El espiritu viviente tiene peso en el mundo de los muertos, y la sombra de la espada de Arren tenia filo. La hoja abrio una herida profunda, seccionando la espina dorsal del ciego. La sangre salto a borbotones, negra a la luz de la espada.
Pero es en vano matar a un muerto; y Arana estaba muerto, muerto hacia muchos anos. La herida se cerro, reabsorbiendo la sangre. El hombre ciego se irguio, muy alto, los largos brazos buscando a tientas a Arren, el rostro contraido de rabia y de odio: como si solo ahora hubiese comprendido quien era su verdadero rival y enemigo.
Tan horrible fue verlo recobrarse de un golpe mortal, esta imposibilidad de morir, mas horrible que cualquier agonia, que un frenesi de repulsion se apodero de Arren, una furia demente. Blandiendo la espada asesto un nuevo golpe, un golpe implacable y terrible. Arana se desplomo con el craneo partido en dos y el rostro enmascarado de sangre, pero Arren se precipito al instante sobre el, para golpear otra vez, antes que la herida se cerrase, para golpear hasta matar…
A su lado Ged, intentando ponerse de rodillas, pronuncio una palabra.
Al sonido de la voz de Ged, Arren se detuvo como si una mano le hubiese aferrado la mano que empunaba la espada. El ciego, que habia empezado a levantarse, tambien quedo paralizado. Ged se puso de pie; se tambaleaba un poco. Cuando pudo mantenerse derecho, se volvio hacia el acantilado.
—?Cierrate y unete! —dijo con voz clara, y con la vara trazo una figura en lineas de fuego y a traves de la grieta de las rocas: la Runa de Agnen, la runa que sella los caminos, la que se inscribe sobre las lapidas de las sepulturas. Y no quedo entonces brecha alguna ni hueco entre las piedras. La puerta se habia cerrado.
El suelo de la Tierra Yerma temblo bajo los pies de los hombres, y el largo fragor de un trueno estremecio el cielo esteril e inmutable.
—Por la palabra que no sera pronunciada hasta el fin de los tiempos, te he convocado. Por la palabra que fue dicha a la hora de la creacion de las cosas, yo ahora te libero. ?Liberate! —E inclinandose sobre el hombre ciego, caido de rodillas, Ged le hablo en un murmullo al oido, bajo el blanco cabello enmaranado.
Arana se levanto. Miro lentamente alrededor. Miro a Arren, luego a Ged. No dijo nada pero los escruto con ojos sombrios. No habia dolor en su rostro, ni colera, ni odio. Lentamente dio media vuelta, y se alejo cuesta abajo por el lecho del Rio Seco, y pronto desaparecio.
La luz se habia apagado en la vara de tejo y en el rostro de Ged. Estaba alli de pie, en la oscuridad. Cuando Arren se le acerco, se aferro al brazo del joven para sostenerse. Por un momento, lo sacudio el espasmo de un sollozo ronco. —Esta hecho —dijo—. Todo ha pasado.
—Hecho esta, mi amado senor. Es tiempo de volver.
—Si. Es tiempo de volver a casa.
Ged daba la impresion de un hombre aturdido o exhausto. Descendio el curso del rio siguiendo a Arren, tropezando, avanzando con penosa lentitud entre las rocas y los pedregones. Arren no se apartaba de el. En las riberas bajas del Rio Seco, donde el suelo era menos escarpado, se volvio un momento a mirar el camino por el que habian venido, la larga pendiente informe que subia hacia las tinieblas. En seguida reanudo la marcha.
Ged no hablaba. Tan pronto como se detuvieron, se habia dejado caer sobre una roca de lava, agotado.
Arren sabia que el camino por el que habia venido estaba cerrado para ellos. La alternativa era seguir adelante. Tenian que continuar, continuar hasta el fin. Ni siquiera demasiado lejos es bastante lejos, penso. Alzo los ojos hacia los picachos oscuros, frios y silenciosos contra las estrellas inmoviles, terribles; y una vez mas la voz ironica, burlona de su voluntad hablo en el, implacable: «?Te detendras a mitad de camino, Lebannen?».
Se acerco a Ged y le dijo con dulzura: —Es preciso que continuemos, mi senor.
Ged no respondio, pero se puso en pie.
—Tendremos que ir por las montanas, me parece.
—Tu camino, hijo —dijo Ged en un ronco murmullo—. Ayudame.
