se levanto de un salto de su camilla.

– Mi teniente, si quiere, yo salgo a ver que pasa.

Pero nadie rio la broma. El “herido” y el camillero miraban la altura de vertigo a sus pies. De pronto, el zumbido del motor se convirtio en una tos convulsa y sobrevino el silencio. Los ojos de todos se volvieron a las aspas, que se habian detenido.

iAfuera!… -grito el piloto, levantandose de su asiento y ajustandose el paracaidas. Pero, subitamente, al volverse, se dio cuenta de que solo la tripula cion poseia paracaidas. El “muerto” y el “herido” les miraban aterrados, como viendo ya la muerte ante sus ojos. Ese segundo de vacilacion hizo sentir al piloto algo extranisimo: el helicoptero no caia, ?y tenia que estar cayendo! Seguia su rumbo como si el motor funcionase, aunque las aspas que le mantenian en el aire permanecieran inmoviles.

– ?Un momento! ?Que es esto?

No habian perdido altura y el helicoptero se dirigia, solemne y silencioso, hacia el buque L. S. D. que tenia que albergarle.

Salieron a cubierta las unidades contra incendio y los equipos de camilleros, pero no hicieron falta ni unas ni otros. De un modo que nadie -y mucho menos el mismo piloto- logro explicar, el aparato volo quince kilometros con los motores parados y sin perder un centimetro de altura.

Se encontraron luego cinco hombres en el bar del buque y brindaron por el feliz termino de su aventura.

El “muerto” estaba palido y nadie habria podido decir si esa palidez estaba causada por la presion de las vendas que tuvo que soportar o por el miedo que paso en los quince kilometros de vuelo hasta que el helicoptero aterrizo en la cubierta del barco.

– ?Como lo consiguio usted, mi teniente?…

El piloto se encogio de hombros, miro al radio y se dio cuenta de que podia contar con el como complice.

– Bueno… Es cuestion de practica…

***

Sono la corneta, llamando a los hombres al rancho. Los hombres se distribuyeron en grupos de siete. Cada uno recibio su racion de pan y de vino del pais, un plato frio y un postre. Cada grupo de siete recibio una lata de carne.

Siete hombres se sentaron tranquilamente debajo de unos olivos, dispuestos a consumir la comida. Estaban silenciosos, cansados del duro bregar desde la madrugada. Estaban cansados de tres dias de dormir sobre colchonetas neumaticas con escapes que les obligaban a hincharlas dos o tres veces a lo largo de la noche. Tenian una hora de descanso. Luego seguiria la operacion.

Lejos se escuchaban los estampidos de los canones. Algunas unidades seguian el gran espectaculo de las maniobras.

Las manos endurecidas y sucias empunaban las cucharas o los cuchillos. Las bocas se movian a buen ritmo y los siete hombres, perfectamente desconocidos unos para otros diez minutos antes, seguian siendolo, quiza mas, ahora. La lata de carne de siete raciones descansaba en medio del grupo y los ojos de cada uno, casi por orden riguroso y en espacios de tiempo medidos, se fijaban en el proximo objetivo.

El primero en terminar se levanto de la piedra donde habia estado sentado. Las miradas de todos se fijaron en el por un instante.

– Bueno, si quereis yo mismo… ?eh?…

Y acerco la mano al lugar donde deberia haber estado la lata que un segundo antes todos habian visto… Pero la lata habia desaparecido.

– ?Quien ha sido? -dijo el hambriento, mirando a todos con mirada de lobo.

No habia sido nadie y cualquiera lo habria podido demostrar, porque cualquiera tendria que haberse puesto en pie para alcanzar la lata y todos habian permanecido sentados.

Simplemente, una lata de carne de siete raciones habia desaparecido.

***

El sargento Carlyn habia nacido para hombre de mar, aunque las circunstancias le habian limitado a pertenecer a la Infanteria de Marina. Pero, cuando se encontraba de pie en la popa de un lanchon de desembarco se sentia, por lo menos, tan lobo marino como el legendario capitan Kidd. Presumia de conocer los vientos, pero tenia en cambio la imaginacion opturada para los puntos cardinales. Consecuencia: que jamas acertaba cuando a un soplo de aire lo llamaba alisio o monzon. Claro que esto no le impedia gritar mentalmente: ? al abordaje! cada vez que el lanchon tocaba tierra con los bajos y se abrian las compuertas para vomitar hombres armados sobre las playas.

Ahora, arrostrando las olas y el mar que el llamaba encrespado, a veinticinco kilometros del barco mas proximo, el sargento Carlyn era nuevamente el comandante del buque, nombre que el daba al lanchon siempre que lo mandaba. Nueve hombres cansados se habian tumbado en el fondo y se dejaban balancear por las olas, contentos de tener siquiera media hora de descanso antes de comenzar de nuevo. Sobre sus cabezas cruzaban rapidos los cazas reactores y, dominando de vez en vez el rumor del mar, se escuchaban lejanos estampidos de los canones antiaereos, detras de las colinas que habia junto a la playa.

La guerra. La guerra y el mar. La felicidad absoluta para el sargento Carlyn, aunque el mar fuera solo un golfo tranquilo y la guerra tan de mentirijillas como aquella.

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