signor Puntera infructuosamente. En las declaraciones de la renta del signor Puntera se indicaba que el alquiler que percibia por ambos apartamentos, y por el que ocupaban los Fontana, era de cuatrocientos cincuenta euros, el veinte por ciento de lo que normalmente habria podido cobrar.

El sacerdote dio la vuelta al feretro, rociandolo con el aspergillum que introducia en agua bendita. Brunetti pensaba que los ritos de la Roma precristiana -sacerdotes que murmuraban encantamientos para ahuyentar a los malos espiritus y adivinos que pretendian leer el futuro en las entranas de animales sacrificados- conjugaban bien con los de la Italia actual: tisanas magicas que combatian a los malos espiritus y cartas que revelaban el futuro. Los siglos pasan y nosotros no aprendemos.

Tambien Puntera se habia adaptado al nuevo orden de cosas: nada de lo que hacia se salia de la tonica actual, y era poco probable que pudiera demostrarse que la jueza Coltellini habia maniobrado a su favor. Brunetti tuvo que reconocer, con amargo cinismo, que las revelaciones que Fontana pudiera haberse decidido a hacer no suponian peligro alguno para ninguno de los dos. Quiza existia el riesgo de que Puntera y Coltellini fueran puestos en entredicho, pero si el ser puesto en entredicho fuera un obstaculo para el progreso de una persona, no habria Gobierno ni habria Iglesia.

El organo volvio a retumbar al termino de la misa, poniendo fin a las reflexiones de Brunetti. Los dos policias se levantaron y se volvieron de cara al pasillo.

Los cuatro hombres, lentamente, empujaron el carrito con el feretro hacia la puerta de la iglesia; seguia, en primer lugar, la signora Fontana, con un velo en la cabeza, que se fundia con su negro vestido de manga larga. A su lado, sosteniendola del brazo, iba un hombre al que Brunetti no conocia. Dos pasos mas atras vio al sobrino, que al pasar saludo al comisario con un movimiento de la cabeza. Brunetti reconocio a varias personas que trabajaban en el Tribunale, y se sorprendio al ver entre ellas a la jueza Coltellini. Los que salian miraban al frente o mantenian la mirada en el suelo.

Detras de ellos salieron un hombre y una mujer mas bien jovenes, cogidos del brazo, seguidos de la signora Zinka, gruesa y acalorada, con un vestido negro muy largo y muy prieto. Tenia la cara humeda y abotargada, y no del calor, penso Brunetti. A su derecha, a cierta distancia, iba Penzo, que parecia estar ausente o desear estarlo.

Al ver a la siguiente pareja, Brunetti comprendio que se habia equivocado al pensar que el calor habia mantenido alejados a los habituales de los entierros. El maresciallo Derutti y su esposa eran bien conocidos en la ciudad y no faltaban en ningun funeral, el, con el uniforme de gala de los carabinieri, a pesar de que hacia dos decadas que estaba retirado. Cuando hubo pasado el maresciallo, Brunetti decidio que el funeral habia terminado y salio al pasillo, seguido de Vianello.

La lentitud de movimiento que imponia la solemnidad del momento, hizo que tardaran en llegar a la puerta. Desde el interior de la iglesia, Brunetti vio como empujaban la carretilla, sin acompanamiento de toque de campanas, hacia un barco amarrado a la riba. El y Vianello salieron. El reflejo de la luz en el marmol del pavimento hirio los ojos de Brunetti, cegandolo un momento. El se volvio hacia la iglesia y, protegido por su propia sombra, se palpo los bolsillos, buscando las gafas de sol. Las sintio en el de la derecha y tiro de ellas, pero se habian enganchado en el panuelo. Abrio los ojos una rendija para averiguar cual era el obstaculo y, antes de bajar la mirada, vio salir de la iglesia, a la luz deslumbrante del exterior, a la signora Fulgoni, que daba el brazo a otra mujer mas alta y bastante mas esbelta que ella. Las dos llevaban conjunto de chaqueta y pantalon con mucha hombrera y las dos se pararon para ponerse las gafas.

Con otro tiron, Brunetti consiguio sacar las gafas del bolsillo. Se las puso y volvio a mirar a la signora Fulgoni. Entonces vio que la persona que la llevaba del brazo no era una mujer sino un hombre, un hombre que llevaba las mismas gafas que la supuesta mujer, un hombre tan alto y delgado como la mujer, un hombre de aspecto femenino y pelo corto, pero muy bien cortado. Juntos bajaron la escalera y siguieron a los demas hasta la orilla.

