«?Porque? ?No te fias de mi?»

«?Que tiene que ver? Pero siempre es mejor…»

Pero que hermosa boca tenia: pequena, viva, neumatica.

El procuro aligerar, tenia interes en mostrarse superior, un autentico caballero: a las dos menos dieciocho todo habia acabado. No se podia llamar a eso hacer el amor precisamente, pero el tren no iba a esperar.

«?Y las maletas?»

«Estan abajo, en la porteria».

«Yo estoy listo. ?Y tu?»

«Solo un poco de carmin».

Salieron juntos del cuarto.

«?Huy, Dios mio! ?Que cara tienes hoy! Ya es que no pareces tu», volvio a decir la senora Ermelina.

Ella:

«?Tan fea estoy?»

«?Que va! Solo, que debes de haberte extenuado».

«Ya lo se. En el teatro ya no puedo mas. Ademas, he decidido dejarlo. Ya no es como solia. Ahora hay un ambiente espantoso».

A el le rogaron que esperara en el rellano. Las dos mujeres debian hacer cuentas, evidentemente. Oyo voces. Poco despues aparecio ella.

Las maletas eran dos, bastante bonitas. La mayor, de piel blanca y negra, costaba levantarla del suelo.

Con aquel peso el se dirigio hacia el coche, bastante cercano. Eran las dos menos cinco y el sol resplandecia en Milan.

«?Por que decias que es un ambiente espantoso?», pregunto el. Le parecia extrano ese comentario por parte de una muchacha como ella.

«Pues si, pues si», dijo ella irritada, «te lo ruego, no me hagas hablar de eso. Estoy hasta el mono: tanto, que he decidido marcharme».

Habian llegado hasta el seiscientos de Antonio. Cargaron las maletas.

«?Y cuando vas a decidirte a cambiar este cacharro?»

«Ni hablar. Para andar por la ciudad sigue siendo el mas comodo».

«La verdad es que yo estoy acostumbrada a algo mejor».

«?A que? ?Jaguar, Mercedes, Rolls Royce?»

«Anda, no te lo tomes asi. Lo he dicho en broma».

Habian salido de Via Velasca, 25, un gran edificio, en cuyo sexto piso vivia la senora Ermelina.

De Via Velasca, 25 -una casa nueva, debia de tener dos o tres anos- Dorigo llevo las maletas hasta la plaza Missori, donde habia dejado el coche. En el sexto piso habia un largo rellano, en penumbra, y al fondo habia una puerta, en la que vivia la senora Ermelina.

Dorigo coloco las dos maletas en los asientos traseros; se acerco el guarda del estacionamiento, hombre cordial que se parecia al ministro Pella, y el le dio cien liras de propina. Al sentarse Laide, se le subio la falda y se le vieron las rodillas, llevaba medias de color de humo, las rodillas y algo mas, un presentimiento. En casa de la senora Ermelina, la alcoba era limpia, pero desnuda, la cama era grande, no habia crucifijos ni virgenes, solo un horrible cuadro al oleo con una marina.

Ella dijo:

«Hazme un favor, deberias pasar por Via Larga, tengo que recoger calzado en la zapateria».

Arranco, habia un trafico de mil demonios, por lo que avanzaban muy despacio; el miro el reloj y ya eran las dos.

Miraba a Laide a su lado, era la primera vez que iba en el coche con el, pero ella no se volvio.

Pensaba que Laide lo miraria. No es que se hiciera la ilusion de ser guapo, pero en el fondo un hombre como el habia de gustarle, por vanidad, aunque solo fuese: debia sentirse protegida por una persona tan respetable; en el fondo, no debia de estar tan habituada al trato con personas asi, seguramente no habia conocido nunca a alguien tan respetable o, en cambio, si que las habia conocido seguramente y se habia acostado con ellas y las habia besado, ademas de todas las demas practicas carnales, pero ninguna de ellas la habia tratado, desde luego, como el: todas la habian tratado como una jovencita alegre de veinte mil liras, con todos los cumplidos del caso, tras los cuales habia un sumo desprecio -eso pensaba-, mientras que el no hacia diferencia entre decencia e indecencia, la trataba como a una senora, no habria tratado mejor a una princesa, no habria tenido tantos miramientos con ella. Una sonrisa, una mirada de agradecimiento le parecian casi obligados.

