—Pero yo pensaba, por lo que me ensenaron mi padre y mis maestros, que las grandes artes de la Magia dependian de la Balanza, del Equilibrio de las cosas, y no podian ser utilizadas para el mal.
—Ese —dijo Gavilan con un resabio de ironia— es un punto de vista discutible.
Dondequiera que fuese, grandes ciudades se postraban a sus pies; los ejercitos combatian por el. El maleficio que urdio contra Morred era tan poderoso que aun despues de que el sucumbiera siguio actuando sin que nadie lo pudiese detener, y la isla de Solea fue devorada por el mar, y todo en ella perecio. Eran hombres en quienes la fuerza y el saber estaban al servicio del mal, y de el se nutrian. Si la hechiceria que sirve a un fin mas noble sera siempre la mas fuerte, es algo que ignoramos. Esperamos que lo sea.
Es desolador encontrar solo esperanza alli donde uno confiaba encontrar certeza. Pero ningun deseo sentia Arren de quedarse en aquellas cumbres frias. Al cabo de un silencio, dijo: —Entiendo por que decis que solo los hombres hacen el mal, me parece. Hasta los tiburones son inocentes; ellos matan por necesidad.
—Es por eso que nada se nos resiste. Una sola cosa en el mundo puede resistir a un hombre malvado de corazon: otro hombre. En nuestra verguenza esta nuestra grandeza. Solo nuestro espiritu, que es capaz del mal, es capaz tambien de dominarlo.
—Pero los dragones —dijo Arren—, ?no hacen mucho mal? ?Son acaso inocentes?
—?Los dragones! Los dragones son avariciosos, insaciables, traicioneros; criaturas sin piedad, sin remordimientos. Pero ?son malvados? ?Quien soy yo para juzgar los actos de los dragones?… Ellos son mas sabios que los hombres. Pasa con ellos como con los suenos, Arren. Nosotros, los hombres, sonamos suenos, hacemos magia, obramos bien, obramos mal. Los dragones no suenan. Son suenos. Ellos no hacen magia: la magia es la sustancia, el ser de los dragones. Ellos no actuan: son.
—En Serilune —dijo Arren— esta la piel de Bar Oth, muerto por Keor, Principe de Enlad, hace trescientos anos. Ningun dragon ha venido a Enlad desde ese dia. Yo he visto la piel de Bar Oth. Es pesada como de hierro, y tan grande que si se la extendiese cubriria toda la plaza del mercado de Serilune, dicen. Los dientes son tan largos como mi antebrazo. Sin embargo, dicen que Bar Oth era un dragon joven, no adulto todavia.
—Hay en ti un deseo —dijo Gavilan—: ver dragones.
—Si.
—Tienen la sangre fria, y venenosa. No has de mirarlos a los ojos. Son mas viejos que la humanidad… — Callo un momento y luego continuo—: Y aunque un dia yo llegara a olvidar o lamentar todo cuanto he hecho siempre me acordaria de que una vez vi como los dragones volaban en el viento del crepusculo, sobre las islas occidentales, y me sentiria dichoso.
Luego los dos callaron; y no hubo otro sonido que el cuchicheo del agua contra la barca, y ninguna luz. Y alla en alta mar, al fin se durmieron.
En la bruma luminosa de la manana llegaron al Puerto de Hort, donde habia un centenar de embarcaciones amarradas a los muelles o a punto de hacerse a la mar: barcas de pesca, cangrejeras, jabegas, buques mercantes, dos galeras de veinte remos, y una tercera de sesenta remos en carena y con graves averias, y algunos veleros largos y esbeltos con altas velas triangulares que capeaban los vientos de altura en las torridas calmas del Confin Austral.
—?Es una nave de guerra? —pregunto Arren cuando pasaban delante de una de las galeras de veinte remos, y su companero respondio:
—Un galeon de esclavos, a juzgar por las cadenas y grilletes atornillados a la cala. Se trafica con seres humanos en el Confin Austral.
Arren penso un momento en lo que acababa de oir, y luego fue hasta la caja de herramientas y saco de ella la espada que habia guardado bien envuelta en la manana de la partida. La desenvolvio y permanecio de pie, indeciso, con la espada envainada entre las manos, el cinto colgando del pomo.
—No es la espada de un mercader viajero. La vaina es demasiado esplendida.
Gavilan, atareado con el timon, lo miro de soslayo. —Llevala si quieres.
—Pense que tal vez fuese prudente.
—Si de espadas se trata, esta es prudente —dijo el mago, la mirada alerta, buscando un paso para la barca entre las embarcaciones que se apretaban en la bahia—. ?No es una espada que se resiste a ser utilizada?
