contenian.
Gavilan se aparto en silencio y siguio caminando con Arren. Pronto la muchedumbre que iba y venia por la calle se hizo menos densa y los comercios que la flanqueaban se trocaron en tiendas miserables, covachas que ostentaban por toda mercancia un punado de clavos torcidos, un mortero roto, un viejo peine de cardar. Aquella pobreza le repugnaba a Arren menos que el resto; en el sector rico de la calle se habia sentido ahogado, asfixiado por la presion de las cosas que se ofrecian en venta y las voces que lo instaban a gritos a comprar, comprar. Y la abyeccion del buhonero le habia causado horror. Pensaba en las calles frias y luminosas de su ciudad alla en el Norte. Ningun hombre en Berila se degradaria de ese modo delante de un extrano. —?Es gente despreciable! — dijo.
—Por aqui, sofrino —fue la replica del mago. Doblaron por un pasaje lateral entre los muros altos, rojos y sin ventanas que corrian por el flanco de la colina y atravesaban un arco adornado con banderas decrepitas, para salir de nuevo a la luz del sol en una plazoleta empinada, otro mercado atestado de quioscos y tenderetes, pululante de gente y de moscas.
En las aceras de la plazoleta habia hombres y mujeres sentados o tumbados de espalda, inmoviles. Las bocas de todos ellos tenian un aspecto extrano, un color negruzco, como magulladas, y las moscas les revoloteaban alrededor de los labios y se apinaban en ellos como racimos de uvas secas.
—?Cuantos! —dijo, baja y agitada, la voz de Gavilan como si tambien el se hubiera sorprendido; pero cuando Arren lo miro, solo vio la cara roma e imperturbable de Halcon, el energico mercader, en la que no habia ninguna inquietud.
—?Que le pasa a toda esa gente?
—Hazia. Una sustancia que calma y entorpece, que separa el cuerpo de la mente. Y la mente vaga en libertad. Pero cuando retorna al cuerpo, necesita mas hazia… Y la necesidad crece y crece; y la vida se acorta, porque la hazia es un veneno. Al principio hay un temblor, luego la paralisis, y al fin la muerte.
Arren observaba a una mujer sentada contra un muro al calor del sol; habia levantado la mano como para espantarse las moscas de la cara, pero la mano describia en el aire un movimiento circular, convulsivo, como si su duena la hubiese olvidado, y solo la moviesen los impulsos repetidos de una perlesia o un temblor muscular. El gesto tenia algo de encantamiento, pero vacio de toda intencion, un sortilegio sin significado.
Tambien Halcon la estaba mirando, el rostro inexpresivo. —?Sigamos! —dijo.
Cruzo la plaza hacia un tenderete a la sombra de un entoldado. Franjas de sol coloreadas de verde, naranja, limon, carmesi y azur atravesaban las telas y los chales y los cinturones trenzados, y danzaban multiplicandose en los espejos diminutos que adornaban el peinado alto y empenachado de la mujer que vendia la mercancia: una mujer gorda, corpulenta, y que salmodiaba con un vozarron: —?Sedas, rasos, canamazos, pieles, fieltros, lanas, vellones de Gont, gasas de Sowl, sedas de Lorbaneria! ?Eh, vosotros, hombres del Norte, quitaos esos capotes acolchados! ?No veis que ha salido el sol? ?Que os parece esta seda para llevarla a una muchacha en la lejana Havnor? ?Ved esta seda del Sur, tenue como ala de efimera! —Habia desplegado con manos expertas un rollo de una seda diafana, de color rosado, atravesada por hilos de plata.
—Que no, mujer, que no tenemos reinas por esposas —dijo Halcon, y la voz de la vendedora se elevo como una trompeta:
—?Con que vestis entonces a vuestras mujeres? ?Con arpillera? ?Con lona de velas? ?Tacanos que os negais a comprar una pieza de seda para una pobrecita que esta helandose en las nieves eternas del Norte! ?Que os parece esto entonces, este vellon gontes para ayudaros a mantenerla caliente en las noches de invierno? —Tiro sobre el mostrador un gran panolon pardo y crema, tejido con el pelo sedoso de las cabras de las islas septentrionales. El supuesto mercader extendio la mano y lo palpo; y sonrio.
—Ah, ?sois gontesco? —dijo la voz de trompeta, y el peinado oscilante lanzo alrededor mil puntos multicolores que giraron sobre el palio de lona y la tela.
—Esto es una manualidad andradiana; ?lo ve usted? —dijo Halcon—. No hay mas que cuatro hilos de cadena en el ancho de un dedo. En Gont son seis, o mas. Pero digame por que ha cambiado usted la magia por la venta de fruslerias. Cuando estuve aqui, hace anos, la vi sacando llamas de las orejas de los hombres, y transformando las llamas en pajaros y en campanas de oro, y era un negocio mucho mas agradable.
