– ?Por que? -pregunto Brunetti, aunque lo sabia.

– Para pagar las facturas. -El anciano miro la habitacion a su alrededor, y paso la palma de la mano por el terciopelo del sofa-. Usted ya sabe como son las residencias publicas; usted las ha visto. No puedo permitir que ella vaya alli. -Ante ese pensamiento, volvieron las lagrimas, pero esta vez Morandi no fue consciente de ellas-. Alli no enviaria ni a un perro -insistio.

Brunetti, que no habia ingresado a su madre en un centro publico, callo.

– Tengo que pagarles. No puedo trasladarla ahora, y menos a uno de esos sitios despues de haber estado aqui. -Ahogo un sollozo, lo que lo sorprendio a el tanto como a Brunetti. Morandi pugno por ponerse en pie y camino hacia la puerta-. No puedo seguir aqui dentro -dijo, y se dirigio al ascensor.

28

Brunetti no tuvo otra opcion que seguirlo, aunque esta vez bajo por las escaleras y llego antes que el ascensor. La expresion de Morandi se suavizo cuando lo vio alli y salieron juntos, caminando bajo el sol del atardecer. El anciano regreso al mismo banco, y al cabo de unos minutos los pajaros cambiaron las direcciones de sus vuelos y se posaron no lejos de sus pies. Se le aproximaron, pero el no tenia nada que darles y ni siquiera parecio percatarse de su presencia.

Brunetti se sento en el banco, dejando un espacio entre Morandi y el.

El anciano se echo una mano al bolsillo y saco papel de fumar y tabaco. Descuidadamente, dejando caer hebras de tabaco en los pantalones y en los zapatos, consiguio liar un cigarrillo y encenderlo. Dio tres profundas caladas y se recosto, ignorando los pajaros que, a su vez, ignoraron el tabaco caido a su alrededor. Levantaron la vista hacia el, pero su indignado piar no impresiono a Morandi. Dio una calada tras otra, hasta que su cabeza quedo envuelta en una nube y lo acometio otro acceso de tos. Cuando el ataque ceso, arrojo con desagrado el cigarrillo y se volvio hacia Brunetti.-Maria no me deja fumar en casa -dijo, en un tono casi de orgullo.

– ?Por su salud?

El anciano se volvio hacia el, con el rostro desprovisto de emocion ante esa idea.

– Oh, ojala -murmuro, y se apresuro a apartar la vista.

Morandi miro alrededor, abarcando la totalidad del campo, como si buscara a alguien que se preocupara de si fumaba o no. Se volvio para prestar atencion a Brunetti, y dijo:

– Tiene que devolverme la llave, signore.

Se esforzo en emplear un tono razonable, pero solo consiguio reflejar su desesperacion. Su expresion era seria; trato de componer una sonrisa amistosa, pero luego dejo que se borrara.

– ?Cuantos quedan?

Morandi entrecerro los ojos e inicio una pregunta:

– ?Que es lo que usted…?

Pero desistio de su intento y se detuvo. Se cogio las manos, las puso entre los muslos y se inclino hacia delante. Entonces se dio cuenta de la presencia de los pajaros, los cuales, sin demostrar temor, acercandose mas a saltitos, empezaron a piar ante aquel rostro que les resultaba familiar. El rebusco en la chaqueta y saco unos pellizcos de granos, que dejo caer entre sus pies. Los pajaros los picotearon avidamente.

Con la cabeza todavia inclinada y la atencion puesta, al parecer, en los pajaros, dijo:

– Siete.

– ?Sabe lo que son?

– No -reconocio el anciano, rechazando la idea-. He ido a galerias y a museos para tratar de ver otros. Ahora entro gratis, por mi edad. Pero no puedo recordar lo que veo, y los nombres no me dicen nada. -Desdoblo las manos y las separo, como para indicar su ignorancia y confusion-. Asi que no tengo mas remedio que confiar en el hombre que me dice lo que son.

– Y cuanto valen.

Morandi asintio.

– Si. El estuvo de paciente cuando Maria aun trabajaba en el hospital. Me hablo de el. Lo recorde cuando… cuando tuve que venderlos.

– ?Se fia de el?

Morandi se lo quedo mirando, y Brunetti percibio un destello de inteligencia cuando el anciano dijo:

– ?Acaso tengo eleccion?

– Supongo que podria acudir a otro -sugirio Brunetti.

– Son una mafia -replico Morandi con absoluta seguridad-. Vayas a uno o a otro, da lo mismo. Todos te enganan.

– Pero quiza alguien lo enganaria menos.

Morandi rechazo esta posibilidad con un encogimiento de hombros.

– A estas alturas todos saben quien soy y a quien pertenezco.

Hablaba como si estuviera seguro de que aquello era cierto.

– ?Y que pasara cuando se acaben? -pregunto Brunetti.

Morandi bajo la cabeza para contemplar los pajaros, que seguian reuniendose alrededor de sus pies, mirando arriba, en demanda de alimento.

– Entonces se habran acabado. -Su voz sono resignada. Brunetti aguardo y, finalmente, el anciano dijo-: Podrian bastar para cubrir dos anos.

– ?Y luego? -pregunto Brunetti, con la tenacidad de un perro de presa.

El anciano alzo los hombros, al tiempo que emitia un ruidoso suspiro.

– ?Quien sabe lo que pasara dentro de dos anos?

– ?Que le ha dicho el medico? -se intereso Brunetti, senalando con un movimiento de cabeza la casa di cura.

– ?Por que lo pregunta? -replico Morandi, volviendo a su anterior aspereza.

– Porque parecia usted muy preocupado. Antes, cuando hablo de eso.

– ?Y eso basta para que usted quiera enterarse? -pregunto Morandi, como si fuera un antropologo que se enfrenta a una forma de conducta enteramente nueva.

– Parece una mujer que ha tenido muchos contratiempos en su vida -se arriesgo a decir Brunetti-. Espero que no tenga mas.

Los ojos de Morandi se dirigieron a las ventanas del segundo piso de la casa di cura, ventanas que Brunetti penso podian ser las del comedor donde vio por primera vez a la signora Sartori.

– Hay mas y mas contratiempos, y luego se acaban y ya no hay nada mas. -Se volvio hacia Brunetti-. ?No es asi?

– No lo se -fue lo mejor que se le ocurrio a Brunetti, aunque se tomo algun tiempo para hablar-. Espero que ella tenga cierta paz.

Morandi sonrio ante esa ultima palabra, pero no era algo agradable de ver.

– No la hemos conocido desde que nos mudamos.

– ?A San Marco?

Asintio, y uno de los mechones se desprendio y se desplazo hasta apoyarse en su vecino.

– Antes las cosas iban muy bien. Trabajabamos, conversabamos y creo que ella era feliz.

– Y usted ?no lo era?

– Oh -exclamo, y esta vez la sonrisa fue real-. Nunca habia sido tan feliz en mi vida.

– ?Y entonces?

– Entonces Cuccetti me ofrecio la casa. Nosotros viviamos en alquiler, en Castello. Cuarenta y un metros cuadrados, planta baja. Alli estabamos como una lata de sardinas -explico, con la mente retrocediendo sin duda a aquel reducido espacio. Luego, con otra sonrisa, anadio-: Pero eramos unas sardinas felices.

Volvio a inspirar profundamente, tomando aire a traves de las ventanas de la nariz y enderezandose de nuevo.

– Entonces hablo de la casa que podriamos tener. Mas de cien metros. Piso alto, dos banos. Sonaba tan

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