vararla en la arena. Y se pusieron a descuartizarla con sus grandes cuchillos.

»Desde entonces he leido mucho sobre ballenas, buscando en los libros algun consuelo contra el horror. Asi he aprendido, por ejemplo, que una ballena varada fuera del agua fallece al poco tiempo, porque el peso de su propio cuerpo colapsa sus pulmones. Pero la empezaron a descuartizar inmediatamente y aun estaba viva; y se necesita cortar mucho hasta llegar a los organos vitales de un cetaceo. No chillo, sin embargo. Creo que lo hizo por mi, para que no la oyera.”

Despues de la noche del Gran Fuego sucedieron varias cosas que nos cambiaron la vida. En primer lugar nos tuvimos que mudar puesto que la antigua pension habia quedado reducida a unas cuantas ruinas achicharradas. Nos fuimos a vivir enfrente, encima del viejo club en donde Segundo y la enana hacian su espectaculo de magia. Era un lugar mucho peor que el que ocupabamos antes: un piso diminuto, humedo y oscuro cuyas ventanas daban todas a un patio interior que parecia un pozo. Ya no habia cuarto para los gatos y la abuela no ocupaba dos habitaciones sino solamente una y muy pequena, con una camita arrimada a la pared que nada tenia que ver con la majestuosa cama de madera desde la que dona Barbara reinaba en la otra casa. Segundo se habia quedado con la mejor habitacion para el y para Amanda, pero tampoco era gran cosa. En cuanto a Chico y a mi, compartiamos camastro en un cuarto tan estrecho que parecia un pasillo. Segundo habia mentido cuando dijo, durante el incendio, que tendriamos mejores casas, mejores muebles y una mejor vida.

La enana dormia abajo, en el camerino del club, en su baul de siempre. Porque, curiosamente, alguien habia sacado de la antigua pension, antes del incendio, su baul de dormir y todos los demas cofres con los aperos de la magia. Era lo unico que parecia haberse salvado del desastre. Un dia oi que la abuela le decia a Airelai:

– Tu lo sabias. Y tenia los ojos ribeteados de rojo y su voz sonaba extrana y hueca.

– A mi solo me comunicaron que a partir de entonces iba a vivir en el club -contesto la enana--. Y yo, como tu bien sabes, obedezco.

La abuela estaba irreconocible. Ese era el segundo de los grandes cambios que habian ocurrido en nuestra vida: que dona Barbara ya no parecia dona Barbara. Ya no tenia sus ropas suntuosas, ni sus pebeteros humeantes de incienso, ni los almohadones de encaje, ni sus muebles, ni las fotos enmarcadas en la mesilla. Pero sobre todo carecia de algo interior: del hierro caliente que antes le asomaba a los ojos, y de la altura, porque ahora era mucho mas baja. Se pasaba las horas echando de menos a sus gatos y no fuimos nunca mas al cementerio. De hecho, la abuela ya no volvio a salir y se levantaba cada dia menos de la cama. Estaba enferma, o eso decia ella, aunque yo no podia acabar de creermelo, aun viendola asi de alicaida y de bajita. Porque dona Barbara, yo pensaba entonces, era inmensa y eterna; y esta nube de debilidad no podia ser sino un espejismo transitorio.

Mientras tanto, Segundo tambien habia cambiado. El, por el contrario, parecia mas grande y mas oscuro. Sobresalian sus espesas munecas, de unos trajes que le venian pequenos y su piel era casi tan negra como su mirada. La cicatriz se le fue secando en la mejilla y ahora era un abultado surco rosado y reluciente. Cuando Segundo estaba muy nervioso se rascaba el tajo con la una del pulgar y pronto aprendimos a interpretar este signo como el preludio de una tormenta domestica. Una de esas veces en que Segundo se rascaba empecinadamente la cicatriz, poco despues del Gran Fuego, Chico salio de puntillas de la nueva casa y ya no regreso. Quiero decir que llego la noche y no vino, y al dia siguiente tampoco aparecio, y aunque la enana y Amanda se recorrieron todo el Barrio no consiguieron encontrarlo. Entonces Amanda fue a la policia y unas horas despues llegaron a casa con el nino y con una mujer que pregunto muchas cosas y que hizo firmar a Segundo unos papeles, cosa que le puso de pesimo humor y que contribuyo a que se rascara la cicatriz mas que nunca. Aquel no fue un buen dia.

Desde que regreso Segundo no habiamos vuelto a ver ni al Portugues ni al Hombre Tiburon. Del primero decian que estaba en el Barrio de una ciudad vecina; o eso contaba Rita, que aseguraba haberse enterado por unos familiares que ella tenia en aquel lugar:

– Y por lo visto el Portugues esta intentando hacerse un lugar en ese Barrio, pero le va mal.

En cambio, del Hombre Tiburon no se tenia ninguna noticia: parecia que se lo hubiera tragado la tierra.

– Asi es, nena. Eso es exactamente lo que le ha pasado al tipo ese: que se lo ha tragado la tierra… -solia decir Rita, y se reia y guinaba un ojo como si fuera un chiste.

