sonrio a su vez, estrecho la mano de Brunetti y respondio en dialecto:
– El signor Marcolini estara libre dentro de un momento, signore. Lo acompanare a su despacho.
Brunetti acogio el cambio al dialecto con un audible suspiro de alivio, al ser relevado de la molestia de tener que hablar en una lengua extranjera.
Brunetti no habria podido adivinar como decoraria las oficinas de su partido politico un magnate de la fontaneria, pero lo que veia le parecia muy apropiado. Una de las paredes del corredor por el que lo conducia el joven, tenia ventanas por las que se veia la casa de enfrente y, mirando hacia atras, campo Santa Marina. La otra pared estaba cubierta de pares de banderas de la Lega con las astas cruzadas, del tamano de las que desfilan en el Palio y, por consiguiente, un poco grandes para este interior de techo no muy alto. Habia tambien varios escudos, copias modernas de originales medievales, que parecian hechos de carton piedra muy machacado. El joven llevo a Brunetti a una sala grande en cuyo techo se veia un fresco recien restaurado -excesivamente restaurado, quiza- que representaba un acontecimiento celestial para asistir al cual, por lo visto, era preceptivo desnudar no solo las espadas sino tambien grandes extensiones de sonrosadas carnes femeninas. Firuletes de estuco blanco circundaban la escena con una tremula orla, de donde partian volutas color pastel que apuntaban amenazadoramente hacia los angulos de la habitacion.
Seis sillas de una madera tan reluciente que casi parecia plastico estaban alineadas junto a una pared, bajo un cuadro con marco dorado de Victor Manuel III pasando revista a las tropas, quiza antes de alguna catastrofica batalla de la Primera Guerra Mundial. Al mirar la escena, Brunetti reparo en que o bien el artista habia anadido veinte centimetros al monarca o la mayoria de los combatientes italianos de la Primera Guerra Mundial eran enanos.
– Es antes de Caporetto -dijo el joven.
– Ah -dejo escapar Brunetti-. Una batalla trascendental.
– Y no sera la ultima -dijo el joven con tanto fervor en la voz que Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarlo con la boca abierta.
– No me cabe duda -dijo el comisario moviendo la cabeza de arriba abajo con hombria en direccion a la escena pintada.
Un sofa de peluche rojo, que parecia haber empezado sus dias en un burdel frances, estaba arrimado a la pared del fondo, en la que habia otros grabados, estos, de batallas reales. Las armas eran diferentes, pero todas hacian caer de rodillas a un soldado que, con una mano, levantaba la bandera italiana y, con la otra, se oprimia el pecho a la altura del corazon.
En la mesita situada delante del sofa estaba una coleccion de panfletos purpura y amarillo con el correspondiente grifo protector campeando en la bandera italiana de la portada. Brunetti los miro y sonrio al joven.
Antes de que alguno de ellos pudiera hablar, una voz grito algo desde detras de la puerta del extremo, lo que hizo adelantarse rapidamente al joven, mientras decia por encima del hombro:
– Ahora lo recibira.
Brunetti lo siguio. El joven entro y dio un taconazo, sucedaneo coreografico, estimo Brunetti, del saludo puno en alto.
– El signor Brunetti, commendatore -dijo, haciendole entrar, y anadio incluso una reverencia.
Cuando Brunetti paso por delante de el, el joven retrocedio hacia la sala y cerro la puerta. Brunetti le oyo alejarse taconeando y miro a la figura que estaba poniendose en pie, en la que reconocio al hombre al que habia visto hablar con Patta en el hospital.
Brunetti disimulo la sorpresa llevandose la mano a los labios para aclararse la garganta. Volvio la cara, tosio una vez, luego otra, y siguio avanzando hacia la mesa, mientras se permitia sonreir timidamente.
En otras culturas, se habria calificado a Giuliano Marcolini de obeso; los italianos, empero, favorecidos con una lengua que dispensa eufemismos con magnanimidad infinita, lo llamarian «robusto». Era de menor estatura que Brunetti, pero su ancho torax y abultado abdomen hacian que pareciera aun mas bajo. Llevaba un traje similar al de la primera vez que Brunetti lo habia visto, pero ni las rayas grises verticales de este disimulaban sus anchuras. La adiposidad le habia alisado las arrugas de la cara, lo que hacia que no aparentara mucha mas edad que Brunetti.
