Anna Maria atraveso la habitacion y abrio la ventana y las persianas. Al otro lado del campo se levantaba la iglesia de San Giacomo dell'Orio: si su abside redondeado hubiera sido la proa de un barco navegando, habria apuntado a sus ventanas y no habria tardado en echarsele encima.
Recorrio el piso, abrio todas las ventanas y empujo hacia fuera y aseguro las persianas. Se llevo la maleta al cuarto de invitados y la coloco encima de la cama, luego siguio recorriendo el piso, y cerro las ventanas para resguardarse del frio nocturno de octubre.
En la mesa del comedor, Anna Maria encontro un papel con una de las notas curiosamente redactadas por Luba y, al lado, el inconfundible aviso de color beige para recoger una carta certificada. «Para usted», decia la nota. Estudio el aviso: lo habian dejado seis dias antes. No tenia ni idea de quien podia haberle enviado una carta certificada: la direccion en la que constaba el mittente era ilegible. Su primer pensamiento fue un vago temor de que alguna institucion oficial hubiera descubierto una irregularidad y le informara de que era objeto de investigacion por haber hecho o dejado de hacer una cosa u otra.
El segundo aviso llego dos dias despues de aquel. Su ausencia significaba que la signora Altavilla, que con los anos se habia convertido en la encargada de su correo y de las entregas de paquetes, habia firmado la recogida de la carta y se la habia llevado arriba. La curiosidad la vencio. Dejo el aviso en la mesa y se fue a su estudio. De memoria, marco el numero de la signora Altavilla. Mejor molestarla de aquella manera que mantener hasta la manana la inquietud por la carta que, se dijo a si misma, acabaria resultando algo irrelevante.
El telefono sono cuatro veces sin que nadie lo cogiera. Se aparto y abrio la ventana, se asomo y oyo el timbre abajo. ?Donde podria estar a aquellas horas? ?Una pelicula? Ocasionalmente salia con amistades o iba a cuidar a sus nietos, aunque a veces el mayor pasaba la noche con ella.
Anna Maria colgo el telefono y regreso a la sala de estar. A lo largo de los anos, y aunque separadas en edad por casi dos generaciones, ella y la mujer del piso de abajo habian llegado a ser buenas vecinas. Quiza no buenas amigas; nunca habian comido juntas, pero de vez en cuando se encontraban en la calle y tomaban un cafe, y habian mantenido muchas conversaciones en la escalera. Anna Maria era requerida ocasionalmente para trabajar como traductora simultanea en conferencias, y por ello se ausentaba unos dias o incluso semanas. Como la signora Altavilla se iba a la montana con su hijo y la familia de este cada mes de julio, Anna Maria tenia sus llaves para entrar y regar las plantas y, como le dijo cuando se las dio, «por si acaso». Estaba claro que Anna Maria podia -es mas, debia- entrar para dejar su correo siempre que volvia de un viaje y la signora Altavilla no estaba en casa.
Cogio las llaves, que guardaba en el segundo cajon de la cocina, y manteniendo su propia puerta abierta y sujeta con su bolso, encendio la luz y bajo las escaleras.
Aunque estaba segura de que no habia nadie en la casa, Anna Maria toco el timbre. ?Por una especie de tabu? ?Por respeto a la intimidad? Al no haber respuesta, introdujo la llave en la cerradura pero, como a menudo sucedia con aquella puerta, no giraba con facilidad. Probo de nuevo, atrayendo la puerta hacia si a la vez que hacia girar la llave. La presion de su mano desplazo la manilla hacia abajo, y cuando imprimio el brusco movimiento de tirar y empujar, la recalcitrante puerta resulto que no estaba cerrada con llave, y por tanto se abrio sin resistencia, impulsandola a ella a dar un paso adelante y a entrar en el piso.
Su primer pensamiento fue tratar de recordar la edad de Costanza: ?por que habia olvidado cerrar con llave? ?Por que nunca habia cambiado aquella puerta e instalado una porta blindata, que se bloqueara automaticamente al cerrarla? «Costanza?», la llamo. «Ci sei?» Permanecio quieta y escucho, pero no hubo respuesta. Sin pensarlo, Anna Maria se acerco a la mesa situada frente a la puerta principal, atraida por el montoncito de cartas, no mas de cuatro o cinco, y el Espresso de la semana. Al leer el titulo de la revista, le llamo la atencion que la luz del vestibulo estuviera encendida y que viniera mas luz del pasillo, la cual salia de la sala de estar, cuya puerta estaba medio abierta. Y tambien que el dormitorio mas cerca de donde estaba ella tuviera la puerta abierta.
