Seguimos andando mientras Toni consideraba posibles victimas. ?Un vendedor de helados? Una presa pequena y no lo suficientemente burguesa. ?Aquel policia? Demasiado peligroso. Los policias formaban categoria aparte con las mujeres embarazadas y las monjas. De pronto, Toni me hizo un gesto con la cabeza y comenzo a quitarse la corbata del colegio. Hice lo mismo, la enrolle y me la meti en el bolsillo. Ahora, tan solo eramos dos ninos no identificables que llevaban camisa blanca, pantalon gris y americana negra ligeramente cubierta de caspa. Cruce la calle tras el hacia una boutique nueva (como desaprobabamos esas importaciones linguisticas). Grandes letras amarillas anunciaban HOMBRES. Era, sospechabamos, uno de esos nuevos lugares peligrosos en los que te seguian hasta los probadores, introduciendose en ellos con la intencion de violarte, antes de que pudieses quitarte los pantalones. Toni miro a los dependientes uno a uno y se decidio por el de aspecto mas respetable: un hombre mayor, con el pelo blanco, traje impecable, e incluso alfiler de corbata y gemelos. Sin duda un vestigio heredado de los anteriores propietarios.

– ?Puedo ayudarle en algo, senor?

Toni miraba por encima de el los estantes de madera repletos de calcetines Banlon.

Si, quisiera un hombre y dos ninos pequenos, por favor.

?Perdon? -dijo el vestigio antediluviano.

– Un hombre y dos ninos pequenos, por favor -repitio Toni con voz de cliente obstinado. Las reglas del epatprohibian tanto ceder terreno como dejar escapar la risa-. No importa la talla.

– Perdone, senor, pero no le entiendo.

La forma en que dijo «senor», pense yo, era de lo mas fria dadas las circunstancias. Quiero decir que el tipo ya tenia que estar a punto de estallar, ?no?

– Por el amor de Dios -dijo Toni con un tono bastante grosero-, y tienen la poca verguenza de poner un letrero que dice HOMBRES. Ya veo que tendre que ir a otro sitio.

– Le sugiero que lo haga, senor. ?Y puede decirme de que escuela son?

Pusimos pies en polvorosa.

– Menudo pajaro -me lamente mientras flaneabamos a toda velocidad.

– Si. ?Crees que lo he epatado?

– No esta mal, no esta mal. -Lo que mas me habia impresionado es que Toni hubiera estado tan acertado en la eleccion del dependiente en vez de dirigirse al que estaba mas cerca de la puerta.

– De todos modos, te dare los seis peniques.

– No es «eso» lo que me preocupa. Solo quiero saber si lo he epatado.

– Por supuesto, por supuesto. Si no, no habria preguntado por el colegio. Y oye, ?te has dado cuenta de como te ha llamado senor?

Toni me miro de soslayo y sonrio, torciendo los labios como si estos se moviesen obedeciendo a los ojos.

– Si.

Era ese momento de la vida en que ser «senoreado» es de inestimable importancia, un simbolo codiciado muy por encima de su valor real. Mejor que conseguir autorizacion para utilizar la escalera principal del colegio; mejor que no tener que llevar la gorra puesta; mejor que estar sentado con los mayores durante el recreo; mejor, incluso, que llevar paraguas. Que ya es decir. Un verano estuve llevando y trayendo el paraguas de casa al colegio durante un trimestre completo, todos los dias, sin que lloviera una sola vez. La categoria, y no la funcion, era lo que contaba. Dentro del colegio, uno podia lucirlo practicando esgrima con sus iguales o clavando su afilada punta en los pies de los ninos mas pequenos; pero fuera, hacia de uno un hombre. Aunque apenas se midiera metro y medio y la cara fuera un campo de batalla contra el acne ensombrecido por un poco de pelusa adolescente; aunque se caminara dando bandazos, cargado con una pesada bolsa de deporte en estado deplorable, repleta de camisetas de rugby casi podridas y unas botas apestosas; mientras se llevara paraguas, siempre cabia la remota posibilidad de lograr que alguien te llamase «senor», algo que significaba una verdadera borrachera de placer.

Todos los lunes por la manana, Toni y yo nos preguntabamos lo mismo.

– ?Algun ecras?

– Me temo que no.

– ?Epat?

– No exactamente…

– ?Elevado a la categoria de senor?

Una sonrisa burlona de asentimiento significaba que el fin de semana habia valido la pena.

Contabamos el numero de veces que nos llamaban senor. Recordabamos las mejores anecdotas y nos las contabamos, el uno al otro, con el tono que dos viejos rouesemplearian para rememorar sus conquistas amorosas. Por supuesto, nunca habiamos olvidado la primera vez.

Mi primera vez, con la cual todavia me regodeo de felicidad, fue el dia en que me tomaron medidas para mis primeros pantalones largos. Fue en Harrow, en una tiendecita alargada, como un pasillo, cuyas paredes estaban ocultas por montones enormes de cajas de ropa. Hileras de cazadoras de camuflaje y pantalones de pana, tan rigidos como el carton, la convertian en una pista para carreras de obstaculos. Fuese cual fuese el color de la ropa que uno llevara antes de entrar en la tienda, siempre salia de gris o de verde botella. Tambien vendian prendas marrones, pero nadie, me aseguro mi madre, usaba el marron antes de jubilarse. En aquella ocasion, yo iba a salir de gris.

Mi madre, aunque timida en la vida social y familiar, era siempre muy autoritaria y precisa en las tiendas. Algun instinto profundamente arraigado le decia que alli existia una jerarquia inamovible.

– Por favor, Mr. Forster, un par de pantalones -ordeno con inusitada resolucion -. Grises y largos.

– En seguida, senora -dijo con amabilidad excesiva Mr. Forster. Y luego, mirandome a mi -: Largos. En seguida, senor.

Podia haberme desmayado; podia, por lo menos, haber sonreido. En cambio me quede quieto, indefenso de pura felicidad, mientras Mr. Forster, para mayor honor, se arrodillaba a mis pies.

– Sera un momento, senor. Mire hacia adelante. Pongase derecho. Por favor, separe las piernas, senor. Eso es.

Tiro de una cinta metrica que llevaba colgada al cuello, ciento ochenta centimetros que terminaban en una plaquita de laton. La sujeto por el ciento cincuenta, mas o menos (presumiblemente para no quedarse corto) y me aguijoneo con ella tres veces en la entrepierna.

– No se mueva, senor -dijo con una zalameria dedicada sobre todo a mi madre, no fuera ella a preguntarse por que tardaba tanto. Pero era imposible que me moviera. El miedo que se puede sentir por los genitales, el miedo, incluso, a ser arrastrado al interior del probador para ser brutalmente violado, no es nada comparado con el hecho de ser reconocido como un hombre. Era tal ese placer desconcertante, que ni siquiera se me ocurrio susurrar, a modo de alarmante alivio, el grito del colegio: ?Perdicion!

3. Conejos, seres humanos

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