Marcolini tenia los ojos hundidos, ojos claros, de hombre del Norte; la cara bronceada, oscura como la de un arabe; las orejas grandes, que lo parecian aun mas en aquella cabeza de pelo cortado a cepillo; la nariz larga y gruesa; y manos de campesino.
– Ah, comisario -dijo poniendose en pie. Cruzo el despacho moviendose con notable agilidad para un hombre de su corpulencia. Brunetti le dio la mano, mantuvo la sonrisa mientras aquel hombre trataba de triturarle todos los huesos y no solo devolvio la presion sino que la aumento. Su oponente abandono con una sonrisa de admiracion.
Marcolini indico a Brunetti una silla identica a las de la antesala y acerco otra, situandola de cara a su visitante.
– ?Que puedo hacer por usted, comisario? -pregunto Marcolini. Tenia detras una mesa con carpetas, papeles, un telefono y varios marcos de fotos de plata, de los que Brunetti solo veia el dorso.
– Llamar a un medico para que me examine la mano -dijo Brunetti con una risa ahogada a la que trato de infundir jovialidad, mientras agitaba la mano.
Marcolini solto una carcajada.
– Me gusta percibir el potencial de un hombre al que veo por primera vez -dijo-. Es la manera.
Brunetti se reservo la sugerencia de que una sonrisa cortes y unas palabras de presentacion podrian servir para ese fin y serian menos dolorosas.
– ?Y que le ha parecido? -pregunto Brunetti, hablando en dialecto con un deje aspero en la voz.
– Me parece que podremos entendernos.
Brunetti se inclino hacia su interlocutor, abrio la boca y la cerro, como si no pudiera decidirse a hablar.
– ?Que? -apremio Marcolini.
– Pocas veces mi trabajo me permite hablar como un hombre de verdad -empezo Brunetti-. Quiero decir, abiertamente. Nosotros hemos de hablar con prudencia. Es necesario. Lo exige la profesion.
– ?Hablar de que con prudencia? -pregunto Marcolini.
– Vera, no debo expresar una opinion que alguien pudiera tomar a mal, que pudiera considerarse ofensiva o agresiva. -Brunetti hablaba con sonsonete, como el que recita de mala gana una leccion aprendida por obligacion.
– ?Decir lo politicamente correcto? -apunto Marcolini con malicia.
Brunetti se echo a reir sin disimular el desden.
– Si, justo, lo politicamente correcto -convino recalcando las silabas.
– ?Con quien han de tener prudencia? -pregunto Marcolini, como si la respuesta le interesara vivamente.
– Pues ya se lo puede figurar. Con los companeros, con la prensa, con la gente a la que arrestamos.
– ?Han de tratarlos a todos por igual, hasta a los que arrestan? -pregunto Marcolini fingiendo sorpresa.
Brunetti respondio con una sonrisa que procuro hacer lo mas astuta posible.
– Por supuesto. Todos somos iguales, signor Marcolini.
– ?Incluso los extracomunitarios? -pregunto Marcolini con burdo sarcasmo.
Brunetti se limito a resoplar con repugnancia. Era el hombre que se siente amordazado, pero desea hacer saber a un espiritu afin lo que piensa de los extranjeros.
– Mi padre los llamaba negratas -revelo Marcolini-. El combatio en Etiopia.
– Tambien el mio estuvo alli -mintio Brunetti, cuyo padre habia luchado en Rusia.
– Aquello empezo muy bien. Mi padre me decia que vivian como principes. Pero luego todo se vino abajo. - Marcolini no habria podido parecer mas agraviado si aquello se lo hubieran arrebatado tambien a el.
– Y ahora los tenemos a todos aqui -dijo Brunetti con inquina, dejando caer sus cartas lentamente, una a una. Alzo las manos con ademan de asco e impotencia.
– ?No esta afiliado, verdad? -pregunto Marcolini, que, al parecer, no creia necesario ser mas explicito.
– ?A la Lega? -pregunto Brunetti-. No. -Hizo una pausa y agrego-: Por lo menos, oficialmente.
– ?Que quiere decir? -pregunto Marcolini sorprendiendolo.
– Que me parece lo mas prudente no manifestar mis ideas politicas -dijo Brunetti, con la expresion de alivio del que por fin puede sincerarse. Pero agrego, para evitar confusiones-: Por lo menos, en mi trabajo; cuando