vestido para la representacion.

Al verlas asi de cerca, atentas a las obligaciones del trabajo, sin maquillaje ni cola de pavo real, tan sencillas y sin acicalar, mas desnudas que si lo estuvieran de verdad, Dorigo comprendio de improviso su secreto, por que desde hacia infinidad de siglos las bailarinas eran el simbolo mismo de la hembra, de la carne, del amor. El baile era -comprendio- un simbolo maravilloso del acto sexual. La regla, la disciplina, la ferrea y con frecuencia cruel imposicion a los miembros de movimientos dificiles y dolorosos, el constrenimiento de aquellos jovenes cuerpos virginales para que mostraran las perspectivas mas reconditas en posiciones extremadamente tensas y abiertas, la liberacion de las piernas, del torso, de los brazos en su disponibilidad maxima: todo eso era para la satisfaccion del hombre, a la que las bailarinas se abandonaban con impetu, sufrimiento y sudor. Y la belleza radicaba precisamente en ese abandono apasionado e impudico. Sin que lo sospecharan ni remotamente, se trataba de toda una ostentacion, un ofrecimiento, una invitacion a la union carnal. Aquellas bocas entreabiertas, aquellas blancas y tiernas axilas abiertas de par en par, aquellas piernas separadas como por un espasmo, aquel ofrecimiento del pecho en holocausto, como arrojandose entre los ardientes brazos de un dios invisible e insaciable. Con sabiduria genial, los grandes coreografos habian estilizado ese fenomeno sexual en actitudes aparentemente castas y aceptables por todos, pero la carga permanecia por dentro, de modo que, para quien supiera verlo, una secuencia de pasos clasicos lograba un efecto mayor con mucho que la lubrica danza del vientre de una bailarina de estriptis en un night-club. Eran cosas que, naturalmente, nadie se atrevia a confesar en voz alta ni escribir, en virtud de esa conjura general y absurda de hipocresia que oculta el mundo del amor.

La danza no era -descubrio Dorigo- otra cosa que un desahogo lirico del sexo: todo lo demas no podia ser otra cosa que decoracion o idiotez. Los bastos y lascivos ofrecimientos carnales de las prostitutas de burdel resultaban una comedia ridicula en comparacion con las seducciones alusivas y tan picaras de las bailarinas, que penetraban en lo profundo, y cuanto mejor era una bailarina, cuanto mas audaces, perfectas, ligeras, armoniosas y acrobaticas eran sus prestaciones, mas intenso era en quien la contemplaba el deseo de abrazarla, estrecharla, palparla y acariciarla, en particular en los muslos, de poseerla hasta el fondo.

Entro un tropel de bailarinas, debian de ser unas diez o doce: eran las sombras del crepusculo.

En aquel primer grupo no estaba ella. Por un instante, con un sobresalto interior, le parecio reconocerla en la tercera, una morenita de media estatura. Con los rapidos movimientos que hacian, no era facil distinguir bien. Despues la morenita, girando sobre si misma, se acerco y se detuvo de golpe, junto con sus companeras, con una pierna alzada hacia atras, en equilibrio sobre la punta del otro pie. Asi se presento de perfil y el comprobo que la nariz era completamente distinta.

Mas tarde entro la primera bailarina, despues hubo un paso de dos, luego el grupo de antes intervino trabando un episodio colectivo. La sesion iba para largo. Aunque el equipo estaba ya bastante preparado y tenia ya metido el ballet en las piernas, Vassilievski, que iba vestido como con un mono, interrumpia con frecuencia, mas que nada, tal vez, por el gusto de la exhibicion personal, y repetia sin musica tal o cual paso, recalcandolo con gritos curiosos: 'La, la, ta-ta, la'. Ya tenia anos, debia de estar proximo a los cincuenta y, sin embargo, el arranque, la precision, la elegancia, ya que no la potencia muscular, eran aun los de su epoca dorada, cuando lo consideraban uno de los dos o tres primeros bailarines del mundo.

Por ultimo, intervinieron las ocho luciernagas, todas jovencisimas y menuditas, tambien ellas con aquel aspecto descuidado y desalinado, como obreras que en el trabajo ya no procuran gustar; total, los espectadores de la prueba no las juzgaban por su belleza y, en cuanto a Dorigo, nuevo en aquel ambiente, ninguna de las bailarinas parecia haber advertido aun su presencia, pero tampoco entre las luciernagas estaba Laide.

Siguio la agitacion de una decena de murcielagos -hombres esos- con los cuales Vassilievski tuvo mucho que hacer, corrigiendo, rectificando, modificando, inventando sobre la marcha nuevos movimientos. Solo con los murcielagos, entre pruebas y repeticiones, paso una buena media hora.

Y de pronto, mientras Antonio seguia con los ojos la ejemplificacion de Vassilievski, irrumpieron por la derecha los duendes. En un primer momento ni siquiera se dio cuenta.

