Los arboles, los tejados, las colinas eran bultos negros e informes. El aire oscuro no se movia, y hacia mucho frio. Todo era quietud, silencio, recogimiento y oscuridad. Solo en el este, por encima del mar insondable, se divisaba una vaga linea clara: el horizonte, que parecia volcarse hacia el sol todavia invisible.
Llego a la escalera de la caseta. No habia nadie alli, ningun movimiento. Envuelto en un grueso capote marinero y con gorra de lana, Arren no sentia frio, pero tiritaba mientras aguardaba en la oscuridad, en los peldanos de piedra.
Las casetas se recortaban negras contra la negrura del agua, y de pronto llego de alli un golpe seco, tres veces repetido. A Arren se le erizaron los cabellos. Una sombra alargada resbalo, silenciosa, sobre el agua: una embarcacion se deslizaba hacia el muelle. Arren se precipito escaleras abajo, corrio hasta el espigon y salto a la barca.
—Ponte al timon —dijo el Archimago, una figura borrosa que se movia, agil, en la proa— y sujetalo con firmeza mientras yo izo la vela.
Estaban ya fuera del puerto, y la vela, desplegandose como un ala blanca, reflejaba la luz creciente.
—Sopla un viento del oeste y no tenemos que remar para salir de la bahia, un regalo de despedida del Maestro de Vientos, no me cabe duda. Presta atencion, hijo, ?la barca es muy ligera de timon! Bien. Un viento del oeste, y un amanecer claro para el Dia de Equilibrio de la primavera.
—?Es
—Si —dijo el otro, atareado con los cordajes. La barca corcoveaba y viraba a medida que arreciaba el viento; Arren apreto los dientes y se esforzo por mantener el rumbo.
—Es ligera de timon, pero un tanto empecinada, senor.
El Archimago rio. —Dejala que haga su voluntad; tambien es sabia. Escucha, Arren —y se arrodillo sobre la bancada para mirar de frente al muchacho—, yo no soy senor ahora, ni tu eres un principe. Yo soy un mercader y me llamo Halcon, y tu eres mi sobrino, a quien estoy haciendo conocer los mares, y te llamas Arren; porque venimos de Enlad. ?De que ciudad? Una grande, por si nos topamos con algun conciudadano.
—?Temere, en la costa meridional? Las gentes de alli comercian con todos los Confines.
El Archimago asintio.
—Pero —dijo Arren con cautela—, vos no teneis el acento de Enlad.
—Lo se. Tengo el acento de Gont —dijo el Archimago riendose, y alzo los ojos hacia la claridad del Levante—. Pero pienso que tu podras prestarme lo que necesito. Asi pues, venimos de Temere en nuestra barca
—Halcon, mi senor —dijo Arren, y en seguida se mordio la lengua.
—Practica, sobrino mio —dijo el Archimago—. Practica es lo que necesitas. Tu nunca has sido otra cosa que un principe. Yo en cambio he sido muchas cosas, y la ultima, y quiza la menos importante, un Archimago… Vamos rumbo al sur, en busca de la emelita, esa piedra verde que se usa para tallar amuletos. Se que es muy apreciada en Enlad. Hacen con ella amuletos contra el reumatismo, las luxaciones, los torticolis y los deslices de la lengua.
Tras un momento de perplejidad, Arren se echo a reir; y cuando alzo la cabeza y la barca se encaramo sobre una larga ola, vio el limbo del sol contra el filo del oceano, un fulgor de oro subito alla, delante de ellos.
Gavilan estaba de pie con una mano en el mastil, pues la ligera embarcacion saltaba sobre las olas encrespadas, y el cantaba de cara al sol naciente del equinoccio de primavera. Arren no conocia el Habla Arcana, la lengua de los magos y de los dragones, pero adivinaba el jubilo y las alabanzas que habia en las palabras, ordenadas en largas cadencias, como el flujo y el reflujo de las mareas o el equilibrio del dia y de la noche en eterna sucesion. Las gaviotas graznaban en el viento, y las costas de la Bahia de Zuil se deslizaban a derecha e izquierda. Asi penetraron en las olas largas, cuajadas de luz, del Mar Interior.
De Roke a Hortburgo no hay mucha distancia, pero pasaron tres noches en alta mar. El Archimago, que se habia mostrado ansioso por partir, ahora que estaban en viaje era mas que paciente.
