Madonna dell'Orto, que habian dejado de funcionar hacia dos semanas. Brunetti hablo con el parroco y este le explico que, durante las vacaciones, era imposible encontrar quien las reparara, de manera que las campanas ya no sonaban al paso de las horas ni al paso de las vidas.

A Brunetti ya no solo le movia la curiosidad de por que uno de los Fulgoni habia mentido al decir que habia oido dar las doce en aquel reloj, ahora empezaba a intrigarle la personalidad del otro. Los bancos tienen que ser como cualquier empresa, se decia. Solo se distinguen en que su producto es dinero, no lapices ni herramientas de jardineria. Esta similitud hacia suponer que los empleados tambien cotilleaban y que la reputacion de los jefes estaba coloreada -si no totalmente fabricada- por su cotilleo. Toda la questura sabia que la signorina Elettra -por razones que ella no habia explicado del todo y que nadie habia podido dilucidar- habia dejado su empleo en la Banca d'Italia para trabajar en la questura, circunstancia que indujo a Brunetti a pedirle que indagara entre sus antiguas amistades del ramo que rumores circulaban acerca del director Lucio Fulgoni.

La misma tarde del dia en que Brunetti le hizo el encargo, la signorina Elettra subio al despacho del comisario. El le indico una silla.

– ?Es que ya tiene algo, signorina? -pregunto.

– Me temo que no mucho y nada concreto -dijo ella sentandose frente a la mesa.

– ?Que es?

– Habladurias. -El no pregunto que clase de habladurias. Aunque se tratara de un director de banco, los cotilleos tenian que referirse a su vida sexual. Ella prosiguio-: Los rumores, segun me han dicho dos personas, atanen a sus preferencias en materia de sexo. -Sin darle tiempo a comentar, anadio-: Esas dos personas afirman que han oido decir que es gay, pero que nadie puede asegurarlo. -Se encogio de hombros, como para indicar que era una situacion corriente.

– Entonces, ?por que habla la gente? -pregunto Brunetti.

– La gente siempre habla -respondio ella inmediatamente-. Un hombre no tiene mas que comportarse de cierta manera o hacer cierto comentario para que la gente empiece a hablar. Y, cuando empieza, ya no para. -Lo miro y se encogio de hombros ligeramente-. Se aduce como prueba la falta de hijos.

Brunetti cerro los ojos un momento y pregunto:

– ?Se ha insinuado a alguien del banco?

– No. Nunca. Por lo menos, que sepan mis amigos. -Penso un momento y anadio-: Si hubiera ocurrido algo, se sabria. No sabe usted bien lo chismosos que son los empleados bancarios.

Brunetti junto las yemas de los dedos y se oprimio los labios con ellas.

– ?Y la esposa? -pregunto.

– Rica, ambiciosa y antipatica.

Brunetti decidio reservarse la observacion de que lo mismo podia decirse de las esposas de muchos de los hombres a los que el trataba.

– Si escuchas a la gente, tienes la impresion de que el tercer calificativo prevaleceria sobre los otros dos.

– ?Usted la conoce? -pregunto Brunetti.

Ella movio la cabeza negativamente.

– Pero usted si.

– En efecto, y comprendo que no despierte simpatias.

La signorina Elettra asintio y renuncio a pedir una explicacion.

– Quiza hayamos preguntado a las personas menos adecuadas -dijo finalmente Brunetti, cediendo a la tentacion que habia estado rondandole desde su conversacion con Patta.

– ?A quien deberiamos preguntar, a chaperos en lugar de banqueros?

– No. Tendriamos que preguntarles a ellos directamente. -Mientras hablaba, se dio cuenta de que estaba harto de sondear, espiar y de tratar con informadores. Habia que preguntarles a ellos directamente y acabar de una vez.

Brunetti, en penitencia por contravenir la expresa prohibicion de Patta de interrogar a los Fulgoni, se sometio al castigo del sol y fue al apartamento del matrimonio andando. Al pasar por delante del relieve del moro que conduce su camello, sintio la tentacion de consultarle sobre la mejor manera de abordar a los Fulgoni; pero el moro, desde hacia siglos, no pensaba sino en sacar a su animal de la pared de aquel palazzo de Venecia y llevarlo a su tierra de Oriente, y Brunetti contuvo el impulso.

