Tantas veces habia oido hablar de hombres arruinados, personajes de novela, seres increibles para el, burgues solido. Recordaba al conde Muffat, reducido al fango y a la miseria por Nana. Cuentos, comodas invenciones de escritores, casos de una estulticia absurda: en su protegido mundo nunca podia haber desplomes semejantes. Eso pensaba y, sin embargo, ahora Antonio se preguntaba si no habria comenzado para el esa famosa ruina y vislumbraba el desolado futuro: un viejo delabre que se arrastraba por los locales y restaurantes intelectuales esperando las cinco mil liras de un colega fastidiado, reducido a una habitacion amueblada, mantenido aparte, solo como un perro, mientras Laide, protegida por un gran industrial, pasaria con un Jaguar a su lado, cebada, cubierta de brillantes y con una gigantesca piel de vison.
?Como podia resistirse? Dinero hacia falta cada vez mas. Ahora Laide habia alquilado un piso que no estaba nada mal, la verdad, en una casa moderna de Via Schiasseri, por la parte de la Ciudad de los Estudios. Habian seguido largas discusiones, porque ella no queria concederle las llaves de su casa y, para ganar la partida, Antonio habia tenido que amenazar con no dar mas senales de vida. Naturalmente, ella en el fondo no lo habia creido, pero en el fondo, ?que cedia? Aunque el tuviera las llaves, Laide siempre podia encerrarse dentro y, si el llamaba al timbre, podia fingir que no oia o no estaba.
Confusamente, tambien Antonio comprendia que cuanto mas se desarrollaran y mas intimas se volvieran las relaciones con Laide, mas frecuentes serian las ocasiones de inquietud y sospecha, tanto mas cuanto que, en el fondo, se veia arrastrado hacia una suerte que no lograba imaginar. Incluso los amigos a los que sentia la necesidad desesperada de confiarse ya habian renunciado a retenerlo: si habia perdido la cabeza, que se arruinara con sus propias manos.
Por la noche, por ejemplo, cuando volvian del cine o del teatro, en lugar de dejarla delante de su casa, Antonio habria querido acompanarla arriba, aun sin llegar a hacer nada, solo por el gusto de verla desnudarse y meterse en la cama, pero ella nada, a ese respecto era inflexible. Para hacerle compania, ya tenia, segun decia, a una amiga, una tal Fausta, una pobre desgraciada meridional que un dia le habia presentado Laide en la calle. En efecto, se veian las luces encendidas.
Incluso hacer el amor con ella -y la verdad es que Antonio no tenia grandes pretensiones al respecto- se habia vuelto dificil. Estaba mas que claro que a Laide no le apetecia. Siempre procuraba aplazarlo -o tenia la regla o dolor de garganta o dolor de cabeza- y, las pocas veces que aceptaba, lo hacia con tal desgana, que se esfumaba todo el gusto.
De pasar una noche con ella, ni hablar.
«Yo nunca he dormido con un hombre; yo, si no estoy sola en la cama, no puedo conciliar el sueno», era su cantinela. Solo tras una increible insistencia logro Antonio arrancarle la promesa de dejarlo dormir con ella la noche del 15 de agosto. Cuando llego aquella fecha, Laide mantuvo la promesa, pero, antes de que entraran en la casa, le advirtio que aquella noche no queria que la tocaran, no le apetecia, y durante toda la noche durmio en el otro borde de la cama y dandole la espalda. ?Y eso era el amor? ?Contra ese muro de indiferencia se rompia la ola de los suenos, el divino fuego!
De vez en cuando Antonio se asombraba de si mismo. ?Como era posible que tolerara tanto? En tiempos le habria parecido inconcebible. Por suerte, hasta a las bofetadas se acostumbra uno. ?Por fortuna o por desgracia? ?No era la senal de una degradacion? Pero rebelarse era imposible. La idea de perder a Laide le infundia el desaliento habitual.
Un hombre, un hombre orgulloso, inteligente, triunfador y ya seguro de si mismo, arrastrado por el suelo por una chiquilla infernal sin maldad, asi, sin querer, solo porque el habia perdido la cabeza y a la larga eso le daba un fastidio terrible. ?O solo por culpa de el, que no sabia hacer las cosas, que estaba idiotizado y cometia un error tras otro? ?Hasta cuando y hasta donde continuaria aquella historia? ?Llegaria el suspirado hastio? ?O al menos la resignacion? Ahora estaba solo, debia arreglarselas por si mismo, ya no habia nadie que pudiera ayudarlo, poco a poco habia acabado cesando el desahogo de las confidencias con los amigos, habia de confesar vilezas tan vergonzosas, que los amigos se negarian a creerlo y ya no tenia valor para hacerlo.
