bajaba desde la cresta de las colinas, mucho tiempo atras, cuando descendieron hasta la casa de huesos. Era el arroyo lo que estaba buscando, porque no pensaba en otra cosa que en agua, en agua dulce.

Antes de lo que esperaba llego al arroyo, alli donde descendia hacia la playa serpeando laberintico y se ramificaba como un arbol de plata para volcarse en la orilla del mar. Alli se dejo caer de bruces y bebio, con la cara y las manos sumergidas en el agua, sorbiendo el agua con la boca y con la mente.

Se irguio al fin, y en ese momento vio del otro lado del arroyo, enorme, un dragon.

La cabeza —color de hierro, moteada como por una herrumbre rojiza alrededor de los ollares, las orbitas y la quijada— colgaba frente a el, casi sobre el. Las zarpas se hundian profundamente en la blanda arena humeda de la orilla del arroyo. Las alas, replegadas y visibles en parte, eran como velas, pero el largo cuerpo oscuro se perdia en la bruma.

No se movia. Podia haber estado agazapado alli hacia horas, anos, o siglos. Estaba tallado en hierro, modelado en piedra… pero los ojos, esos ojos que Arren no se atrevia a mirar, los ojos como de aceite girando sobre agua, como un humo amarillo detras de un vidrio, esos ojos opacos, profundos y amarillos observaban a Arren.

No habia nada que pudiera hacer; de modo que se levanto. Si el dragon queria matarlo, lo mataria; y si no, iria y trataria de socorrer a Ged, si aun era posible socorrerlo. Se levanto y echo a andar cuesta arriba por la orilla del riacho, en busca de las alforjas.

El dragon no hizo nada. Acurrucado e inmovil, observaba a Arren. Arren encontro las alforjas, lleno los dos odres en el arroyo, y a traves de la arena volvio al sitio en que dejara a Ged. Apenas se hubo alejado unos pocos pasos del arroyo, el dragon desaparecio en la espesura de la niebla.

Le dio agua a Ged, pero no consiguio reanimarlo. Yacia inerte y frio, la cabeza pesada en el brazo de Arren. El rostro cetrino tenia un color grisaceo, y la nariz, los pomulos y la antigua cicatriz parecian sobresalir en la cara, inflamados. Hasta el cuerpo estaba quemado, y enflaquecido, como consumido en parte.

Arren permanecio sentado sobre la arena humeda, la cabeza de su companero sobre las rodillas. La niebla era una esfera vaga y flotante alrededor de ellos, mas ligera sobre sus cabezas. En medio de esa niebla, en alguna parte, estaba el dragon muerto, Orm Embar, y el dragon vivo esperando a la orilla del arroyo. Y en algun lugar, en la orilla opuesta de Selidor, estaba la barca Miralejos, vacia de provisiones, en otra playa. Y mas alla el mar, hacia el este. Trescientas millas quiza hasta cualquier otra isla del Confin del Poniente; mil hasta el Mar Interior. Una larga travesia. «Tan lejos como Selidor», solian decir en Enlad. Las viejas historias que se contaban a los ninos, los mitos, comenzaban asi: «Habia una vez, en tiempos tan remotos como la eternidad, y en tierras tan lejanas como Selidor, un principe…».

El era el principe; pero en los viejos cuentos, eso era el comienzo; y esto parecia ser el fin.

Sin embargo, no estaba abatido. Aunque muy cansado, y afligido por su companero, no sentia la mas minima amargura, ningun pesar. Solo que ya no habia nada mas que hacer. Estaba todo hecho.

Tan pronto como recobrara las fuerzas, penso, probaria suerte en la pesca de aguas bajas con la linea que llevaba en la alforja; porque una vez saciada la sed, habia empezado a sentir la mordedura del hambre, y los viveres, excepto un paquete de pan duro, se habian agotado. Y ese pan el no lo tocaria, porque si lo remojaba y lo ablandaba en agua, podria tal vez conseguir que Ged comiese un poco.

Y eso era todo cuanto le quedaba por hacer. Mas alla, no veia nada: lo cercaba la bruma.

Busco a tientas en sus bolsillos, alli, acurrucado junto a Ged en la niebla, para ver si tenia algo que pudiera serle util. En el bolsillo de la tunica encontro un objeto duro, de bordes afilados. Lo saco y lo miro, perplejo. Era una piedra pequena, negra, porosa y dura. Estuvo a punto de tirarla. Luego sintio en la mano las aristas filosas, asperas y quemantes, sintio el peso, y supo que era: un trocito de roca de las Montanas del Dolor. Se lo habia metido en el bolsillo mientras trepaba o cuando se arrastraba con Ged a cuestas hacia el borde del desfiladero. La sostuvo en la mano, esa cosa inmutable, la Piedra del Dolor. Cerro la mano, y la apreto. Y sonrio entonces, una sonrisa que era a la vez sombria y jubilosa, conociendo, por primera vez en su vida, alla en el confin del mundo, a solas, y sin nadie que lo alabara, el sabor de la victoria.