—No era ningun negocio —dijo la mujerona, y por un instante Arren advirtio que la mujer los miraba fijamente, a el y a Halcon, con ojos duros y acerados como agatas, entre el centelleo y el revuelo de las plumas y los espejos refulgentes.
—Era bonito, eso de sacar fuego de las orejas —dijo Halcon en un tono de voz obstinado pero inocente—. Me hubiera gustado que lo viera mi sofrino.
—Bueno, escuchadme ahora—dijo la mujer con menos aspereza, apoyando los enormes brazos y los pesados pechos sobre el mostrador—. Ya no hacemos esos trucos. La gente no los quiere. Estan hartos. Estos espejos, veo que os acordais de mis espejos —y sacudio la cabeza haciendo que los puntos de luz coloreada se reflejaran y giraran en un torbellino—; si, se puede confundir a un hombre con el centelleo de estos espejos, y con palabras y otros artificios que no voy a deciros, hasta que crea ver lo que no ve, lo que no existe. Como las llamas y las campanas de oro, o las vestiduras con que engalanaba a los marineros, brocados de oro con diamantes grandes como albaricoques, y alla iban ellos, pavoneandose como el Rey de Todas las Islas… Pero eran supercherias, tramoyas. Es facil enganar a los hombres. Son como polluelos hechizados por una serpiente, por un dedo extendido. Los hombres son como polluelos. Pero a la larga se dan cuenta de que han sido enganados, engatusados, y se enfadan, y pierden el gusto por estas cosas. Es por eso que he cambiado de oficio, y es posible que no todas las sedas sean sedas ni todos los vellones gontescos, pero al menos existen… ?existen! Son reales, y no mentiras, mentiras y aire, como las vestiduras de brocado de oro.
—Bueno, bueno —dijo Halcon—. ?Asi que no queda nadie en Hortburgo que haga brotar fuego e las orejas, que obre alguna magia como antano?
La mujer arrugo el entrecejo; se irguio y empezo a doblar con esmero el vellon. —Los que quieren mentiras y visiones mascan hazia —dijo—. ?Id a hablar con ellos, si quereis! —Senalo con un movimiento de cabeza las figuras inmoviles alrededor de la plaza.
—Pero habia hechiceros, aquellos que encantaban los vientos para los navegantes y echaban sortilegios de fortuna sobre los cargamentos. ?Todos ellos han cambiado de oficio?
Mas la mujer, repentinamente furiosa, estallo en gritos estridentes: —Hay un hechicero, si quereis uno, y famoso, un mago con vara y todo… ?lo veis alli? Ha navegado con el mismisimo Egre, levantando vientos y descubriendo galeones repletos de tesoros, eso decia el, pero todo era un engano, y el Capitan Egre lo recompenso al fin como merecia, le corto la mano derecha. Y vedlo alli, ahora, con la boca llena de hazia y la panza llena de aire. ?Aire y mentiras! ?Aire y mentiras! ?A eso se reduce vuestra famosa magia, Capitan Chivo!
—Calma, calma, mujer —dijo Halcon, amable y firme a la vez—. Era una pregunta, nada mas. —Con un revuelo de puntos rutilantes, la mujerona le volvio la ancha espalda, y Halcon echo a andar otra vez delante de Arren.
No caminaba a la ventura: iba hacia el hombre que la mujer le habia senalado. Sentado en el suelo, de espaldas contra un muro, contemplaba el vacio. Aquel rostro cetrino y barbado habia sido hermoso alguna vez. El munon rugoso yacia sobre las piedras del pavimento a la luz refulgente, calida del sol.
Detras de ellos, entre los tenderetes, habia algun alboroto, pero a Arren le era imposible apartar la mirada de aquel hombre, paralizado por una fascinacion abominable. —?Sera verdad que ha sido un hechicero? — pregunto con voz muy queda.
—Tal vez sea aquel a quien llamaban Liebre, el que fue hacedor de vientos para el pirata Egre. Eran ladrones famosos… ?Cuidado, Arren, apartate! —Un hombre salio corriendo como una exhalacion de entre los tenderetes y estuvo en un tris de atropellarlos. Otro aparecio trotando, debatiendose bajo el peso de una gran bandeja plegadiza cargada de cordones, trencillas y puntillas. Un tenderete se derrumbo con estrepito; los tenderos replegaban o desmantelaban precipitadamente los entoldados; la gente, alborotada, se apinaba, empujaba y forcejeaba a traves de toda la plaza; las voces se alzaban en una algarabia de gritos y clamores. Y por encima de todo, resonaban los chillidos estridentes de la mujer con el tocado de espejuelos; Arren la vio por el rabillo del ojo esgrimiendo una especie de poste o palo contra una pandilla de hombres, manteniendolos a raya con grandes estocadas como un espadachin acorralado. Si era una rina que se habia extendido transformada en un motin, o un ataque de una gavilla de ladrones, o una reyerta entre dos grupos rivales de buhoneros, era imposible decirlo; la gente iba y venia a la carrera con los brazos cargados de mercancias que acaso fuesen botin