Veamos. Un domingo habian quedado en encontrarse, iban a ir a dar un paseo en coche y el por la manana fue al estudio expresamente para telefonear con total libertad.
«Ah, mira, lo siento», dijo ella, «lo siento, de verdad, pero hoy no podemos vernos: mira, viene a verme Marcello, pobrecillo, los suyos estan aun en el campo, ?y como voy a dejarlo plantado a el solo?»
«?No habias quedado conmigo?»
«Pero nosotros nos vemos todos los dias, no seas egoista: el unico amigo que tengo y que, ademas, es tan buen chico; ya te he dicho que es como un hermano para mi».
«Bueno, haz lo que quieras».
(Le volvio a la mente aquella frase delante del cine en Modena: «Un beso en la boca, creo. ?O tu prefieres en otros sitios?» Por desgracia, era una situacion ya aceptada. En cierto sentido, si el se hubiera empecinado, habria tenido razon ella al protestar.)
Pero cuando, a la una y media, Laide le telefoneo:
«Oye, querido, ?tu sales ahora?»
«Yo no, ?por que?»
«Deberias hacerme un gran favor. Me he quedado sin carne para Picchi. Deberias dar un salto a un restaurante y pedir que te dieran doscientos gramos de carne picada, hoy es domingo y las tiendas estan cerradas».
Era horrible, era oprobioso, pero la simple idea de poder verla unos minutos le aliviaba.
«De acuerdo, voy corriendo».
No eran aun las dos cuando Antonio llamo a la puerta de Laide con el paquete de carne en la mano. Antes de que se abriera la puerta, oyo, al otro lado, una voz de hombre. Ella se asomo, inquieta:
«Disculpame, lo siento de verdad, pero no sabia que fueras a venir tan pronto».
Tuvo que entrar. Marcello, sentado en la cocina, se levanto y lo saludo, respetuoso: seguia teniendo aquel aire suyo desgarbado e insulso; al fin y al cabo, tampoco era absurdo que para Laide fuera solo un buen amigo.
«Bueno, ahora tengo que irme pitando», dijo Antonio.
«?De verdad que no quieres quedarte un momento?»
«No, no, me esperan. Y tu, ?que vas a hacer?»
«Pues ahora vamos a salir, en cuanto haya comido el perrito. Vamos a ir al cine».
Laide lo acompano hasta el ascensor.
«Al menos a cenar vendras conmigo, espero».
«Pues a cenar quiza si».
«?Porque quiza?»
«Oye, ?tu vas a ir hoy al estudio?»
«Hoy es domingo, pero si quieres…»
«Si, hagamos eso, yo a las seis y media te llamo al estudio».
Se marcho con una curiosa sensacion de suciedad, de injusticia. Aquellos dos, solos en casa, hablarian de esto y lo otro, jugarian con el perrito, se reirian del modo mas inocente, ?que otra cosa podian hacer una hermosa chica de veinte anos y un joven de veinticinco? Y, sin embargo, el lo creia sinceramente. Si no lo hubiera creido, no lo habria soportado. Aquella fe suya lo salvaba. Desde luego, los otros, los habituales, que no entendian ciertas cosas, se habrian tronchado a carcajadas.
A las seis y media en punto ella le telefoneo.
«Mira, no te enfades, por favor, pero resulta que no se que hacer, este pobrecillo ahora se marcha a Francia y estara fuera varios meses, ?como voy a dejarlo plantado? Su tren sale a las once y media».
«Pero si ya te lo habia dicho yo».
«Oh, no empieces, por favor, ya sabes que no tiene nada de malo y, ademas, te repito que se va al extranjero».
Extranjero, extranjero: una rabia de fuego que lo dejaba atontado. Ceno como un automata con los amigos, que ya no le hacian el menor caso, y despues vino la pesadilla de la noche solitaria con las miradas fijas en las dos grietas del techo y fuera los automoviles que pasaban, las voces de las prostitutas. ?Donde estarian esos dos? ?Se habria ido el de verdad o estaria en la cama de matrimonio de Via Schiasseri concediendose un suplemento de amor vespertino?
A las ocho aun no habia conciliado el sueno. Trastornado, se levanto, se vistio y se precipito al garaje.