recuerdo, y se hubiera dado cuenta de que estaba dando informacion en lugar de venderla. Nada mas se pudo sacar de el, ni siquiera las vagas alusiones y balbuceos acerca de «un camino de vuelta», que Gavilan parecia considerar significativas, y pronto el mago se puso de pie. —Bueno —dijo—, media respuesta vale mas que ninguna. Y tal por cual sera la paga. —Y con la destreza de un prestidigitador, arrojo frente a Liebre, sobre el jergon, una pieza de oro.
Liebre la recogio. La examino y luego miro de hito en hito a Gavilan y a Arren, con bruscos movimientos de cabeza. —Espera —balbuceo. La situacion habia cambiado y ahora buscaba a tientas, miserablemente, las palabras que queria decir—. Esta noche —dijo al fin—. Espera. Esta noche. Tengo hazia.
—No me hace falta.
—Para ensenarte… Para mostrarte el camino. Esta noche. Yo te llevare. Te lo mostrare. Tu puedes ir, porque tu… tu eres…
Busco a tientas la palabra hasta que Gavilan dijo:
—Porque soy un hechicero.
—?Si! Por eso nosotros podemos… podemos ir alli. Al camino. Cuando yo suene. En el sueno. ?Entiendes? Yo te llevare. Tu iras conmigo, hasta el… hasta el camino.
Gavilan continuaba de pie, firmemente plantado, pensativo, en el centro de la habitacion en penumbra. — Puede ser —dijo al cabo—. Si regresamos estaremos aqui al anochecer. —Luego se volvio hacia Arren, quien abrio la puerta con presteza, impaciente por partir.
La calle umbria y humeda parecia luminosa como un jardin despues de la habitacion de Liebre. Tomaron por un atajo que conducia a la ciudad alta, una empinada escalera entre muros cubiertos de hiedra. Arren inhalaba y expulsaba el aire como un leon marino. —?Ufff! ?Pensais volver alli?
—Bueno, lo hare si no puedo obtener la misma informacion de una fuente menos riesgosa. Lo creo capaz de tendernos una celada.
—Pero, ?no estais acaso a salvo de ladrones y todas esas cosas?
—?A salvo? —dijo Gavilan—. ?Que quieres decir? ?Crees que estoy arropado en sortilegios como una vieja que le tiene miedo al reumatismo? No tengo tiempo para eso. Si disfrazo mi rostro es para mantener en secreto nuestra mision; no por otra cosa. Podemos cuidar el uno del otro. Pero el hecho es que no estaremos a salvo de peligros durante este viaje.
—Claro que no —dijo Arren con aspereza, irritado, herido en su amor propio—. Ni era eso lo que yo pretendia.
—Mas vale asi —dijo el mago, inflexible, pero con un dejo de buen humor que apaciguo la colera de Arren. En verdad, a el mismo le extranaba el arranque que habia tenido: jamas habia imaginado que pudiera hablarle asi al Archimago. Aunque al fin de cuentas este Halcon de nariz respingona y pomulos cuadrados, mal rasurados, que hablaba a veces con una voz y a ratos con otra, era y no era el Archimago: un extrano, en quien no se podia confiar.
—?Tiene algun sentido lo que el os ha dicho? —pregunto Arren, a quien no atraia la idea de volver a aquel cuarto lobrego a la orilla del rio nauseabundo—. ?Toda esa pampirolada de que esta vivo y muerto y de que volvera con la cabeza cortada?
—No se si tiene sentido. Yo queria hablar con un hechicero que ha perdido su poder. El dice que no lo ha perdido sino que lo ha dado, trocado. ?Trocado por que? Vida por vida, dijo. Poder por poder. No, no lo comprendo, pero vale la pena escuchar lo que dice.
La imperturbable sensatez de Gavilan acrecento la verguenza de Arren. Se sentia irritable y nervioso como un nino. Liebre lo habia fascinado, pero ahora que la fascinacion se habia roto solo le quedaba una sensacion de disgusto malsano, como si hubiese comido algo nauseabundo. Resolvio no volver a hablar hasta que hubiera dominado su malhumor. Un momento despues, perdio pie en los gastados y resbaladizos escalones, y logro recobrar el equilibrio raspandose las manos contra las piedras.
—?Oh, maldita sea esta ciudad inmunda! —estallo furioso.
Y el mago respondio secamente:
—Por lo que parece, maldita ya esta.