Arren asintio. —Eso dicen. Sin embargo ha matado. Ha matado hombres. —Miro la delgada empunadura, gastada por el contacto de las manos—. Ella, no yo. Hace que me sienta tonto. Es tanto mas vieja que yo… Llevare mi cuchillo —concluyo, y envolvio otra vez la espada y la empujo hasta el fondo de la caja de herramientas. Tenia una expresion de perplejidad y colera.
—?Quieres tomar los remos ahora, hijo? —pregunto Gavilan al cabo de un momento—. Vamos hacia el muelle, alli, cerca de la escalera.
Hortburgo, uno de los Siete Grandes Puertos del Archipielago, trepaba desde la bulliciosa zona portuaria por las laderas de tres escarpadas colinas en una algarabia de color. Las casas eran de arcilla revocada de rojo, naranja, amarillo, blanco; los techos eran de tejas de color rojo-purpura; las copas de los pindicos en flor eran una masa roja oscura a lo largo de las calles mas altas. Unos toldos de llamativas franjas de colores daban sombra a las estrechas plazas de los mercados. Los muelles resplandecian al sol; las callejuelas que partian del frente maritimo eran como estrias oscuras, pobladas de sombras, de gente, de ruido.
Cuando hubieron anclado la barca, Gavilan se agacho, como para examinar el nudo de amarre, y dijo: — Arren, en Wathort hay gente que me conoce demasiado bien; observame pues, asi podras reconocerme. — Cuando se enderezo, no se le veia en la cara ninguna cicatriz. Tenia los cabellos completamente grises; la nariz ancha y un tanto respingada; y en vez de una vara de madera de tejo alta como el, llevaba en la mano una corta vara de marfil, que guardo bajo la camisa—. ?Me conoces? —pregunto con una ancha sonrisa, y hablando con el acento de Enlad—. ?O es que nunca has fisto a tu chio?
En la corte de Berila, Arren habia observado como otros hechiceros cambiaban de apariencia cuando interpretaban la
Sin embargo, mientras el mago regateaba con el guardia del puerto el arancel de muelle y vigilancia, Arren no dejaba de mirarlo, como asegurandose de que en verdad lo conocia. Y cuanto mas lo miraba, mas —no menos— lo turbaba la transformacion. Era demasiado completa. Este hombre no era el Archimago, el guia y maestro de infinita sapiencia… El arancel que el guardia reclamaba era alto, y Gavilan lo pago a reganadientes, y siempre reganando echo a andar con Arren a grandes trancos. —?Vaya prueba para mi paciencia! —dijo—. ?Pagarle a ese gordo ladron para que me cuide la barca cuando medio sortilegio haria mejor el trabajo! Bueno, es el precio del disfraz… Y he olvidado hablar como corresponde, ?no es asi, sobrino?
Iban subiendo por una calle estrafalaria y hedionda, atestada de gente, flanqueada de comercios, poco mas que tenderetes, cuyos propietarios, de pie en los umbrales, entre montones e hileras de mercancias, pregonaban la belleza y baratura de sus marmitas, calcetines, sombreros, palas, alfileres, bolsos, calderas, cestas, atizadores, cuchillos, cuerdas, cerrojos, ropas de cama y todo tipo de articulos de quincalleria y merceria.
—?Es una feria?
—?Eh? —dijo el hombre de la nariz respingona, inclinando la canosa cabeza.
—?Es una feria, chio?
—?Una feria? No, no. Aqui es siempre asi, durante todo el ano. ?Guarda tus pasteles de pescado, mujer, que ya he desayunado! —Y Arren trataba de desembarazarse de un hombre que llevaba una bandeja cargada de pequenos bucaros de bronce y lo seguia pisandole los talones, gimoteando:
—Compra, prueba, mi amo, hermoso doncel, que no te decepcionaran, el aliento te perfumaran como las rosas de Nimima, y hechizara para ti a las mujeres, pruebalos, joven senor de los mares, joven principe…
De repente, Gavilan se habia interpuesto entre Arren y el buhonero, diciendo: —?Que encantamientos son esos?
—?Encantamientos no! —gimoteo el hombre reculando con presteza—. ?Yo no vendo encantamientos, gran capitan! Solo jarabes para endulzar el aliento despues de la bebida o la raiz de la hazia… ?Solo jarabes, gran principe! —Se acurruco en el pavimento de piedra; los bucaros de la bandeja se entrechocaron tintineando, y algunos se inclinaron, y en los bordes asomo una gota, rosada o violacea, de la sustancia viscosa que