– ?Y aquella noche su esposo no salio del apartamento sin usted, signora? ?Quiza para tomar el aire, o para ir a buscar una botella de vino al trastero?

Ella se puso aun mas rigida y pregunto con voz tensa:

– ?Sugiere que mi marido pudiera tener algo que ver con la muerte de ese hombre?

– Ni pensarlo, signora -dijo con aplomo Brunetti, que estaba sugiriendo eso precisamente-. Pero pudo ver algo fuera de lo corriente o fuera de su sitio y haberselo mencionado y usted haberlo olvidado: la memoria tiene efectos extranos. -Observo como esta idea iba calando en la mente de la mujer.

Ella miraba uno de los cuadros de la pared del fondo, lo contemplo el tiempo suficiente para calibrar su estricta horizontalidad, y se volvio hacia Brunetti con gesto de sorpresa y contricion.

– Ocurrio una cosa…

– ?Si, signora?

– El jersey -dijo ella, como si esperara que Brunetti supiera de que hablaba.

– ?Que jersey, signora?

– Ah, si. -Ahora parecia haber vuelto a la habitacion y reconocer de pronto el contexto de la conversacion-. El jersey verde manzana. Un Jaeger con escote en pico que mi marido se compro hace anos. Fue cuando estuvimos en Londres, de vacaciones. Siempre se lo pone sobre los hombros cuando salimos a pasear. -Y, antes de que Brunetti preguntara-: Incluso con este calor. -Con una voz que se habia suavizado, prosiguio-: Se ha convertido en una especie de talisman para el, bueno, para los dos, cuando salimos de noche.

– ?Y que le paso al jersey, signora?

– Aquella noche, al volver a casa, mi marido se dio cuenta de que ya no lo llevaba. -Ella cruzo los brazos y se puso las manos en los hombros, pero el jersey no es-taba-. Asi que bajo a buscarlo. No habia mucha gente por la calle, de modo que esperaba encontrarlo donde le hubiera caido.

– Comprendo -dijo Brunetti-. ?Lo encontro?

– Si. Si. Cuando volvio dijo que estaba en el suelo, al pie de Ponte Santa Caterina. Casi en los Gesuiti.

– Asi pues, el volvio a hacer todo el recorrido de su paseo, signora? -pregunto Brunetti, despues de calcular la distancia entre la casa y el puente.

– Debio de hacerlo. Yo ya estaba en la cama cuando volvio y solo le pregunte si habia encontrado el jersey, el dijo que si y entonces me dormi.

– Ya veo, ya veo -dijo Brunetti-. Es curioso que el no lo mencionara en la declaracion que hizo al teniente Scarpa.

– Como usted ha dicho, comisario, la memoria tiene efectos extranos. -Entonces, antes de que el pudiera decirlo, ella prosiguio-: Como extrano es que yo no recordara eso hasta ahora. -Y para recalcar lo extrano que le parecia todo ello, se toco la frente y lo miro interrogativamente.

– ?Cuanto tiempo le parece que el estuvo fuera, signora?

Ella tuvo aquel gesto tan veneciano de extraviar la mirada mientras la memoria seguia el itinerario.

– Tardaria unos quince minutos en llegar al puente, imagino, porque iria despacio. Asi pues, entre ir y venir - anadio, como si dudara de que el pudiera hacer el calculo sin su ayuda-, maximo, una media hora.

– Gracias, signora -dijo Brunetti poniendose en pie.

Cuando Brunetti llego al banco del signor Fulgoni, tenia la chaqueta pegada a la espalda y las perneras del panta-Ion se rozaban a cada paso de un modo muy antipatico. Entro en el climatizado vestibulo y se paro a enjugarse cara y cuello con el panuelo. Afortunadamente, la temperatura era moderada, no artica, y enseguida se habituo. Cruzo sobre el suelo de marmol en direccion a una mesa detras de la cual estaba una joven que vestia un traje de chaqueta impecable. Al levantar la cabeza, ella debio de ver a un tipo desalinado, con una arrugada chaqueta azul, porque pregunto con mal disimulado desden:

– ?En que puedo servirle, signore?-Hablaba italiano, pero con la cadencia del Veneto.

Brunetti saco la cartera y le enseno la credencial.