Pero, aunque el se volvia continuamente a mirarla, ella no lo hacia. Miraba hacia delante, a la calle, con expresion tensa y casi ansiosa, ya no era la chiquilla arrogante y segura de si misma.

No llevaba casi carmin, ya no estaba hermosa, era un animalito atemorizado, como cuando habia aparecido en casa de la senora Ermelina.

«Ya estamos. ?Puedes parar aqui?»

«Pero date prisa, que, si no, van a ponerme una multa».

Ya no era la muchacha insolente y orgullosa, era una criatura perseguida y que buscaba salvacion. Se apeo del coche y entro en un portalito antiguo. El encendio un cigarrillo. Eran ya las dos y cinco.

Reaparecio poco despues con una bolsita de celofan en la mano que contenia dos zapatos.

«?Son nuevos?»

«No, no, los he llevado para reponer los tacones».

Corriendo hacia la estacion y el seguia mirandola, no podia evitarlo. Ella, no. Ella miraba adelante, la nariz ya no era caprichosa y petulante, se habia vuelto la cosa mas importante de la cara, parecia que husmeara un peligro.

No hablaba, estaba encerrada en si misma, un pensamiento impaciente y preocupante la mantenia absorta, no era miedo a perder el tren, era algo mas: como si todo, a su alrededor, fuera enemigo y ella debiese resguardarse, como si lo que le esperaba, al cabo de cinco minutos, de una hora o el dia siguiente, fuera una amenaza, como si el viaje que estaba a punto de hacer no fuese una alegria y un descanso, sino una corvee ingrata, a la que debia someterse.

No estaba hermosa, estaba palida, tenia un secreto y cavilaba. El seguia mirandola y ella no respondia.

Pero cuanto mas miraba ella en derredor, casi oteando, mas distante, inalcanzable, se volvia, personaje de un mundo vedado para el, y Dorigo la deseaba cada vez mas, aunque no fuera suya, aunque fuese de otros hombres desconocidos, de muchisimos otros hombres a los que odiaba y se esforzaba por imaginar: altos, desenvueltos, con bigote, al volante de coches potentes, que la trataban como una cosa propia, como una de las muchisimas a su completa disposicion, sin pensar siquiera en ella y en el momento idoneo de la noche, despues de salir del night-club, algo piripis, llevarsela a la habitacion y ni siquiera mirarla mientras se desnudaba, como los satrapas antiguos, ellos ahi, en el bano, orinando y enjuagandose las encias con Odol, seguros de encontrarsela en la cama, completamente desnuda, y, despues, si se terciaba, si les venian ganas, estrujarle las tetitas un poco y, en el mejor de los casos, inclinarse, separarle los muslos con los brazos y hundirle la jeta en la entrepierna, suprema condescendencia para ellos, tipos selectos con Ferrari y yate en Cannes, pero, la manana siguiente, en el golf de Monza, ni siquiera le habrian hecho un saludo con la cabeza, una putilla cualquiera como tantas a las que no se debia hacer el menor caso, ni mas ni menos que una bebida tomada en un bar de pueblo, en el que se hace una parada durante un largo viaje en coche descapotable al sol, unicamente para calmar la sed y despues en marcha. Ese bar quedara olvidado para siempre y tambien la camarera que no estaba nada mal y que en determinado momento, al ir a coger la botella de seltz, se ha inclinado hacia delante y entonces, en el amplio escote del vestido descuidado, pero veraniego, se han vislumbrado o, mejor dicho, se han visto perfectamente las dos redondas y firmes tetas de campesina y por un instante se ha pensado en lo bonito que seria quedarse alli y en la calida noche punteada de mosquitos, mientras fuera pasan de vez en cuando los camiones con su mastodontico estruendo, tumbarla en la cama y desnudarla, descubriendo sus musculosos miembros morenos, tan naturales, con ese buen olor a sudor y a jabon de lavar, ella abandonada al macho rico y forastero, con la ingenua vanidad de una campesina que tal vez crea vivir asi un episodio de novela en forma de historieta leida dos horas antes, mientras el senor Frazzi y Viscardoni jugaban a la brisca en el rincon de ahi, al fondo.

'Y tal vez el, despues de haberme gozado, comprenda la clase de bombon que soy y me lleve con su maravilloso coche a Milan, me compre una casa y me lleve al teatro y yo ensenare mi tipazo a esas marisabidillas del pecho flaccido y las hare babear de envidia'.

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