La signora Altavilla habia crecido en la Italia de la posguerra, y si bien el matrimonio le habia proporcionado felicidad y buena posicion, nunca se habia desprendido de los habitos de frugalidad. Anna Maria, que habia crecido en una familia pudiente y en la prospera Italia en auge, nunca aprendio tales habitos. Por eso a la mas joven de aquellas dos mujeres siempre le parecieron pintorescas las costumbres de la mayor de apagar la luz cuando salia de una habitacion, de llevar dos sueteres en invierno y de expresar autentica satisfaccion cuando encontraba una ganga en los supermercados Billa.
«Costanza?», pregunto de nuevo, mas para poner fin a sus propios pensamientos que porque creyera que iba a recibir una respuesta. En un intento inconsciente de liberar sus manos, dejo las llaves encima de las cartas y permanecio en silencio, atraida su mirada por la luz procedente de la puerta abierta al final del pasillo.
Inspiro y dio un paso, y luego otro y otro. Se detuvo en la puerta y sintio que no podia seguir adelante. Se dijo que no debia comportarse como una estupida, y se obligo a inclinarse hacia delante y echar un vistazo por la puerta semiabierta. «Costan…», empezo a decir, pero se tapo la boca con una mano al ver otra mano en el suelo. Y luego el brazo, y el hombro y despues la cabeza o, al menos, su parte posterior. Y el pelo corto y gris. Anna Maria llevaba anos queriendo preguntar a la anciana si su negativa a tenirse el cabello del rojo obligatorio en las mujeres de su edad era otra manifestacion de su asumida frugalidad o, simplemente, la aceptacion de que su cabello blanco le suavizaba las arrugas de la cara, anadiendole dignidad.
Miro a la mujer inmovil: la mano, el brazo, la cabeza. Y comprendio que nunca llegaria a preguntarselo.
Guido Brunetti, commissario di polizia de la ciudad de Venecia, cenaba frente a su inmediato superior, el vicequestore Giuseppe Patta, y rezaba para que llegara el fin del mundo. Se hubiera conformado con ser abducido por los extraterrestres o quiza con la irrupcion violenta de unos terroristas barbudos abriendose paso a tiros en el restaurante y con sed de sangre en la mirada. El caos resultante habria permitido a Brunetti, que como de costumbre no llevaba su arma, apoderarse de una de un terrorista al pasar, y utilizarla para disparar contra el vicequestore y su ayudante, el teniente Scarpa, y matarlos. Sentado a la izquierda del vicequestore, Scarpa estaba emitiendo en aquel preciso momento su mesurado -y negativo- juicio sobre la grappa que se les habia ofrecido al final de la comida.
– Ustedes, la gente del Norte -dijo el teniente, con un gesto de condescendencia en direccion a Brunetti-, no comprenden lo que es elaborar vino; asi pues, ?como podrian saber lo que es hacer cualquier otra cosa?
Bebio el resto de su grappa, hizo un leve mohin de desagrado -el gesto estaba tan cuidadosamente elaborado como para permitir a Brunetti distinguir con facilidad entre el desagrado y la repugnancia- y dejo el vaso en la mesa. Dirigio una mirada a Brunetti que era una abierta interrogacion, como si lo invitara a hacer una contribucion a la franqueza enologica, pero Brunetti se nego al juego y se contento con terminar su propia grappa. Sin embargo, gran parte de aquella cena con Patta y Scarpa podia haber empujado a Brunetti a echar de menos una segunda grappa -o tercera-, pero dado que esta opcion hubiera prolongado la sobremesa, opto por resistir el ofrecimiento del camarero, del mismo modo que el buen sentido lo indujo a resistirse al cebo que le ofrecia Scarpa.
El rechazo de Brunetti a comprometerse espoleo al teniente, o quiza fue la grappa -?la segunda!-, porque empezo:
– No comprendo por que los vinos del Friul son…
Pero la atencion de Brunetti fue distraida de cualquier deficiencia que el teniente estuviera a punto de revelar, por el sonido de su telefonino. Siempre que se veia obligado a participar en una reunion social que no podia evitar -como en el caso de la invitacion de Patta a cenar para tratar de los candidatos al ascenso-, Brunetti tenia buen cuidado de llevarse el telefonino, y a menudo era salvado por una generosa Paola, que lo llamaba por una razon urgente inventada para que pudiera marcharse inmediatamente.
– Si -respondio, decepcionado al comprobar que se trataba del numero central de la questura.