Empezaron a caminar, remontando las pendientes de polvo y escoria que penetraban en las montanas; Arren ayudaba a su companero lo mejor que podia. En la negra oscuridad de las curvas y gargantas, tenia que buscar a tientas el camino, y no le era facil sostener a Ged al mismo tiempo. Caminar era dificil, un tropezar constante, pero cuando tuvieron que trepar y gatear por las pendientes cada vez mas abruptas fue todavia mas dificil. Las rocas eran asperas, y les quemaban las manos, como hierro al rojo. Sin embargo hacia frio, mas y mas frio a medida que ascendian. Era un tormento tocar aquella tierra. Quemaba como brasas encendidas: un fuego ardia dentro de las montanas. Pero el aire era siempre frio, siempre oscuro. Ni un solo ruido. Ni un soplo de viento. Las rocas erizadas se quebraban bajo las manos, cedian bajo los pies. Negros, cortados a pico, los espolones y los abismos se alzaban delante de ellos y se precipitaban junto a ellos en la oscuridad. Atras, abajo, el reino de los muertos se perdia en las sombras. Adelante, arriba, los picos y las rocas se alzaban contra las estrellas. Y nada se movia a todo lo largo y lo ancho de aquellas montanas negras, excepto las dos almas mortales.
Ged, deshecho de fatiga, trastabillaba a cada paso, o perdia pie. Le costaba respirar, y cuando sus manos tropezaban con las rocas, ahogaba un grito de dolor. Oyendolo, a Arren se le encogia el animo. Trataba de impedir que se cayera. Pero a menudo el sendero era demasiado angosto para que pudieran avanzar juntos, y Arren tenia que adelantarse a estudiar el terreno. Y al fin, en una ladera que trepaba abrupta hasta las estrellas, Ged resbalo y cayo de bruces, y no volvio a levantarse.
—Mi senor —dijo Arren, arrodillandose junto a el, y luego dijo su nombre—: Ged.
Ged no respondio ni se movio.
Arren lo alzo en brazos y asi lo llevo cuesta arriba por la escarpada ladera. Esta culminaba en un trecho de terreno llano, y alli Arren puso a Ged en el suelo, y se dejo caer junto a el, exhausto y dolorido, sin ninguna esperanza. Aquella era la cima del desfiladero entre los dos picos negros, la que con tanto esfuerzo habia tratado de alcanzar. Aquel era el paso, y el fin. Imposible ir mas alla. El extremo de la meseta era el borde cortante de un acantilado: mas alla continuaban las tinieblas, y las estrellas colgaban pequenas e inmoviles en el abismo negro del cielo.
La tenacidad puede sobrevivir a la esperanza. Arren avanzo arrastrandose, en cuanto pudo hacerlo. Se asomo por encima del filo de oscuridad. Y alla abajo, solo un corto trecho mas abajo, vio la playa de arena de marfil; las olas blancas y ambarinas se encrespaban y rompian en espuma contra ella, y mas alla del mar el sol se ponia en una bruma de oro.
Arren volvio a la oscuridad. Volvio atras. Alzo a Ged lo mejor que pudo, y con el en brazos avanzo penosamente hasta que le flaquearon las fuerzas y no pudo dar un paso mas. Alli todo ceso: el dolor y la sed, y la oscuridad, y la luz del sol, y el ruido de las rompientes marinas.
13. La Piedra del Dolor
Cuando Arren desperto, una niebla gris ocultaba el mar y las dunas y las colinas de Selidor. Las rompientes emergian de la niebla murmurando en un trueno contenido y se retiraban siempre murmurando. Habia marea alta, y la playa era mucho mas angosta que cuando llegaran alli por primera vez: las ultimas espumas de las olas lamian la mano izquierda extendida de Ged, que yacia de cara sobre la arena.
Tenia las ropas y los cabellos empapados, y las ropas heladas se le pegaban al cuerpo, como si una ola al menos hubiese caido sobre el. Del cuerpo sin vida de Arana no habia rastros. Tal vez el oleaje lo habia arrastrado al mar. Pero detras de Arren, cuando volvio la cabeza, el cuerpo de Orm Embar, enorme y borroso en la niebla, se alzaba como una torre en ruinas.
Arren se levanto, tiritando; a duras penas podia mantenerse en pie, a causa del frio, del entumecimiento, y de esa debilidad y ese mareo que se sienten cuando uno ha estado acostado largo tiempo. Se tambaleaba como un borracho. En cuanto pudo mover las piernas, se acerco a Ged, y consiguio arrastrarlo un poco mas arriba, fuera del alcance de las olas, pero eso fue todo cuanto pudo hacer. Muy frio, muy pesado le parecio el cuerpo de Ged; habia cruzado con el en brazos la frontera de la muerte hacia la vida, aunque tal vez en vano. Puso el oido contra el pecho de Ged, pero no pudo dominar el temblor de sus propios miembros y el castaneteo de sus dientes. Se levanto otra vez, y trato de patear con fuerza para darse un poco de calor; y finalmente, temblando y arrastrandose como un viejo, partio en busca de las alforjas. Las habian dejado a la orilla de un arroyuelo que