chicuelo, mientras fulminaba al hombre con una mirada indignada. El rostro que vio bajo el sombrero adornado con plumas negras le parecio apropiado al personaje: ancho y grueso, con una gran nariz, bigote y barbita grises y algo ralos. Los ojos infundian temor: inmoviles, de un gris amarillento, tan frios como los de una serpiente y subrayados por grandes bolsas, no parpadeaban, como si estuvieran esculpidos en piedra.
—?Sal de ahi, muchacha! —rugio—, si no quieres recibir el mismo trato y...
Un grito de indignacion le interrumpio. Madame de Vendome y su cochero entraron en escena. Mientras este corria a socorrer a Sylvie y a su protegido, aquella apostrofaba al villano, con la aprobacion de la muchedumbre, siempre dispuesta a apreciar los gestos nobles.
—No se con quien hablo, senor, pero bien se ve que no sois un gentilhombre. No es esa la manera de dirigirse a una dama noble. Mademoiselle de l'Isle es doncella de honor de Su Majestad la reina, y yo soy la duquesa de Vendome.
Esta vez el hombre se descubrio, pero no desmonto.
—Soy el nuevo teniente civil de Paris, senora duquesa. Isaac de Laffemas para serviros... y daros un respetuoso consejo: llevaos de aqui a esa joven. Seguid vuestro camino y dejadme hacer mi trabajo. En cuanto a ese mozuelo...
Sin duda este no se habia hecho mucho dano, porque se levanto no sin depositar, de paso, un rapido beso en el guante de Sylvie. Luego, escurridizo como una anguila, se perdio entre la muchedumbre, que se cerro, protectora, detras de el. Mientras, Madame de Vendome y Sylvie volvieron al carruaje seguidas por la mirada imperterrita del teniente civil, que obligo a los mirones a hacer sitio para que el vehiculo pudiera seguir su camino. Solo cuando estuvo de nuevo sentada, se dio cuenta Sylvie de que le habian robado la bolsa. Quedo tan desconsolada que la duquesa se echo a reir.
—Asi son las cosas cuando se ejerce la caridad sin discernimiento —dijo—. Ese raterillo ha encontrado con que sobrevivir, y nosotras estamos tan embarradas como un par de comadres. ?Bonita aparicion vamos a hacer ante la reina!
Sylvie alzo hacia ella sus grandes ojos, que poco a poco recuperaban la alegria, y se encogio de hombros antes de intentar limpiar con su panuelo las manchas mas visibles de su vestido.
—Perdonadme, senora, pero no me arrepiento de nada. Si las pocas monedas que se ha llevado pueden ayudar a ese pequeno a sobrevivir, dare gracias a Dios.
—En verdad, hablais como el propio Monsieur Vincent lo habria hecho en las mismas circunstancias —dijo ella, dandole unas palmaditas en la mejilla—. Estoy orgullosa de vos: en medio de las tentaciones de la corte, sabreis guardar vuestro honor y dignidad. Y recordadlo bien: vuestra unica ama alli es la reina. A ella unicamente debeis obediencia ciega. ?Me habeis comprendido? ?Ciega!
—Podeis estar segura, senora duquesa, de que no lo olvidare.
El rodeo no habia retrasado mucho a las dos mujeres. Seguian ahora la Rue des Fosses-Saint-Germain y, por encima de los techos y las torrecillas del
—?Valor, hija mia, ya llegamos! Vereis que los aposentos son menos funebres de lo que permiten suponer las fachadas exteriores. Cuando llego a Paris, poco despues de su boda con el rey Enrique IV, la reina Maria (?que Dios se apiade de ella por la indigencia en que la deja su hijo en Colonia!) renovo los aposentos y los decoro con buena parte del lujo florentino al que estaba acostumbrada.
La observacion era oportuna. En efecto, la primera impresion era de fortaleza, mas que de palacio: los muros cubiertos de una costra de suciedad negruzca, las torres macizas, los fosos llenos de barro helado —lo que disimulaba hasta cierto punto el mal olor—, el puente levadizo y el primer recinto exterior almenado y jalonado por torrecillas de vigilancia, no tenian nada de acogedor. Entre esta muralla y los fosos se encontraban los dos recintos de juego de pelota que habian utilizado en sus momentos de ocio, a lo largo de distintas epocas, los reyes y sus acompanantes.
El acceso al Louvre era libre para quien fuese vestido convenientemente y no exhibiese un aspecto demasiado patibulario, de modo que una marea humana continua cruzaba en uno y otro sentido el puente levadizo. En principio, unicamente la familia real podia entrar en el patio en carroza y los principes de sangre a caballo, pero cuando hacia mal tiempo, las princesas estaban autorizadas a seguir en coche por el largo pasillo oscuro y abovedado que daba acceso al amplio patio central. Asi lo hizo la carroza de Madame de Vendome, princesa de sangre por la mano izquierda, pero princesa de sangre a fin de cuentas.
