La atencion de Brunetti vagaba ahora por los edificios que quedaban a la espalda de Vianello, que puso la mano en el brazo de su jefe para atraerlo hacia si.

– Guido, esto sera tu suicidio. Supongamos que llegas al campamento y consigues convencer a los padres para que el nino hable del hombre tigre. -Para manifestar su opinion de las probables consecuencias, Vianello cerro los ojos y Brunetti vio como tensaba los musculos de la mandibula-. Es decir, tienes un testigo menor de edad, cuyos padres deben de tener una larga lista de arrestos y condenas, ?y tu quieres que ese nino que, segun me dijiste apenas habla italiano, testifique contra el hijo del ministro del Interior?

La lancha viro bruscamente para encarar una ola que venia de traves, lanzandolos contra la borda. Foa enderezo el rumbo y volvio la vista al frente.

Brunetti abrio la boca para sugerir que continuasen la conversacion en la cabina, pero Vianello prosiguio:

– ?Y crees que vas a encontrar a un fiscal, cuya carrera, huelga decirlo, depende del mismo ministerio, que vaya a esforzarse por conseguir una condena? -Acerco la cara a la de Brunetti-. ?Con ese testimonio? -Y, como si la pregunta no fuera ya lo bastante elocuente, anadio-: ?Con esas pruebas?

Brunetti metio la mano en el bolsillo y palpo el gemelo y el anillo. Habia observado el nerviosismo de Fornari, habia visto la rabia en la cara del nino, la primitiva ansia de venganza, inoculada por la madre. Eran pruebas, pero pruebas a las que un tribunal no daria credito, ni admitiria siquiera. En las salas de los tribunales, en las que «la ley es igual para todos», las impresiones de Brunetti no tendrian peso ni valor. Segun sabia el, y segun acababa de recordarle Vianello, la ley exige pruebas, no la opinion de un hombre que atrapo a un nino atemorizado y lo sostuvo en brazos hasta que le conto su historia. Brunetti sabia lo que cualquier abogado, y no digamos un abogado que defendiera al hijo de un ministro, haria con semejante acusacion.

– Quiero estar seguro -dijo Brunetti.

– ?Seguro de que?

– De que lo que me dijo el chico es verdad.

Vianello se impaciento.

– ?Es que no te das cuenta de que si es verdad o no es lo que menos importa? -Agarro del brazo a Brunetti y le hizo bajar los tres escalones de la cabina. Cuando estuvieron sentados frente a frente, el inspector prosiguio-: Es posible que el chico dijera la verdad, pero eso es lo de menos, Guido. Es el hijo de un gitano con una larga lista de antecedentes, que acusa al hijo del ministro del Interior.

– Eso me lo has dicho ya tres veces, Lorenzo -dijo Brunetti con fatiga.

– Y te lo dire otras tres si es necesario para que me escuches -replico el inspector. Hizo una pausa larga y anadio suavizando el tono-: Si tu quieres arruinar tu carrera, yo no.

– Nadie te lo ha pedido.

– Ahora mismo voy camino del campamento contigo, ?no? Estare alli mientras hablas con alguien con quien Patta te ha prohibido expresamente que hables.

– El no me ha dicho eso exactamente -protesto Brunetti, meticuloso.

– Ni falta que hacia. Te ha dicho que dejes el asunto, y tu lo primero que haces es ir al campamento sin autorizacion, desafiando las ordenes de tu superior, de nuestro superior, para hablar con unas personas a las que te ha pedido que dejes en paz.

– El chico y la otra hermana estaban alli aquella noche. Ellos vieron lo que paso.

– ?Y crees que los padres dejaran que hablen contigo o con el juez?

– La madre quiere venganza, tanto como el chico, o mas.

– ?Asi que ahora somos vigilantes que ayudan a los gitanos en su lucha contra el resto del mundo? -Para ocultar la exasperacion, Vianello volvio la cara, levanto la cabeza y cerro los ojos un momento, como implorando paciencia. La lancha aminoraba la marcha y Brunetti vio que llegaban a piazzale Roma. Se levanto y empujo una hoja de las puertas oscilantes.

– Puedes regresar con Foa -dijo subiendo a cubierta.

Al llegar arriba, oyo a Vianello subir tras el.