Aunque los vientos empezaron a soplar en contra tan pronto se alejaron de la atmosfera encantada de Roke, no levanto un viento de magia como cualquier hacedor de vientos hubiera hecho; paso, por el contrario, largas horas ensenando a Arren a dominar la barca contra los fuertes vientos de proa, en el mar erizado de rocas al este de Isel. La segunda noche de navegacion llovio, una lluvia de marzo borrascosa y fria; sin embargo, no trato de ahuyentarla con encantamientos. A la noche siguiente, mientras navegaban al pairo en las afueras del puerto de Hort, en una calma oscura, fria y brumosa, Arren se dio cuenta de que en el corto tiempo en que habian estado juntos, no habia visto al Archimago hacer ninguna magia.
Era, sin embargo, un eximio hombre de mar. En aquellos tres dias de navegacion, Arren habia aprendido mas que en diez anos de practicas nauticas y regatas en la Bahia de Berila. Y entre un mago y un marino no hay al fin y al cabo tanta diferencia: los dos trabajan con los poderes de los cielos y el mar, los dos manejan los grandes vientos, para acercar lo que esta distante. Archimago o Halcon el mercader viajero, venian a ser lo mismo.
Era un hombre mas bien silencioso, aunque de excelente talante. Jamas una torpeza de Arren lo impacientaba; era afable; mejor camarada de a bordo no hubiera podido tener, pensaba Arren. Pero a veces callaba durante horas y horas, y cuando al fin llegaba el momento de hablar, habia como una gran dureza en su voz, y traspasaba a Arren con la mirada. Esto no debilitaba el amor que el muchacho le tenia, pero quiza si, en cierto modo, el gusto de estar con el; era un poco sobrecogedor. Gavilan advirtio el cambio acaso, porque en esa noche brumosa, mar afuera de Wathort, empezo de pronto a hablar de si mismo, un tanto entrecortadamente: —No siento ningun deseo de estar otra vez entre los hombres, manana. He estado fingiendo que soy un hombre libre… Que nada anda mal en el mundo. Que no soy Archimago, y ni siquiera hechicero. Que soy Halcon de Temere, un hombre sin responsabilidades ni privilegios, que no le debe nada a nadie. —Hizo una pausa, y al cabo de un momento prosiguio—: Procura elegir con cuidado, Arren, cuando te llegue la hora de las grandes opciones. Cuando yo era joven tuve que escoger entre la vida de ser y la vida de actuar. Y salte a la segunda como una trucha sobre una mosca. Pero cada uno de tus gestos, cada acto, te ata a el y a sus consecuencias, y te obliga a actuar otra vez, y otra y otra vez. Y es muy raro, entonces, que encuentres un espacio, un momento de tiempo como este, entre acto y acto, en el que puedas detenerte y simplemente ser. O preguntarte quien, a fin de cuentas, eres tu.
?Como un hombre semejante, penso Arren, podia tener dudas acerca de quien y que era? Siempre habia supuesto que esas dudas eran propias de los jovenes, de quienes aun no habian hecho nada en la vida.
La barca se balanceaba en la inmensa y fria oscuridad.
—Es por eso que me gusta el mar —dijo desde la oscuridad la voz de Gavilan.
Arren lo comprendia; pero sus propios pensamientos, los mismos de esos tres dias y tres noches, iban mas lejos: la busqueda que habian emprendido, la meta de la travesia. Y puesto que su companero estaba al fin de humor locuaz, se animo a preguntar: —?Creeis que en Hortburgo encontraremos lo que buscamos?
Gavilan sacudio la cabeza, quiza queriendo decir que no, o que no lo sabia.
—?Podra ser una especie de peste, una plaga que va de una tierra a otra arruinando las cosechas y los rebanos y el espiritu de los hombres?
—Una peste es un movimiento de la Gran Balanza, del Equilibrio mismo; esto es diferente. Tiene el olor fetido del mal. Podemos llegar a sufrir, cuando el equilibrio de las cosas busca su justo nivel, pero no perdemos la esperanza, ni renunciamos al arte, ni olvidamos las palabras de la Creacion. La naturaleza no es antinatural. Esto no es una busqueda del equilibrio, sino una ruptura. Y solo hay una criatura capaz de provocarla.
—?Un hombre? —dijo Arren, inseguro.
—Nosotros, los hombres.
—?Como?
—Por un desmesurado deseo de vida.
—?De vida? Pero ?es malo acaso querer vivir?
—No. Pero cuando ambicionamos poder sobre la vida, riqueza inagotable, seguridad inexpugnable, inmortalidad… entonces el deseo se convierte en codicia. Y si a esa codicia se suma el saber, sobreviene el mal. Entonces el equilibrio del mundo se perturba, y el peso de la destruccion inclina la balanza.
Arren sopeso un momento lo que acababa de oir; al fin dijo: —?Creeis entonces que es un hombre lo que buscamos?
—Un hombre, y un mago. Si, eso creo.