– Deseo hablar con el signor Fulgoni -dijo en veneciano, y anadio, imitando el cerrado acento de los amigos con los que su padre jugaba a las cartas en las osterie cuando el era nino-. Tengo que hablar con el de un asesinato.

La joven se levanto con una celeridad que, de no ser por la climatizacion, la habria hecho sudar. Miro a Brunetti, luego a la izquierda, otra vez a Brunetti, levanto el telefono y marco un numero.

– Un caballero quiere hablar con el dottor Fulgoni -dijo, escucho un momento y anadio-: Es policia. -Sonrio a Brunetti apaciguadoramente, dijo «si», volvio a decirlo y colgo el telefono-. Lo acompano -anadio. Se volvio hacia la izquierda y echo a andar hacia el fondo, procurando no acercarse mucho al visitante.

Brunetti habia leido, no recordaba donde, un articulo en el que se afirmaba que la ubicacion de las distintas habitaciones de una casa respondia a la atavica percepcion del peligro. Las habitaciones en las que las personas estaban mas indefensas se encontraban en el lugar mas alejado de la entrada, que era donde estaba la amenaza. Por consiguiente, los dormitorios se situaban en la parte trasera o en el primer piso de la vivienda, lo que obligaria al intruso a abrirse paso, con la espada o con la tranca, a traves de posiciones mejor defendidas, con lo que daria al dueno tiempo para escapar o aprestarse a la defensa.

Brunetti estaba seguro de que la signora Fulgoni habria llamado por telefono a su marido, para que pudiera saltar por una ventana trasera o ponerse a afilar el hacha.

En el fondo del banco, estaban dos mesas, una a cada lado de una puerta, como si fueran soportes de libros, y la puerta, un incunable. Delante de una de las mesas los esperaba una segunda joven. La otra mesa estaba desocupada.

La primera mujer dijo, alzando una mano en direccion a Brunetti:

– Es el policia.

Brunetti contuvo el impulso de rugir y agitar las manos delante de sus caras, pero recordo que, en la tierra en la que el dinero es dios, los policias no entran en sus templos. En lugar de rugir, sonrio afablemente a la segunda joven, que se volvio y abrio la puerta central sin llamar. Imposible pillar desprevenido al dottor Fulgoni.

El hombre ya venia al encuentro de Brunetti. Vestia sobrio traje gris oscuro, con corbata color castano de dibujo discreto. Color castano era tambien el panuelo que asomaba del bolsillo del pecho. Mientras el hombre se acercaba, Brunetti buscaba en el senales de afemina-miento como las que habia observado en el funeral, sin encontrarlas.

Paso firme, pelo bien cortado, facciones regulares, cejas puntiagudas…

– Disculpe, comisario, no me han dado su nombre -dijo Fulgoni con una voz grave y sedante. Estrecho la mano de Brunetti y lo condujo a un sofa situado a un lado.

Brunetti se presento mientras cruzaban el despacho y eligio el sillon de piel que hacia frente al sofa, en el que se sento Fulgoni.

– ?Puedo ofrecerle alguna cosa, comisario? -pregunto. Tenia una voz atractiva, muy musical y hablaba un italiano exento del acento y la cadencia del Veneto.

– Gracias, dottore -dijo Brunetti-. Si acaso, despues.

Fulgoni sonrio y dio las gracias a la joven, que salio del despacho.

– Mi esposa me ha llamado para hablarme de su visita -empezo Fulgoni, sorprendiendo a Brunetti con su franqueza-. Dice que habia cierta confusion sobre la hora en que llegamos a casa la noche en que mataron al signor Fontana.

– Si -dijo Brunetti-. Entre otras cosas.

Fulgoni no manifesto sorpresa.

– Supongo que mi esposa habra dejado claro a que hora llegamos.

– Si, y me ha hablado de su jersey y de que usted salio a buscarlo -dijo Brunetti.

Fulgoni no respondio enseguida sino que se tomo tiempo para estudiar la cara de Brunetti y dejar que este estudiara la suya. Finalmente, dijo:

– Ah, si. El jersey. -La manera en que Fulgoni pronuncio la ultima palabra indico a Brunetti que la prenda tenia un gran significado para el, pero no cual pudiera ser este.

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