Las nieblas se disipaban y dispersaban. A lo lejos, a traves de ellas, vio brillar el sol sobre la Mar Abierta. Las dunas y las colinas aparecian y desaparecian, incoloras y agrandadas por los velos de niebla. La luz del sol brillo de pronto sobre el cuerpo de Orm Embar, magnifico en la muerte.

El dragon de hierro negro continuaba agazapado, inmovil en la otra orilla del arroyo.

Pasado el mediodia, el sol brillo mas luminoso y calido, ahuyentando los ultimos celajes de bruma. Arren se quito las ropas mojadas, las puso a secar, y camino desnudo, llevando solo el cinto y la espada. Puso a secar tambien las ropas de Ged, pero aunque un bano agradable y reparador de calor y de luz caia sobre el, Ged no reaccionaba.

Se oyo un ruido, como de metal frotado contra metal, el chasquido de espadas que se cruzan. El dragon color de hierro se habia levantado sobre las patas combadas. Se puso en marcha y cruzo el arroyo, arrastrando el largo cuerpo por la arena con un suave siseo.

Arren vio las arrugas de las articulaciones de la escapula, la malla de los flancos desgarrados y escarados como la armadura de Erreth-Akbe, y los largos dientes romos y amarillentos. En todo esto, y en los movimientos seguros, mesurados, y en la calma profunda y aterradora que envolvia a la criatura, Arren adivino los signos de la edad: una edad inmemorial, incalculable. Asi pues, cuando el dragon se detuvo a pocos pasos de donde yacia Ged, Arren, de pie entre los dos, dijo en hardico, porque no conocia el Habla Arcana: —?Eres tu, Kalessin?

El dragon no respondio, pero parecio sonreir. Luego, bajando la enorme cabeza y estirando el cuello, miro a Ged, y dijo su nombre.

La voz del dragon era enorme, y suave, y olia como una fragua.

Hablo otra vez, y una vez mas; y a la tercera, Ged abrio los ojos. Al cabo de un momento intento incorporarse. Arren se arrodillo y lo sostuvo. Entonces Ged hablo. —Kalessin —dijo—, ?senvannisai'n ar Roke! —Y quedo sin fuerzas; apoyo la cabeza en el hombro de Arren y cerro los ojos.

El dragon no contesto. Volvio a agacharse, inmovil como antes. La niebla reaparecio, velando el sol que descendia hacia el mar.

Arren se vistio y envolvio a Ged en el capote. Tenia la intencion de llevar a su companero un poco mas arriba, hasta el suelo mas alto y seco de las dunas, pues la marea, que se habia retirado a lo lejos, refluia otra vez, y el empezaba a recobrar las fuerzas.

Pero cuando se inclinaba para levantar a Ged, el dragon extendio una enorme pata acorazada hasta casi tocarlo. Las zarpas de esa pata eran cuatro, con un espolon trasero, como la pata de un gallo, pero estos espolones eran de acero, largos como guadanas.

—?Sobriost!—dijo el dragon, como un viento de enero a traves de canaverales.

—Deja en paz a mi senor. Salvandonos a todos, ha consumido sus energias, y quiza su vida misma. ?Dejalo en paz!

Asi hablo Arren, vehemente e imperioso. Estaba harto de temores y terrores. Los habia sufrido en demasia y no los soportaria nunca mas. El dragon lo enfurecia, su enormidad lo exasperaba, su fuerza bestial, esa ventaja injusta. El habia conocido la muerte, el sabor de la muerte: ya ninguna amenaza tenia poder sobre el.

El viejo dragon Kalessin lo espio con un ojo rasgado, terrible, dorado. Habia siglos, eones, en ese ojo de mirada insondable que albergaba la aurora del mundo. Y aunque Arren no lo miraba, sabia que la criatura lo contemplaba con una profunda y mansa hilaridad.

Arw sobriost —dijo el dragon, y los herrumbrados ollares se le dilataron, y el fuego contenido y sofocado chisporroteo.

Arren, que sostenia a Ged por las axilas, y que se disponia a levantarlo cuando el movimiento del dragon lo detuvo, sintio que la cabeza de Ged giraba lentamente, y oyo su voz: —Eso significa: montad aqui.

Por un instante Arren no se movio. Todo aquello era descabellado. Pero ahi estaba la enorme pata con sus zarpas, posada delante de el como un escalon; y mas arriba, la curvatura del codo; y mas arriba aun la protuberancia de la escapula y la musculatura del ala, alli donde emergia de la clavicula: cuatro peldanos; una escalera. Y alli, entre el nacimiento de las alas y la primera pua de hierro del acorazado espinazo, en el hueco de la nuca, habia sitio suficiente para que un hombre se sentase a horcajadas, o dos hombres. Si estaban locos, y desesperados, y dejaban de pensar.

—?Montad! —dijo Kalessin en la Lengua de la Creacion.

Y Arren se irguio y ayudo a su companero a mantenerse en pie. Ged levanto la cabeza, y guiado por los

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