«?A que hora?»
«Al mediodia».
«De acuerdo. Adios, entonces, y gracias por llamar».
«Faltaria mas. Adios», dijo ella y a Dorigo le parecio notar en su voz un matiz de desilusion, como si Laide esperara que el hubiera renunciado tambien al esqui para volver a verla en seguida.
Mejor asi, pensaba satisfecho, hacerse desear es siempre la tactica mejor. Estaba aun tranquilo. Mas aun: estaba contentisimo, ligero y seguro de si mismo. Que la llamada lo hubiese alegrado no le parecio preocupante. ?Preocuparse? Era el quien dominaba la situacion.
Pero el lunes, cuando el reloj de pared que tenia enfrente dio las doce del mediodia, se dio cuenta de que estaba impaciente. Se dio cuenta incluso de que toda la manana habia esperado la llegada del mediodia. La espera habia comenzado ya la noche anterior, cuando habia vuelto a Milan, habia empezado el viernes anterior en el preciso instante en que Laide habia dicho: «Faltaria mas, adios». Durante tres dias habia seguido esperando, sin saberlo.
Y ahora no paraba de mirar el reloj. «Trac», hacia el mecanismo cada minuto y la aguja daba un saltito adelante. Cada «trac» era un pequeno espacio de tiempo que se iba, una probabilidad menos de que Laide mantuviera su promesa. Desde el viernes cuantas cosas podian haber sucedido, cuantos hombres la habrian deseado, le habrian hecho la corte, mas jovenes, ricos y guapos que el, cuantas ocasiones por espacio de tres dias para una chiquilla sin cabeza lanzada a la desesperada por el mundo.
A las doce y diez, se puso en pie: ya no resistia mas, ya no conseguia concentrarse en el trabajo. Tenia que contestar a una carta, la leia y la releia sin lograr comprender su sentido.
Penso: 'Si dentro de cinco minutos no me ha llamado, quiere decir que ya no dara senales de vida. Tal vez ni siquiera este en Milan ahora, quizas este otra vez en Modena o en Roma, quien sabe'.
Lo llamo Maronni desde su despacho: habia llegado Blisa, el de la empresa papelera, para hablar del proyecto del campo deportivo. ?Y si le telefoneaba Laide mientras estuviera alli?
La puerta de su estudio era de las que se cierran solas mediante un muelle con embolo. La dejo abierta de par en par con una silla que mantuviera abierto el batiente. Tambien dejo entornada la puerta del otro despacho a su espalda, que, por suerte, no tenia muelle.
Se dio cuenta de que Maronni lo miraba con extraneza.
«Estoy esperando una llamada», dijo. «Es alguien que telefonea desde fuera».
Maronni sonrio:
«?Desde fuera?»
«Si, tenia que llamarme desde Como».
Mintio bastante bien. Por lo general, le costaba mentir.
Tambien alli habia un reloj. A cada minuto, «trac». En todas las partes del edificio habia aquellos relojes que hacian «trac» a cada minuto. Los extranos quedaban impresionados, pero al cabo de poco se acostumbraban, dejaban de sentir la sacudida. Tambien en el estudio de Maronni, un despacho precioso, habia un reloj. Indicaba las doce y dieciseis, las doce y diecisiete. Estaban hablando de la fachada que daba a la calle. Blisa queria algo representativo, hablaba incluso de columnas. Convencerlo de hacer algo diferente parecia una empresa desesperada.
Con el rabillo del ojo, Antonio vio saltar la aguja: las doce y diecinueve. Ya no daria mas senales de vida, no volveria a telefonearle, desapareceria en la niebla con otros hombres desconocidos, jovenes, seguros de si mismos. Tal vez fuera mejor una pared con curvaturas verticales, le daba completamente igual. ?Donde estaria en aquel momento ella? ?Habria un telefono alli donde se encontrara? ?Habria una guia para buscar el numero? Seguro que no recordaba el numero, no recordaba el numero, eso garantizado. Le costaba muchisimo hablar del proyecto, pero lo conseguia, si bien con grandes pausas. Miro: las doce y veinte. Laide ya no telefonearia. Pero, ?existia Laide? ?Existia una muchacha con un nombre tan ridiculo? Existio, pero dejo de existir. Existia, pero lejana, lejanisima. Las doce y veintiuno: el reloj habia hecho «trac» en aquel momento; tambien el lo habia oido, al final. No volveria a verla nunca mas.