Yo le llevaba la corriente porque Rita era buena y nos regalaba lagrimas de menta. Pero en mi fuero in- terno sabia que tanto el Portugues como el Hombre Tiburon habian sido derrotados por el conjuro de la enana y que estaban en algun lugar oscuro presos del hechizo: dentro de una montana, por ejemplo, que es donde, segun cuentan los cuentos, los grandes brujos suelen encerrar a sus oponentes. Nunca dije nada, porque sabia que la magia no habia que nombrarla; pero me sentia orgullosa de ser la unica en el Barrio que conocia la verdad.

A nuestro nuevo piso se subia desde dentro del club, por una escalerita que habia detras de una cortina, junto al escenario. Durante el dia, con el club cerrado, eso no suponia ningun problema. Pero por las noches el ruido, el humo y el resplandor rojizo subian hasta nuestra casa rebotando por los escalones. Al principio aquel mundo subterraneo me asustaba; despues aprendi a ser mas osada y algunas noches bajaba de puntillas las escaleras y atisbaba, desde detras de las cortinas, el espectaculo de magia. Porque Segundo y Airelai estaban trabajando en el club nuevamente. Y asi, yo les veia a traves de una rendija banados en ese aire rojo que parecia irrespirable, agitando resplandecientes cintas en el aire y creando una lluvia de estrellas de la nada.

Una madrugada tuve que ir a buscar una medicina para dona Barbara. Amanda me acababa de sacar de un profundo sueno y aun estaba aturdida; baje los escalones, corri la cortina y me zambulli, sin siquiera pensarlo, en el ambiente calido y maligno del local. Habia mucha gente y mucho ruido; supongo que los altavoces debieron de atronar en mis oidos, pero lo que recuerdo es el retumbar de musica que subia por mis piernas y que se aferraba a mi vientre, como si el lugar me estuviera apresando, como si una mano invisible, temblorosa y gigante, estuviera trepando por mi cuerpo. En el escenario habia unas mujeres desnudas con la punta de los pechos centelleante y el aire era una pesadilla del color de la sangre. Corri hacia la puerta y tuve que empujar espaldas y caderas, todas de hombres; y se agachaban hacia mi rostros terribles, ojos desencajados, bocas bisbiseantes que apestaban a alcohol. A partir de entonces tuve que hacer ese mismo trayecto varias veces: siempre me asusto, siempre me angustio, siempre lo venci. Viviendo encima del club descubri la enorme diferencia que habia entre el local diurno y el nocturno, entre esa especie de sucio almacen que era el club vacio y ese hormiguero desesperado y sudoroso en que se convertia de madrugada. Y aprendi asi algo fundamental: que el infierno no es un lugar sino un estado. Un veneno que llevamos dentro de nosotros.

– Son los pajaros, los pajaros negros -mascullaba debilmente la abuela desde la cama-. Escuchalos como aletean, los malditos. Son los pajaros negros que vienen a buscarme.

Pero no eran pajaros, sino aviones. Pasaban los aviones por encima de nosotros y hacian tintinear todos los cristales del lugubre patio. Habia aviones grandes y pesados que volaban muy bajo: se les veia la fatiga en la lentitud de sus movimientos y en el ruido que hacian, que era como el parsimonioso rodar de una enorme roca. Habia otros, en cambio, que eran como mosquitos, diminutos y nerviosos, apenas un lejano zumbido y una chispa de luz en el horizonte. Algunos aparatos jovenes y vigorosos rasgaban el cielo con un sonido limpio y siseante, como quien corta con cuchilla una pieza de raso; y tambien habia aviones ominosos y oscuros que hociqueaban al pasar por encima de nosotros, como buscando el lugar apropiado para soltar sus bombas. Cruzaban todos el cielo de manera incesante, durante el dia y durante la noche, criaturas inaccesibles y poderosas que vigilaban nuestros actos desde las alturas, seres imposibles capaces de volar aun siendo de hierro.

– Ahi vienen, ahi vienen -decia la abuela.

Y nunca supe si se referia a los aviones o a esos pajaros que ella sola veia. Estaba muy extrana dona Barbara. A veces tenia fiebre y a veces estaba tan fria como el hielo. Vino a visitarla un medico joven que se rasco la oreja muy azorado y confeso que no le encontraba nada malo. Pero la abuela seguia encogiendose todos los dias un poquito.

– La culpa es de las sombras de esta casa, que se nos han metido a todos dentro -dictamino Airelai.

Y debia de tener razon, porque desde el Gran Fuego el mundo parecia un lugar mucho mas desagradable. El sol se asomaba dubitativo al tenebroso hueco de nuestro patio y nunca se aventuraba a bajar. Durante el dia, la luz de nuestros cuartos era gris y pesada como la de un crepusculo: reptaba por el suelo de las habitaciones repartiendo sombras en todas las esquinas. Y en el cuarto de la enana, esto es, en el camerino del piso de abajo, ni tan siquiera habia ventanas.

Una tarde que no estaban en casa ni Airelai ni Segundo se me ocurrio bajar a explorar el camerino. No es que pensara encontrar nada especial alli, sino que me aburria. La abuela dormitaba, Amanda estaba preparando la

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