– Por el amor de Dios, Guido, deja de hacerte la prima donna -refunfuno el inspector.

Era otro conductor, pero tambien conocia el camino del campamento y, durante el trayecto, hablo de las veces que habia tenido que hacer el recorrido llevando a gente. El hombre era afable y hablador, y su monologo permitio a sus pasajeros hacer una tregua en su propia conversacion.

Brunetti ya habia oido antes todo aquello, y apenas prestaba atencion, mientras recreaba la vista contemplando el paisaje primaveral que los rodeaba desde que habian salido de la ciudad. Al igual que la mayoria de la gente de ciudad, Brunetti tenia una idea romantica del campo y de la vida rural. Una vez en que la familia comia un pollo asado y Chiara, en una de sus fases vegetarianas, le pregunto si el habia matado algun pollo, Brunetti le contesto que nunca habia matado nada. Ahora no recordaba como habia acabado la discusion; como casi todas las discusiones inutiles, suponia.

El coche giro, redujo la marcha y se detuvo, y el conductor bajo a abrir la verja. Una vez dentro del campamento, volvio a bajar, cerro, subio al coche, describio un amplio semicirculo y paro de cara a la verja, como deseoso de marchar cuanto antes.

– Espere aqui -dijo Brunetti inclinandose para ponerle la mano en el hombro. El y Vianello se apearon y cerraron las puertas. No se veia a nadie; hoy ningun hombre estaba sentado en las escaleras de las caravanas.

Brunetti enseguida vio que el Mercedes azul habia desaparecido, lo mismo que la roulotte en la que habia adivinado las figuras femeninas y a la que Rocich habia vuelto despues de cada entrevista. Los coches que se habian llevado las gruas no habian vuelto a sus sitios delante de las roulottes, que seguian en la fila de detras como piezas de ajedrez sin sus peones.

Brunetti y Vianello se acercaron a la caravana del jefe. En el instante en que se pararon frente a ella, broto de la hilera de roulottes una sinfonia de tonos de telefonini, como una explosion de trinos de pajaros. Brunetti distinguio hasta cuatro tonos diferentes, antes de que se hiciera el silencio.

Pasaron varios minutos, se abrio la puerta de la roulotte y salio Tanovic. Los miro con una sonrisa facil que intranquilizo a Brunetti.

– Ah, senor Policia -dijo el hombre bajando la escalera. Saludo a Vianello con un movimiento de la cabeza-. Y senor Ayudante Policia. -Se acerco sin dejar de sonreir, pero no les tendio la mano. Ellos tampoco-. ?Por que visitan nosotros otra vez? -Volvio la cabeza y recorrio con la mirada toda la linea de coches, girando sobre si mismo-. ?Se llevaran mas coches? -Lo pregunto en tono jocoso, pero Brunetti vio en sus ojos un rencor que pulverizaba el humorismo.

– No; vengo a hablar con el signor Rocich -dijo Brunetti, senalando el lugar en el que habian estado el Mercedes y la roulotte-. Pero veo que se han marchado. ?Sabe adonde han ido?

El hombre volvio a sonreir.

– Ah, senor Policia, dificil decir. -Se inclino e hizo extensiva su sonrisa a Vianello, que permanecio impasible-. Mi gente son, ?como dicen ustedes?, nomadas. Hoy aqui y cuando nos vamos nadie sabe adonde. -Volvio a sonreir, pero la voz se habia vuelto agria-: A nadie importa.

– Tengo su numero de matricula -dijo Brunetti-. Quiza la policia de trafico pueda ayudarme a encontrarlo.

La sonrisa se hizo mas ancha y aun menos amistosa.

– Coche viejo. Numero viejo. No sirve, me parece.

– ?Que quiere decir «coche viejo»? -pregunto Brunetti.

– Ahora coche nuevo. Numero nuevo.

– ?Que coche?

– Muy bueno. No coche italiano de mierda. Coche de verdad. Aleman.

– ?Que marca?

El hombre levanto las manos, rechazando la idea de que un coche pudiera tener nombre.

– Coche grande, aleman, nuevo. -Y, cuando Brunetti se disponia a hablar, anadio-: Numero nuevo.

– Comprendo. En tal caso, tendremos que mirar en el registro.

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