Rodolfo Enrique Fogwill

Muchacha punk

SOBRE MUCHACHA PUNK – Muchacha punk fue escrito de un tiron, en tres horas, como al dictado de una voz -ajena-, al cabo de una noche de diciembre de 1978. Aunque estuve semanas corrigiendolo, dudo que la ultima version haya perfeccionado en algo lo que habia ido desgranandose aquella madrugada de calor. El relato venia sobrecargado de propositos teoricos y abunda en guinos, anagramas, provocaciones al Estado policial de la epoca e insidias a escritores de moda. Como suele ocurrir, todo eso paso inadvertido a los lectores y al jurado que le concedio el primer premio en el certamen mas concurrido de 1980. Paradojalmente, los auspiciantes del concurso -una fabrica de gaseosas- quisieron publicar este relato bajo el lema «Como crean en libertad los jovenes argentinos». Yo era argentino, pera ya no era joven y por entonces la nocion de libertad me resultaba tan hueca y banal como ahora. Creo que el relato es elocuente al respecto. Por efecto de este y otros textos contemporaneos mas, yo, un hombre grande, comprometido en una carrera empresaria, termine creyendo que era un escritor y que debia escribir y cambiar de oficio. Visto desde la perspectiva de la especie, puedo atribuir a Muchacha punk el origen de una trama de malentendidos y desgracias a la que la presente publicacion viene a agregar un nudo.

R. F.

MUCHACHA PUNK

En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir 'hice el amor' es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese monton de cosas que 'hicimos' ella y yo, no eran el amor y ni siquiera -me atreveria hoy a demostrarlo-, eran un amor: eran eso y solo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que la muchacha punk y yo nos 'acostamos juntos'.

Otro decir, porque todo habria sido igual si no hubiesemos renunciado a nuestra posicion bipeda, -integrando eso (?el amor?) al habitat de los suenos: la horizontal, la oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso.

Primera decepcion del lector: en este relato soy varon. Conoci a la muchacha frente a una vidriera de Marble Arch. Eran las diez y treinta, el frio calaba los huesos, habia terminado el cine, ni un alma por las calles. La muchacha era rubia: no vi su cara entonces. Estaba ella con otras dos muchachas punk. La mia, la rubia, era flacucha y se movia con gracia, a pesar de su atuendo punk y de cierto despliegue punk de gestos nitidamente punk. El frio calaba los huesos, creo haberlo contado. Marcaban dos o tres grados bajo cero y el helado viento del norte aranaba la cara en Oxford Street y en Regent Street. Les cuatro -yo y aquellas tres muchachas punk- mirabamos esa misma vidriera de. En el ambiente calido que prometia el interior de la tienda, una computadora jugaba sola al ajedrez. Un cartel anunciaba las caracteristicas y el precio de la maquina: 1.856 libras. Ganaban blancas, el costado derecho de la maquina. Las negras habian perdido iniciativa, su defensa estaba liquidada y acusaban la desventaja de un peon central.

Blancas venian atacando con una cuna de peones que protegia su dama, repatingada en cuatro torre rey. Cuando las tres muchachas se acercaron era turno de negras. Negras dudaron quince segun dos o tal vez mas; era la movida l16 o l18, y los mirones -nadie a esas horas, por el frio-, habrian podido recomponer la partida porque una pequena impresora venia reproduciendo el juego en codigo de ajedrez, y un grafico, que la maquina componia en su pantalla en un par de segundos, mostraba la imagen del tablero en cada fase previa del desenvolvimiento estrategico del juego. Las muchachas hablaron un slang que no entendi, se rieron, y sin prestarme la menor atencion siguieron su camino hacia el oeste, hacia Regent Street. A esas horas, uno podia mirar todo a lo largo de la ciudad arrasada por el frio sin notar casi presencia humana, salvo las tres muchachas yendose.

Cerca de Selfridges alguien debia esperar un omnibus, porque una sombra se colo en la garita colorada de esperar omnibus y algun aliento habia nublado los cristales. Quizas el humano se hallase contra el vidrio, frotandose las manos, escribiendo su nombre, -garabateando un corazon o el emblema de su equipo de futbol; quiza no.

