una gran verdad: me dijo como se podia reencontrar la Runa de los Reyes. ?Pero jamas imagine que tuviera que pagar semejante deuda, a semejante acreedor!
—?Que pide de vos?
—Mostrarme el camino que busco —respondio el mago, ahora mas sombrio. Y luego de una pausa—: Me dijo que en el oeste hay otro Senor de Dragones, que trabaja para nuestra destruccion, y que tiene mas poder que nosotros. Yo dije: «?Mas grande aun que el tuyo, Orm Embar?», y el dijo: «Mas aun que el mio. Necesito de ti: sigueme a prisa». Y ante esa orden, yo obedezco.
—?No sabeis nada mas?
—Sabre mas.
Arren enrollo el cabo de amarre, lo guardo, y se dedico a otros pequenos menesteres en la barca, pero todo el tiempo la excitacion cantaba en el como la cuerda tensa de un arco, y canto en su voz cuando al fin hablo. —Es un guia mejor —dijo—, ?mejor que los otros!
Gavilan lo miro, y rio. —Si —dijo—. Esta vez no nos extraviaremos, parece.
Asi iniciaron los dos la gran carrera a traves del oceano. Mil millas o mas separaban los mares de los balseros, ausentes en los mapas, de la Isla de Selidor, la mas lejana y occidental de todas las islas de Terramar. Dia tras dia salia el sol, resplandeciente en el limpido horizonte, y se hundia purpureo en el oeste, y bajo el arco de oro del sol y los circuitos de plata de las estrellas la barca corria hacia el norte, solitaria sobre la mar.
A veces las nubes tormentosas del pleno verano se amontonaban a lo lejos, arrojando sombras de purpura sobre el horizonte; Arren observaba entonces al mago, cuando este se levantaba y con la voz y las manos pedia a las nubes que flotaran hacia ellos, y que vertieran su lluvia sobre la barca. Los relampagos estallaban entre las nubes, el trueno bramaba, y el mago seguia aun de pie con la mano en alto, hasta que la lluvia caia sobre el, y sobre Arren, y en los recipientes que habian dispuesto, y en la barca, y en el mar, aplastando las olas con su violencia. Y el y Arren sonreian mostrando los dientes, porque alimentos, si no de sobra, tenian bastantes, pero necesitaban agua. Y se deleitaban contemplando el furioso esplendor de la tempestad que obedecia a la palabra del mago.
Arren se maravillaba de ese poder que su companero utilizaba ahora con tanta ligereza, y una vez dijo: — Cuando iniciamos nuestro viaje no soliais obrar encantamientos.
—La primera leccion en Roke, y la ultima, es
—Las lecciones intermedias han de consistir, entonces, en aprender que es lo necesario.
—Asi es. Es preciso tener en cuenta el Equilibrio. Pero cuando el Equilibrio mismo esta roto… entonces hay que tener en cuenta otras cosas. Por encima de todo, la prisa.
—Pero ?como se explica que los hechiceros del Sur, y ahora todos, en todas partes, hasta los trovadores de las balsas, hayan perdido su arte mientras que vos conservais el vuestro?
—Porque yo no deseo nada mas que mi arte —dijo Gavilan.
Y al cabo de un rato anadio, mas animoso: —Y si he de perderlo pronto, lo aprovechare, mientras dure.
Y en verdad, habia ahora en el una especie de alegria, una complacencia, que Arren, viendolo siempre tan cauteloso, no habia sospechado. La mente de un mago se deleita con juegos de ilusion; el disfraz de Gavilan en Hort, que tanto perturbara a Arren, habia sido un juego para el; un juego insignificante, por lo demas, para alguien que podia transformarse a voluntad, cambiando no solo el rostro y la voz, sino tambien el cuerpo, y convirtiendose si asi lo deseaba en pez, en delfin, en halcon. Y una vez dijo: —Mira, Arren: Te voy a mostrar Gont —y le habia pedido que observara la superficie del barril de agua, que habia destapado y que estaba lleno hasta el borde. Muchos hechiceros comunes pueden hacer aparecer una imagen en el espejo del agua, y eso habia hecho el: un pico inmenso, coronado de nubes, elevandose desde un mar gris. Luego la imagen cambio, y Arren vio claramente un acantilado de aquella isla montanosa. Era como si el, Arren, fuese un pajaro, una gaviota o un halcon, suspendido en el viento lejos de la costa, y mirase a traves del viento ese acantilado que desde una altura de seiscientos metros dominaba las rompientes del mar. Alla arriba, en la cornisa, habia una casita—. Esto es Re Albi —dijo Gavilan—, y alli vive mi maestro, Ogion, el que apaciguo el terremoto, de esto hace mucho, mucho tiempo. Cuida sus cabras, recoge hierbas, y guarda silencio. Me pregunto si aun paseara por la montana; es muy viejo ahora. Pero yo lo sabria, claro que lo sabria, incluso ahora, si Ogion hubiese muerto… —La voz del mago vacilo un momento y la imagen se enturbio, como si el acantilado mismo se estuviese desmoronando. En seguida se aclaro, y tambien la voz de Gavilan se aclaro—: Solia subir a solas a los bosques, al final del estio y en el otono. Asi fue como llego a mi, la primera vez, cuando yo era un nino en una aldea montanosa, y me dio mi nombre. Y con el la vida.