Eran ocho bailarinas. Despues de haber avanzado con rapidisimos pasitos de puntillas, se pusieron a girar sobre si mismas con cabriolas laterales, apoyando ora los pies ora las manos, para dar un giro completo.

Inmediatamente Antonio la vio. Llevaba el pelo recogido en un mono sobre la nuca, tampoco ella llevaba los labios pintados, con esa cara trastornada y diferente, insignificante incluso, que tienen las mujeres cuando se levantan por la manana. Por la cara probablemente el no la habria reconocido y tampoco la identifico por el cuerpo, que podia confundirse facilmente con el de sus companeras, de igual estatura e igualmente delgadas.

La reconocio por su porte caracteristico: agil, orgulloso y arrogante. De las ocho era la unica que ejecutaba las cabriolas aproximadamente, casi con desgana, sin proyectar verticalmente los brazos y las piernas en alto, con sucesion alterna, sino esbozandolas apenas. Como si quisiera decir: 'Para mi, esto son tonterias, no tengo por que esforzarme, yo se hacer esto y muchas otras cosas'.

Estaba mirandola fijamente, pero ella miraba todo el tiempo en otra direccion. Era ella, pero no exactamente ella. Con aquel atavio, que no lo era de verdad, le cambiaba incluso la expresion de la cara. Con las zapatillas sin tacon, le parecia tambien mas baja.

Llevaba unos leotardos negros de mangas largas y medias negras de punto grueso que le llegaban hasta la ingle y no se entendia como podian mantenerse estiradas y, entre la extremidad inferior del jersey y el borde de las medias, quedaba al descubierto, lateralmente, una media luna de piel. No era la unica que se habia vestido asi: evidentemente, era una costumbre admitida. Pero aquella franja de muslo desnudo que aparecia tenia un sentido especial, una alusion, una referencia a otras cosas prohibidas.

Ella no llevaba leotardos, llevaba un mono de mangas largas que se pegaba a la espalda, a los pechitos de nina y al trasero. En las piernas, un par de medias negras que la cubrian enteramente, pero de costado el borde horizontal no acababa de coincidir con el limite inferior del jersey, que, por la tension de las carnes, formaba una curva, por lo que una franja de carne blanqueaba ese negro: casi una provocacion, una coqueteria, un guino, una invitacion.

Terminadas las cabriolas, pasaria junto a el, a menos de dos metros, y volviendo la cabeza ora a un lado ora al otro lo veria, sus miradas se habian paseado exactamente por su cara, pero no habia habido un guino, una modificacion, ni siquiera minima, de las facciones, una senal de reconocimiento: como si nunca lo hubiese visto, como si el ni siquiera existiese.

No. Los decorados, los trajes, su trabajo no le importaban nada: que se fueran a la porra. Dorigo la seguia a ella, con la esperanza de que se distinguiese, de que lo hiciera mejor, pero, en realidad, ella no estaba ni mejor ni peor que las otras, se veia que podria haberlo hecho mejor, pero ostentaba su falta de voluntad. Hacia indolentemente el minimo necesario para no romper la armonia con sus companeras.

Dos veces mas paso por delante de el y sin duda lo vio, pero era como si mirara al vacio.

Despues Vassilievski dio un pisoton en el suelo e hizo una sena con la mano derecha y la musica del piano se interrumpio: era la senal de que el coreografo concedia una pausa. Bailarines y bailarinas se dispersaron.

«No, no, chicas, quedaos aqui: solo cinco minutos. No hay tiempo para ir a los camerinos», grito la directora de la escuela, porque alguna hacia ademan de querer alejarse.

En aquel momento aparecio el director del montaje escenico, escenografo celebre, gran senor, quien se acerco a Dorigo y lo felicito por los bocetos. Empleo terminos entusiasticos, probablemente exagerados, pero no era hipocresia, mas bien el deseo de que Antonio, nuevo en aquel ambiente y manifiestamente desplazado, se sintiera mas comodo.

«Se lo agradezco», dijo Antonio. «Es usted muy amable. Mire, es la primera vez que hago decorados tan arduos, pero cuento con su ayuda. A veces a partir de simples esbozos puestos en una hoja de papel, ustedes son capaces de obtener obras maestras…»

Mientras hablaba asi, vio a Laide, que estaba bromeando con un bailarin, un buen mozo que le sacaba la cabeza; estaba pegada a el y en determinado momento le pego, riendo, un punetazo en pleno pecho. Era ella enteramente en aquel gesto: descarada, picara, coqueta, vulgarota, segura de si misma.

Fue como si le hubieran clavado un alfiler, como una punzada dolorosa. Aquel puno, alegre y companeril, entranaba una prolongada intimidad oculta o por lo menos una relacion libre y desenvuelta entre iguales, con cantidad de recuerdos comunes, trabajo, esperanzas, bromas, noches locas por Milan, cotilleos profesionales, chistes verdes, confidencias, noches de amor tal vez, y una relacion semejante entre Antonio y Laide nunca la habria, lo comprendia perfectamente: bastaba con pensar en la diferencia de edad, en el fondo el habria podido ser su padre.

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