Con un pretexto, se separo de Maronni y Blisa y se encerro en su despacho. Al quedarse solo, respiro. Cuanto costaba dominarse delante de los otros e incluso tener que reirse y bromear. Ahora al menos ya no existia el peligro de no oir el timbre del telefono, encendio un cigarrillo y, despues de dar dos caladas, lo tiro. Le parecio que era medianoche, como si hubiese una obscuridad dentro de el. Era de locos, era ridiculo; peor aun: era indigno, para un hombre como el, andar con tantos cuentos por una chica de alterne. Ciertos dias ni siquiera estaba guapa, ciertos dias resultaba feucha incluso, si, si, no precisamente un callo, pero bastante insignificante. Se aferro a aquella idea consoladora: no era guapa, sino del monton; en cualquier caso, no valia la pena.
Necesitaba otra cosa. Pero aquella carita viva y graciosa -pensaba-, aquella alegria fisica, las piernas, aquellos muslos largos y estrechos que incluso bajo las faldas, al dar el paso, revelaban una insolente juventud, aquella maravillosa desverguenza, mas ingenua y casta que el riguroso pudor de las colegialas, en virtud de la cual, si hacia calor, Laide se sentaba y levantaba las faldas y descubria los muslos hasta la ingle, aquel pueril don de si al projimo, como una nina a la que han hecho creer que todo es un juego y no tiene nada de malo, aquella multitud de sombras ignotas que formaba un telon de fondo, hombres y mujeres, a los que ella pertenecia, luces indirectas en un rincon de la sala de fiestas de moda, llamadas de telefono ambiguas, carreras locas por la autopista con un cochazo de un hijo de casa bien que a ciento sesenta por hora le cogia con la mano derecha la cabecita y la besaba largo rato, en las profundidades de su boquita, aquella forma suya de marcharse, con paso inseguro y orgulloso a un tiempo, como un guerrero que entra en la guarida del dragon, aquel desaire, aquel decir y no decir, aquel perfil como los que se ven en los albumes de los pintores del siglo XIX, que denotaba a un tiempo la plebe, la raza, el sexo, la familia, la historia incluso, aquellos ojos redondos ora fijos ora asustados ora impertinentes y duros ora alegres y confiados, como de campesinita que va a la verbena, aquella venta de su cuerpo como si fuera un deporte de moda entre las chiquillas, aquella serena dignidad en la cama sin abandonarse nunca a las ansias de la carne, aquel completo abandono que sabia ser recato, aquella prostitucion que era un ingenuo ritual de casta por el que la pobre daba a los ricos su cuerpecito desnudo para que lo gozaran, aquel deseo de vida estupido, absurdo, conformista que era una forma de vida para tantas jovencitas, aquella pronunciacion de la erre, reflujo subterraneo tal vez de una aristocracia extraviada en los meandros de palacios ruinosos, entre las idas y venidas de servidores con antorchas.
Sono el telefono. No era ella, se forzo a pensar. No era ella.
«Antonio», oyo: en tono lento, cansado, receloso, con una desconfianza total en el mundo, inconcebible en una chiquilla de veinte anos.
«Hola», dijo el.
XIII
Ahora ya no se veian en casa de la senora Ermelina. Laide le dijo que habia discutido con ella y lo llevo a la casa de una amiga, pero despues el recurrio al piso de Corsini, un amigo casi siempre ausente de Milan. Era un piso hermoso al fondo de Via Vincenzo Monti, junto a la Feria, un piso alegre con una gran sala de estar y una escalera interior que conducia a las alcobas de arriba. Su amigo no estaba casi nunca y, en cualquier caso, por la tarde estaba libre practicamente siempre. A Laide le gusto mucho: todo lo que de algun modo la introducia, como participe, en la acomodada y respetable vida burguesa le daba un placer inmenso. Y, aunque los muebles fuesen modernos, se intuia en seguida que el inquilino era una persona muy elegante y al tiempo solida, no tenia el menor aspecto de pied-a-terre, de «picadero», como se suele decir.
Laide curioseaba por el, muy contenta, como una nina que esta buscando los regalos escondidos, inspeccionaba los canteranos de la cocina y la nevera, parecia encontrar gusto en prolongar indefinidamente la espera de el con los pretextos mas indolentes. Y no era que Antonio estuviese muy impaciente por poseerla, pero solo en la cama, cuando la estrechaba desnuda entre los brazos, solo en esos breves momentos se calmaba del todo la maldita inquietud que aquella muchacha le habia metido en el cuerpo. Ademas, ella en la cama estaba mucho mas alegre y vivaracha de lo habitual, no es que el acto carnal con Antonio le procurara demasiado placer -mas aun: estaba claro que le importaba un bledo-, pero tal vez la cama se volviera para ella como un gran juguete en el que resultaba tan divertido revolcarse y hacer bromitas, meterse bajo las sabanas y esconderse