En la imagen que ahora mostraba el espejo de agua, era como si el observador fuese un pajaro en medio del bosque, asomandose a mirar un paisaje de praderas empinadas banadas por el sol, bajo las rocas y las nieves de la cumbre, y dentro del bosque un sendero escarpado que descendia hacia una oscuridad verde atravesada por dardos de oro.
—No hay silencio semejante al silencio de esos bosques —dijo Gavilan, nostalgico.
La imagen se desvanecio, y solo el disco enceguecedor del sol de mediodia se reflejo en el agua del tonel.
—Alli —dijo Gavilan, mirando a Arren con una expresion extrana, burlona—, alli, si yo pudiera alguna vez volver alli, ni siquiera tu podrias seguirme.
La tierra se extendia delante de ellos, baja y azul a la luz de la tarde, como un banco de bruma. —?Es Selidor? —pregunto Arren, y el corazon se le acelero; pero el mago le dijo:
—Obb, supongo, o Jessage. Todavia no estamos ni a mitad de camino, hijo.
Aquella noche atravesaron los estrechos entre esas dos islas. No vieron ninguna luz, pero un acre olor a humo flotaba en el aire, tan penetrante que les irritaba los pulmones. Cuando amanecio, y miraron hacia atras, la isla oriental, Jessage, estaba quemada, negra tierra adentro hasta donde alcanzaba la vista, y una niebla azulada y opaca flotaba sobre ella.
—Han quemado los campos —dijo Arren.
—Si. Y las aldeas. He sentido antes el olor de ese humo.
—?Son salvajes, aqui en el oeste? Gavilan sacudio la cabeza.
—Labriegos; aldeanos.
Arren contemplo la ruina negra en que se habia convertido la tierra, los arboles abrasados en los huertos contra el cielo; torcio la cara. —?Que mal les han hecho los arboles? —dijo—. ?Tienen que castigar a la hierba por los errores que ellos mismos han cometido? Son hombres salvajes estos que incendian la tierra solo porque estan peleando con otros hombres.
—No tienen guia —dijo Gavilan—. No hay un Rey; y los hombres aptos para reinar, y los dotados de poderes magicos, todos se han apartado, encerrandose en ellos mismos, buscando la puerta que lleva al mas alla de la muerte. Asi era en el Sur, y presumo que lo mismo ha de ocurrir aqui.
—?Y todo esto es obra de un solo hombre, el hombre de quien hablaba el dragon? No parece posible.
—?Por que no? Si hubiera un Rey de las Islas, seria solo uno. Y reinaria. Un solo hombre puede destruir o gobernar, con la misma facilidad: ser Rey, o Anti-Rey.
Otra vez hablaba con aquel dejo de burla, o de desafio, que ponia colerico a Arren.
—Un rey tiene servidores, lugartenientes, soldados, mensajeros. Gobierna a traves de sus servidores. ?Donde estan los servidores de este… Anti-Rey?
—En nuestra mente, hijo. En nuestra mente. El traidor, el yo, ese yo que grita
Arren miro a Gavilan a los ojos. —Quereis decir que no lo es. Mas decidme por que. Yo era un nino cuando emprendi este viaje, no creia en la muerte. Pero no he aprendido a regocijarme, a acoger con alegria mi muerte, o la vuestra. Si le tengo amor a mi vida, ?no he de aborrecer el fin?
El maestro de esgrima de Arren en Berila era un hombre de unos sesenta anos, bajo, calvo y frio. Arren lo habia detestado durante anos, si bien reconocia que era un gran esgrimista. Pero un dia, durante los ejercicios, habia tomado desprevenido al maestro, y lo habia desarmado: y nunca olvido aquella felicidad incredula,