Y habia, si, algo malsano en Hortburgo, algo malsano en el aire mismo, que inducia a pensar que en verdad pesaba sobre ella una maldicion; no era, sin embargo, una presencia lo que se sentia, sino mas bien una ausencia, un debilitamiento de todo lo vital, como una enfermedad que infectaba rapidamente el espiritu de cualquier forastero. Hasta el calor del sol vespertino era malsano, demasiado bochornoso para el mes de marzo. En las plazas y las calles bullia el comercio, pero todo sin orden, sin prosperidad. La calidad de las mercancias era infima, los precios altos, y los mercados, plagados como estaban de ladrones y pandillas de vagabundos, eran poco seguros tanto para los vendedores como para los compradores. No se veian muchas mujeres por las calles, y las pocas que habia iban por lo general en grupos. Era una ciudad sin gobierno ni ley. Conversando con las gentes, Arren y Gavilan no tardaron en enterarse de que no habia un concejo en Hortburgo, ni alcalde, ni senor. De los hombres que antano la gobernaran, algunos habian muerto, o se habian ido, o los habian matado; cabecillas de variado pelaje acaudillaban las distintas barriadas de la ciudad; los guardamuelles, erigidos en duenos y senores del puerto, se atiborraban los bolsillos, y asi en todo nivel. La ciudad ya no tenia un centro. Los habitantes, pese a aquel ajetreo febril, parecian afanarse sin objeto. Los artesanos parecian no tener ya la voluntad de hacer las cosas bien; hasta los ladrones robaban porque eso era lo unico que habian aprendido. En la superficie, tenia todo el movimiento y el brillo de una gran ciudad portuaria, pero alli mismo, en todas partes, se apretaban las figuras inmoviles de quienes mascaban hazia. Y bajo la superficie, las cosas no parecian del todo reales, ni siquiera los rostros, los olores, los sonidos, que se desvanecian por momentos, en la tarde larga y bochornosa, mientras Gavilan y Arren recorrian las calles y conversaban con este y aquel otro. Todo se desvanecia, los toldos rayados, los sucios adoquines, los muros de colores; todo rastro de vida desaparecia de pronto, transformando la ciudad en una ciudad de sueno, vacia y melancolica a la luz brumosa del sol.
Solo en la parte alta de la ciudad, donde se detuvieron a descansar a la caida de la tarde, dejaron de sentir por un momento que todo aquello era un sueno enfermizo. —Esta no es una ciudad que traiga suerte —habia dicho Gavilan unas horas antes, y ahora, despues de largas horas de errar a la ventura y de conversaciones infructuosas con desconocidos, parecia cansado y sombrio. El disfraz empezaba a desgastarsele; una cierta dureza de rasgos, una oscuridad se transparentaba ya por detras de la cara acicalada del mercader viajero. Y Arren no habia podido olvidar el malhumor de la manana. Se sentaron sobre los pastos asperos de la cresta de la colina, bajo la fronda de un bosque de pindicos de oscuro follaje y capullos encarnados, algunos ya abiertos. Desde alli, solo veian de la ciudad los innumerables techos de tejas que descendian en escalones hacia el mar. La bahia abria los brazos de color azul pizarra bajo la bruma primaveral, extendiendose hasta los confines del aire. Todo sin limites, sin fronteras. Alli sentados, contemplaron largo rato aquella inmensidad azul. La mente se le despejo a Arren y se abrio para acoger y celebrar el mundo. Cuando fueron a beber a un arroyuelo cercano, que descendia entre unas rocas pardas desde algun jardin principesco sobre la colina de detras, Arren bebio largamente, y zambullo la cabeza en el agua fria. Luego se levanto y declamo los versos de la
Gavilan se rio de el, y el tambien rio. Sacudio la cabeza como un perro, y las gotas volaron como un rocio brillante a la postrera luz dorada.
Tuvieron que abandonar el bosque y descender a las calles otra vez. Cuando acabaron de cenar en un tenderete que vendia unas grasientas albondigas de pescado, ya la noche pesaba en el aire. La oscuridad invadia rapidamente las calles estrechas.
—Sera mejor que vayamos, hijo —dijo Gavilan, y Arren pregunto:
—?A la barca? —pero sabia que no seria a la barca sino a la casa de la orilla del rio y a la habitacion terrible, polvorienta y vacia.