cada esquina de la casa mientras el y Parsons hacian retumbar la aldaba. No eran solo las veinte mozas; habia tambien la amenaza de un balazo en la cabeza de Robinson con la pistola de alguien.

La criada acompano a los dos policias a la cocina, donde la mujer y la hija del vicario estaban terminando el desayuno. Parsons juzgo que la mujer parecia asustada y su hija mestiza enfermiza.

– Me gustaria hablar con su hijo George.

La mujer del vicario era delgada y de complexion menuda; tenia casi todo el pelo blanco. Hablo en voz baja, con un acusado acento escoces.

– Ya se ha marchado para su oficina. Toma el tren de las siete y treinta y nueve. Es abogado en Birmingham.

– Se todo eso, senora. Tengo que pedirle que me ensene la ropa de su hijo. Toda la ropa, sin excepcion.

– Maud, ve a buscar a tu padre.

Parsons pregunto con un mero giro de la cabeza si debia seguir a la chica, pero Campbell le indico que no. Alrededor de un minuto despues aparecio el vicario: un hombre bajo, fornido, de piel clara, sin ninguna de las rarezas de su hijo. Tenia el pelo blanco, pero Campbell penso que era apuesto, dentro de su estilo hindu.

El inspector repitio su peticion.

– Debo preguntarle cual es el motivo de su investigacion y si trae una orden de registro.

– Han encontrado a un pony de la mina… -Campbell titubeo un instante, a causa de la presencia de mujeres- en un campo cercano… Alguien lo ha herido.

– Y usted sospecha que ha sido mi hijo George.

La madre rodeo con un brazo a su hija.

– Digamos que seria muy util para excluirle de la investigacion, si es posible.

«La vieja mentira», penso Campbell, casi avergonzado de volver a utilizarla.

– Pero ?tiene usted una orden de registro?

– No la llevo conmigo en este momento, senor.

– Muy bien. Charlotte, ensenale la ropa de George.

– Gracias. Y supongo que no pondra reparos a que mis agentes registren la casa y las inmediaciones.

– No, si eso ayuda a excluir a mi hijo de su investigacion.

«Hasta ahora todo bien», penso Campbell. En las barriadas de Birmingham, el padre le habria atacado con un atizador, la madre habria vociferado y la hija habria intentado arrancarle los ojos. No obstante, en algunos sentidos era mas facil, pues equivalia casi a una confesion de culpa.

Dijo a sus hombres que buscaran todo tipo de cuchillos o cuchillas, utensilios agricolas u horticolas que habrian podido utilizarse en la agresion, y fue con Parsons al piso de arriba. La ropa del abogado estaba extendida en la cama, incluidas camisas y ropa interior, como habia pedido. Parecia limpia y seca al tacto.

– ?Esto es toda su ropa?

La madre hizo una pausa antes de contestar.

– Si -dijo. Y, al cabo de unos segundos-: Aparte de la que lleva puesta.

«Por supuesto -penso Parsons-, ya imagino que no se habra ido al trabajo desnudo. Que declaracion mas rara.»

– Necesito ver su cuchillo -dijo, como de pasada.

– ?Su cuchillo? -Ella le miro, interrogante-. ?Se refiere al que usa para comer?

– No, al suyo. Todos los jovenes tienen uno.

– Mi hijo es abogado -dijo el vicario, con cierta brusquedad-. Trabaja en una oficina. No se pasa el dia afilando palos.

– No se cuantas veces me han dicho que su hijo es abogado. Lo se muy bien. Y se tambien que todos los jovenes tienen un cuchillo.

Tras unos susurros, la hija salio y volvio con un objeto corto y grueso que entrego con un ademan desafiante.

– Es su navaja botanica -dijo.

Campbell vio enseguida que aquel objeto no habria podido infligir el dano del que habia sido testigo un rato antes. Fingio, sin embargo, un notable interes, llevando la navaja a la ventana y girandola a la luz.

– Hemos encontrado esto, senor.

Un policia sostenia un estuche que contenia cuatro navajas. Una de ellas parecia mojada. Otra tenia manchas rojas en el reverso.

– Son mis navajas de afeitar -dijo enseguida el vicario.

– Una esta mojada.

– Sin duda porque me he afeitado con ella hace apenas una hora.

– Y su hijo… ?con que se afeita? Hubo una pausa.

– Con una de ellas.

– Ah. Asi que no son, estrictamente hablando, sus navajas, senor, ?no?

– Al contrario. Siempre han sido mias. Las tengo desde hace veinte anos o mas, y cuando llego el momento de que mi hijo se afeitase le permiti utilizar una.

– ?Y lo sigue haciendo?

– Si.

– ?No se fia de el si utiliza navajas propias?

– No las necesita.

– Pero ?por que no puede tener navajas suyas?

Campbell lo pronuncio como si fuera una pregunta a medias, a la espera de que alguien optara por responderla. No, penso que no. Habia algo ligeramente extrano en la familia, aunque no supiera concretar que era. No se estaban negando a cooperar, pero al mismo tiempo no los sentia nada francos.

– Su hijo salio anoche.

– Si.

– ?Cuanto tiempo estuvo fuera?

– No lo se exactamente. Una hora, quiza mas. ?Charlotte?

De nuevo, la mujer parecio emplear un tiempo desmesurado en ponderar una pregunta sencilla.

– Una hora y media, hora y tres cuartos -susurro al final. Tiempo de sobra para ir al campo y volver, como Campbell acababa de demostrar.

– ?Y cuando fue eso?

– Entre las ocho y las nueve y media -respondio el vicario, aunque Parsons habia dirigido la pregunta a la mujer- Fue al botero.

– No, me refiero a despues de eso.

– Despues de eso no salio.

– Pero le he preguntado si salio por la noche y me ha dicho que si.

– No, inspector, usted me ha preguntado si salio anoche, no por la

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