Pero despues el cerebro empezo a trabajar: ?no era extrano que Laide, tan precisa en el cumplimiento de sus compromisos, con una memoria sorprendente, al menos en relacion con todos los pequenos detalles de la vida, no hubiera recordado la noche anterior que el dia siguiente era Ano Nuevo? ?No podia ser, en cambio, una excusa para salir con otros?

Todas las veces que sentia sospechas de esa clase, la idea de ponerse en accion e indagar le daba como una nausea. Le parecia algo vil, desleal, sucio, pero tal vez no fuera esa la verdadera razon. Tal vez la verdadera razon por la que no hizo nada fuese el miedo a sorprenderla con las manos en la masa, a descubrir la mentira y la traicion, a verse obligado a plantarla. Aunque se sintiera hecho polvo, esta ultima seguridad lo sostenia: si hubiese tenido una prueba de que Laide le ponia los cuernos, habria roto para siempre, desde luego.

Pero aquella vez resultaba, en el fondo, sencillo. Bastaba con telefonear con un pretexto cualquiera a casa de su hermana hacia la hora de la cena. Seguro que la hermana o el cunado no estarian avisados, por lo que le dirian si esperaban o no a Laide para cenar.

Le costo tomar aquella decision. Paso toda la tarde en su estudio rumiando todas las hipotesis posibles, los riesgos, la posibilidad de complicaciones. No, no habia, la verdad, peligro alguno. Hacia las seis, como casi siempre, ella le telefoneo a la oficina para rogarle de nuevo que la disculpara y prometerle que el dia siguiente saldria con el, decia que se sentia mejor, parecia alegre, afectuosa incluso.

«Adios, tesoro», le dijo, al despedirse, «por favor, no te vayas a ir esta noche de picos pardos».

Pero, ?que larga resulta una tarde! Antes de las ocho y cuarto, ocho y media, habria resultado indecoroso y las horas nunca acababan de pasar, miraba continuamente el reloj y no era una lentitud aburrida, sino rabiosa, como si aquel frenetico precipitarse de todas las cosas que lo acompanaba desde hacia meses hubiera dado marcha atras y, bajo los minutos que nunca acababan de pasar, funcionase en sentido inverso un compacto mecanismo de ruedas que dejaba el tiempo estancado: ?y todo ello para que el acabara enloqueciendo!

Y, ya agotado, cuando el reloj del estudio dio con su «clec» neurastenico las ocho menos diez, se dio cuenta de que debia de tener una cara trastornada. Salio corriendo. ?Y si encontraba por casualidad un neumatico desinflado? No, los neumaticos estaban intactos. Corriendo a casa de su madre. Llego a las ocho y cinco. Dios mio, aun diez minutos que esperar.

La cena estaba lista, pero, ?quien tenia ganas de comer? Con esfuerzo, para que los otros no lo advirtieran, consiguio tragar unas cucharadas de sopa. No dijo ni palabra. Su madre lo miraba con una tristeza que ya se habia vuelto una costumbre. No cesaba de echar vistazos al reloj. Las ocho y diez.

«?Como es que no comes la chuleta? En tiempos las chuletas a la milanesa eran tu pasion».

«Bueno, tomare un poquito, no se por que, pero esta noche no tengo hambre».

Las ocho y trece.

Tuvo fuerzas para esperar hasta las ocho y diecisiete. En el fondo, aunque telefoneara a las nueve, ?no seria lo mismo? Seria incluso mejor. Tal vez llegase tarde Laide, pero resistir mas resultaba imposible.

«Disculpa, he olvidado que debia hacer una llamada».

Fue hasta el telefono, marco el numero, la linea estaba, por fortuna, libre, pero nadie respondio. ?Era posible que no hubiera nadie? Laide le habia dicho un dia que el telefono estaba en la alcoba de su hermana. ?Y si no oian desde el comedor? A saber si no seria mejor asi; si no respondia nadie, no le quedaba nada mas que hacer: una tregua, ya que no otra cosa, por aquella noche quedaba excluida la posibilidad de tener que adoptar la decision fatal.

No, respondio alguien. La voz de un hombre: debia de ser el cunado.