Confirme su existencia poco despues, cuando un omnibus rumbo a Kings Road se detuvo y alguien subio. Al pasar frente a nuestra vidriera, semivacio, pude ver que la sombra de la garita se habia convertido en una mujer viejisima, harapienta, que negociaba su boleto.

Pocos autos pasaban. La mayoria taxis, a la caza de un pasajero, calefaccionados, lentos, diesel, libres. Pocos autos particulares pasaban; Daimlers, Jaguars, Bentleys. En sus asientos delanteros conducian hombres graves, maduros, sensibles a las intermitentes senales de transito.

A sus izquierdas, mujeres ancestrales, maquilladas de party o de opera, parecian supervisarlos. Un Rolls paro frente a mi vidriero de Selfridges y el conductor hecho un vistazo a la computadora, (ensayaba la jugada 127, turno de blancas), y dijo algo a su mujer, una canosa de perfil agrio y aros de brillantes. No pude oirlo: las ventanillas de cristal antibalas de estos autos componen un espacio hermetico, casi masonico: insondable.

Poco despues el Rolls se alejo tal como habia llegado y en la esquina de Glowcester Street vacilo ante el semaforo, como si coqueteara con la luz verde que recien se prendia. Primera decepcion del narrador: la computadora decreto tablas en la movida 147. Si yo fuese blancas, cambiando caballo por torre y amenazando jaque en descubierto, reclamaria a negras una permuta de damas favorable, dada mi ventaja de peones y mi optima situacion posicional. Me fui con rabia: habia dormido toda la tarde de aquel viernes y era temprano para meterme en el hotel.

El frio calaba los huesos. Traia bajo los jeans un polar-suit ingles que habia comprado para un amigo que navega a vela en Puerto Belgrano y decidi estrenarlo aquella noche para ponerlo a prueba contra el frio atroz que anunciaba la BBC.

Sentia el cuerpo abrigado, pero la boca y la nariz me dolian de frio. Las manos, en los hondos bolsillos de la campera de duvet, temian tanto un encuentro con el aire helado que me obligaron a resistir a la feroz jauria de ganas de fumar, que aullaba y se agitaba detras de la garganta, en mi interior. En mi exterior, las orejas estaban desapareciendo: tarde o temprano serian munones, o sabanones, si no las defendia; intente guarecerlas con las solapas de mi campera. Sin manos, llevaba las puntitas de las solapas entre los dientes y asi, mordiente y frio, entre a un taxi que olia a combustible diesel y a sudor de chofer, y una vez instalado en el goce de aquel tufo tibion, nombre una esquina del Soho y prendi un cigarrillo.

Afuera, nadie. El frio calaba los huesos. El ingles, adelante, manejando, era una estatua llena de olor y sueno. Antes de bajar, verifique que hubiesen taxis por la zona; vi varios. Pague con un papel y solo despues de recibir el cambio abri mi puerta. El aire frio me ametrallo la cara y la papada se me helo, pues las solapas, chorreadas de saliva, habian depositado sobre mi piel una leve pelicula de baba, que ahora me heria con sus globitos quebradizos de escarcha.

vi poca gente en el barrio chino de Londres: como siempre, algunos arabes y africanos salian rebotando de los tugurios pomo. En una esquina, un grupo de hombres -obreros, pinches de vigilancia, tal vez algunos desgraciados sin hogar se ilusionaban alrededor de un fueguito de lenas y papeles improvisado por un negro del kiosco de diarios. Camine las tres o cuatro cuadras del barrio que se reconocer y como no encontre donde meterme, en la esquina de Charing Cross abri la puerta trasera izquierda de un taxi verde, subi, di el nombre de mi hotel, y decidi que esa noche comeria en mi cuarto una hamburguesa muy condimentada y una ensalada bien salada para fortalecer la sed que tanto se merece la cerveza de Irlanda. ?Lastima que la television termine tan temprano en Londres! Mire el reloj: eran las once; quedaba apenas media hora de excelente programacion britanica.

Conte del frio, conte del polar-suit. Ahora voy a contar de mi: el frio, que calaba los huesos, desalentaba a cualquier habitante y a cualquier visitante de la antigua ciudad, pues era un frio de lontananza inglesa, un frio

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