– «Y la venda se le cayo de los ojos» -susurro Brunetti, preguntandose, mientras lo decia, por que siempre tenia que ser tan pedante.

– ?Que? -pregunto Vianello volviendose hacia el.

– Parta, bromeando, dijo que el asesino siempre va al entierro -respondio Brunetti.

Vianello, desconcertado, con los ojos bien protegidos por las gafas, miro a la explanada de delante de la iglesia y a las personas agrupadas frente al barco que llevaria el feretro de Fontana a San Michele. Vio lo que veia Brunetti: a la madre del difunto que subia al barco que se llevaba de su lado a su hijo; vio la estrecha figura de Penzo al lado de la forma cilindrica y achaparrada de Zinka; vio al maresciallo, con el brazo alzado en un saludo sostenido; y a su izquierda, de pie, vio a dos personas altas.

Observando el desconcierto del inspector, Brunetti dijo tan solo:

– Espera a que se den la vuelta.

Brunetti y Vianello acechaban. De pronto, los dos habian dejado de sentir el sol y el calor. El acompanante de la signora Fontana, despues de ayudarla a subir al barco, embarco a su vez y la siguio al interior de la cabina. Desde la orilla soltaron la amarra y el barco empezo a alejarse lentamente de la riva. Los que estaban en el embarcadero se quedaron quietos mientras el sonido del motor disminuia hasta apagarse, dejando silencio tras de si. Entonces, como a una voz de mando, todos se dispersaron, unos hacia la derecha de la iglesia y otros hacia la izquierda, alejandose del lugar de duelo.

Penzo, segun observo Brunetti, se encamino en direccion opuesta a la de la senora Zinka, que seguia a la pareja joven hacia la Misericordia.

La signora Fulgoni parecia observar a la otra pareja, porque se quedo quieta, dando el brazo a la persona que estaba a su lado, hasta que los otros cruzaron el puente y desaparecieron por la calle del otro lado. Entonces levanto la cabeza y dijo algo a su acompanante. Ambos dieron media vuelta y empezaron a caminar en la misma direccion. El acompanante de la signora Fulgoni quedaba del lado de los policias, que lo veian de perfil.

Era un hombre, lo cual no tenia nada de particular. Ella dijo algo y el se paro y la miro. Intercambiaron unas palabras, al parecer poco agradables, y entonces el solto el brazo de la mujer y agito una mano, como para ahuyentarla. ?Fue el movimiento de su muneca, que acabo en un angulo acusado, con los dedos apuntando hacia abajo, lo que abrio los ojos a Vianello? ?Fue el brusco giro de la mano en un gesto inconsciente de arrebatada parodia de colera?

– «Mi marido es director de banco» -dijo Vianello.

El sol caia a plomo sobre ellos, clavandolos al suelo, y ahora volvian a sentir su peso. Brunetti miro el reloj en el momento en que las campanadas de alguna otra iglesia resonaban sobre ellos y sobre toda la ciudad. Sorprendido, Brunetti levanto la mirada hacia el campanario de la Madonna dell'Orto y vio que las campanas colgaban inmoviles, sin vida.

– Las campanas no doblan -dijo con asombro.

29

Tal como Brunetti preveia, y temia, Patta se mostro contrario a autorizar que se interrogara al signor y la signora Fulgoni -por separado- acerca de sus movimientos de la noche del asesinato de Fontana. Tambien senalo que no se podia obligar a una persona a dar una muestra de ADN para «fines de eliminacion de hipotesis», ni para ningun otro proposito.

Brunetti aun hacia una mueca de dolor al recordar la respuesta de Patta a su explicacion de por que queria interrogar a los Fulgoni.

«?Pretende usted que yo ponga en peligro mi posicion porque 'piensa' que el puede ser gay? -A pesar de que el vicequestore no era amigo de los homosexuales, la fuerza de su colera lo habia levantado del sillon y proyectado hacia adelante hasta la mitad de la mesa-. Ese hombre es director de banco. ?Tiene usted idea de los problemas que eso podria acarrear?»

Estos eran los resortes que movian a Patta. No menos caprichosos que los que movian las campanas de la

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