—?Dios mio, senora! ?Siempre hay tanta gente? —pregunto Sylvie, un poco asustada al constatar que el coche se abria paso en medio de una muchedumbre.
—Siempre. Incluso cuando el rey no esta, como ocurre hoy.
En efecto, los guardias franceses de uniforme azul con bocamangas rojas se las veian y deseaban para contener un gentio variopinto y heteroclito compuesto sobre todo por hombres sobre cuyas cabezas ondulaban los colores de tantas plumas que probablemente habian requerido el sacrificio de todo un rebano de avestruces. Alli se podia ver a elegantes vestidos de seda y cintas, financieros que exhibian ricas estolas de piel, gacetilleros en busca de chismes noticiosos, provincianos venidos con la esperanza de ver al descendiente de san Luis, extranjeros tambien, y por supuesto cortesanos que, a falta del rey, se resignaban a recurrir a la reina. Los guardias se esforzaban en empujar a la mayoria hacia la puerta de Borbon, donde los arqueros del prebostazgo, vestidos con chaqueton azul, apostados junto a las puertas rechazaban sin contemplaciones a los visitantes menos encopetados. Los demas pasaban al cuidado de los suizos y despues, ya en las puertas reales, al de los guardias de corps.
La recien llegada se sorprendio al comprobar que, de hecho, la gran construccion feudal del palacio comprendia sobre todo la fachada de la entrada. Enfrente, y a lo largo del Sena, se alineaban edificios mas modernos, levantados por los reyes Enrique II, Carlos IX, Enrique III y Enrique IV. En cuanto al ala Norte, donde habian derribado la torre de la Librairie y la de la Grande-Vis, no era en ese momento mas que un amplio solar en obras momentaneamente paradas debido a las bajas temperaturas. El arquitecto Lemercier, que acababa de concluir las obras del Palais-Cardinal,[14] residencia de Richelieu, y de iniciar la construccion de la iglesia de la Sorbona, era el encargado de la remodelacion.
La carroza de la duquesa evito el Grand-Degre o escalera de Enrique II, que llevaba a la Gran Sala y a los aposentos del rey, y se detuvo en el acceso al Petit-Degre, por donde se subia a la residencia de la reina. En el momento de bajar, Sylvie se atrevio a poner su mano en la de la duquesa:
—Perdonadme, senora, pero quisiera saber...
—?Que?
—Tengo... tengo un poco de miedo. No me siento digna de un honor tan grande, porque no soy ni muy bella, ni muy noble, ni muy brillante, ni...
—Elegis muy mal el momento para hacer que os repitan lo que os han dicho ya muchas veces. La reina os quiere debido a vuestra voz y a vuestra facilidad para hablar el espanol. No exagereis vuestra modestia. No sois ni fea ni boba, y vuestra nobleza es mas que suficiente. ?Vamos!
No anadio que la idea de ver a Sylvie provista de un certificado de doncella de honor complacia mucho a su esposo. Exiliado en sus tierras desde su regreso de Holanda, debido a la prohibicion de residir no solo en la corte, sino tampoco en Paris, el duque Cesar ansiaba disponer de un oido inocente en el entorno de la reina. Era cierto que sus hijos, en particular Beaufort, eran recibidos con agrado, pero jamas conseguirian enterarse de esos pequenos secretos de la intimidad real que tan util es conocer cuando se ha caido en desgracia. No con el fin de utilizarlos contra Ana de Austria, por supuesto; pero Cesar, que alimentaba un odio feroz contra la «sotana roja», pensaba que en ocasiones es posible llegar a grandes resultados a partir de pequenos detalles aparentemente sin importancia.
A pesar de aquel consuelo de ultima hora, el corazon de Sylvie latia con fuerza mientras subia la hermosa escalera y llegaba a la antecamara custodiada por guardias armados con partesanas. Alli las dos mujeres encontraron al jefe de protocolo de la reina, Pierre de La Porte, que era tambien uno de sus raros confidentes. Se trataba de un hombre joven —unos treinta y cinco anos, a lo mas—, un normando macizo de rostro amable animado por ojos azul oscuro. Sonrio a la joven inquieta que se adelantaba hacia el, pero, al saludar a la duquesa con gran respeto, no pudo dejar de observar el barro que manchaba los bajos de los vestidos de ambas.
—?Es que han negado a vuestra carroza el acceso a la Cour Carree, senora duquesa?