«Perdone, soy Dorigo, ?podria, por favor, hablar un momento con Laide?»

«Pues Laide no esta».

«Ah, ?no cena con ustedes?»

«No, esta noche no la esperamos».

«Disculpe entonces. Buenas noches».

«Buenas noches».

Aquel infierno dentro del pecho: latidos, jadeo, devastacion, cuchillas candentes que le penetraban. ?Menudo si tenia razon de sospechar!

?Y si probara a telefonear a Laide? ?Y si esta estuviera aun en casa? Nada costaba probar.

Oyo aquella erre, aquella voz como cansada, desconfiada, impasible, que tanto le gustaba a el.

«Hola, soy yo. Me habias dicho que ibas a cenar en casa de tu hermana, pero no era cierto».

«?Como que no era cierto! Estoy a punto de salir de casa».

«He telefoneado a casa de tu hermana y me han dicho que no te esperan».

«Porque he cambiado de idea».

«?Y adonde vas ahora?»

«Voy a cenar sola, pero ahora, te lo ruego, dejame, porque hay un taxi esperandome».

«Entonces vamos juntos».

«No». Un 'no' firme y duro.

«?Por que no?»

«Porque no me apetece y, ademas, es que no tengo ganas de hablar, no quiero hacer esperar al taxista».

«Te digo que vayamos juntos».

«Y yo te digo que no».

«Entonces voy a esperarte a tu casa».

«No, no quiero». Una sombra de aprension. Y colgo.

?Se habria vuelto loca? Nunca habia actuado ni hablado asi. Debia de ser algo nuevo. Aquella vez debia de haber otro y por aquel otro estaba dispuesta incluso a arriesgarse a la ruptura. Estaba dispuesta a perder, entre una cosa y otra, casi medio millon de liras al mes.

Mejor asi, se dijo Antonio estupidamente -total, una u otra vez habia de suceder-, pero era extrano. Ella siempre tan cumplidora y preocupada por el dinero. Debia de estar chalada por alguien. ?O se trataria de alguien mucho mas rico que el?

La inquietud y el nerviosismo de antes se habian transformado en un curioso sentimiento nuevo, tumultuoso, dinamico, decidido. Como el alpinista que, despues de haberselo pensado mucho, se aparta por primera vez del promontorio en el que esta fijada la cuerda doble y se abandona al vacio, como cuando comienza la batalla y se logra no pensar en otra cosa y con la fiebre desaparece tambien el miedo a la muerte. ?Que sucedera despues? No importa, cualquier cosa sucedera, no se puede hacer otra cosa. Despues de tantas maniobras, diplomacias y enganos, por fin el juego con las cartas al descubierto. En cualquier caso, Antonio se sentia casi aliviado de momento.

Llego a casa de Laide hacia las diez menos diez.

«?Quien es?» La voz de la enfermera.

«Soy Antonio».

Se abrio la puerta. Menos mal.

La enfermera, Teresa, no parecio asombrada, era una chica de montana de unos treinta anos, que parecia indiferente a todo.

«Mire, senor», dijo, «le ruego que no me comprometa. La senora Laide me habia recomendado no responder al telefono ni abrir la puerta a nadie. ?Se va a quedar usted?»

«Voy a esperarla».

«?Le importa que mire la television?»

«En absoluto».

Fue a la cocina, se sento e intento leer un numero de Topolino que encontro en un estante. Habia una pila. Pero necesitaba algo diferente de «Paperon dei Paperoni». Eran horas interminables. El hecho de que una chiquilla hubiera salido a cenar con un hombre en uno de tantos restaurantes de Milan la noche de fin de ano carecia de la menor importancia para el mundo, pero para el, Antonio, podia ser el fin de todo.

A saber por que, se le ocurrio llamar a casa de su madre.

«Disculpa, mama, ?ha telefoneado alguien?»

«Si, hace poco, debia de ser… en fin, tu ya me entiendes».

«Ah, bien, no importa. Hasta luego, mama».

Habia telefoneado. Tal vez esperaba que no fuera a su casa. Evidentemente, estaba inquieta. Dentro de poco

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