El comisario se anuncio a la signora Fulgoni, que le abrio la puerta sin preguntas ni protestas. Antes de dirigirse hacia la escalera, Brunetti describio un semicirculo por el patio: ya habian limpiado la silueta de tiza del cuerpo de Fontana, solo quedaba un reguero grisaceo que terminaba en los pequenos desagues centrales. La cinta de la policia habia desaparecido, pero los trasteros seguian cerrados por pesados candados.

Lo mismo que en la anterior visita del comisario, la signora Fulgoni esperaba en la puerta del apartamento y tampoco esta vez estrecho la mano que el le tendia. Al verla tan repeinada, con su figura de cariatide y sus labios color de rosa, Brunetti se pregunto si habria descubierto la manera de mantenerse envasada al vacio durante dias. La siguio por el pasillo hasta la misma salita, que le dio la misma impresion de estar montada mas para exposicion que para uso.

– Signora -empezo cuando estuvieron sentados frente a frente-. Debo hacerle varias preguntas sobre la noche de la muerte del signor Fontana. No estoy seguro de que hayamos entendido todo lo que usted nos dijo. -No desperdicio una sonrisa despues de esta introduccion.

La mujer parecia sorprendida, casi ofendida. ?Como podia un simple policia no haber entendido lo que habia dicho ella? ?Y como podia alguien, cualquiera que fuera su rango, cuestionar la exactitud de sus declaraciones? Pero no pregunto, prefirio esperar acontecimientos.

– Nos dijo que, cuando usted y su esposo salian de Strada Nuova, durante el paseo que dieron para tomar el fresco, oyo las campanas de la Madonna dell'Orto que daban las doce. ?Esta segura de que eran las doce, signora, no la media o, quiza, la una? -La sonrisa de Brunetti era aun mas afable que la pregunta.

La signora Fulgoni miro a Brunetti durante varios segundos como miraria la senora de la dacha al siervo que dudara de su palabra acerca de que cucharillas se usan para el te.

– Esas campanas han sonado durante generaciones -dijo con una indignacion que su buena educacion le impedia manifestar plenamente-. ?Quiere decir que yo no soy capaz de reconocerlas ni de saber que hora dan?

– Desde luego que no, signora -dijo el con una sonrisa de modestia-. Quiza las confundio con las campanas de alguna otra iglesia menos exacta.

Ella dejo que aparecieran pequenas grietas en el muro de su paciencia.

– Yo soy feligresa de esa parroquia, comisario. Por favor, admita que puedo reconocer las campanas de mi iglesia.

– Claro, claro -dijo Brunetti en tono neutro, sorprendiendola, quiza, por no haberse arrojado de la silla y empezado a arrastrarse hacia la puerta al oir sus palabras-. Dijo usted, senora, que ni usted ni su esposo tenian trato con la victima.

– Cierto -dijo ella, muy estirada, juntando las manos sobre las rodillas para mas enfasis.

– Entonces, ?como es posible… -empezo el, decidiendo asestar la primera punalada-… como es posible que en el mismo sitio del patio se hayan encontrado huellas del senor Fontana y de su esposo?

Si Brunetti realmente la hubiera apunalado, no habria causado mayor efecto. Ella abrio la boca y levanto una mano para taparla. Lo miraba como si no lo hubiera visto nunca y no le gustara lo que veia. Pero enseguida se repuso y borro toda senal de sorpresa.

– No tengo ni idea de como pudo ser eso posible, comisario. -Dedico unos momentos a tratar de resolver el misterio y apunto-: Quiza mi marido encontro al signor Fontana en el patio y no creyo necesario mencionarlo. Quiza le ayudo a trasladar algo.

A Brunetti no le parecia plausible que los directores de banco ayudaran a trasladar objetos pesados, pero dejo pasar la sugerencia con un movimiento de la cabeza que indicaba comprension.

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