—En absoluto, en absoluto, pero hemos corrido aventuras cuyas primicias reservo para los oidos de Su Majestad. Anunciadnos, Monsieur de La Porte. Ya venimos con retraso.

En la gran sala caldeada por el fuego de una chimenea y por las tapicerias tejidas con seda e hilo de oro que vestian los muros, estaba Ana de Austria en medio de sus damas: Madame de Senecey, primera dama de honor; Mademoiselle de Hautefort, dama de compania a la que, por esa razon, llamaban «Madame»; la esposa del capitan de la guardia, Madame de Guitaut; Mademoiselle de Pons, Mademoiselle de Chemerault, Mademoiselle de Chavigny y Mademoiselle de La Fayette, que eran sus doncellas de honor, y una visita, la princesa de Guemenee, una de las charlatanas mas indiscretas de Paris. En ese momento, Mademoiselle de La Fayette leia en voz alta un grueso libro encuadernado en rojo, pero era evidente que nadie la escuchaba y que la reina estaba pensativa. En una esquina, vestida de negro al estilo de las «carabinas» espanolas, la anciana camarera de la reina, dona Estefania de Villaguiran, a la que llamaban Stefanille, bordaba sin levantar de la labor su larga nariz calzada con anteojos. Era la de mayor edad del sequito, la unica superviviente de la limpieza drastica efectuada por Luis XIII cuando envio de vuelta a su suegro el sequito espanol de su mujer, al que consideraba, con razon, una caterva de espias. Pero Stefanille habia criado a la infanta y siguio al lado de la reina.

La entrada tumultuosa de la duquesa y de Sylvie detuvo la lectura e hizo aflorar una sonrisa en el rostro preocupado de la soberana. Y no sin razon: la guerra entre Francia y Espana, su querido pais, seguia provocando estragos. El ano anterior, todo el norte de la primera habia sido invadido y los tercios del cardenal-infante, hermano de Ana, habian avanzado hasta Compiegne. Paris solo habia escapado debido a una extraordinaria conmocion nacional que movilizo en masa a toda su poblacion masculina a la caza de los espanoles. Ahora el peligro habia pasado, pero todo el mundo habia temblado. Todos excepto la reina de Francia, que nada deseaba tanto como la victoria de su familia, y que se esforzaba en proporcionarle toda la ayuda posible por medio de una correspondencia secreta que tenia como intermediarios a la duquesa de Chevreuse, su antigua amiga, exiliada en Turena, y a algunos de sus «admiradores». En esos momentos Ana empezaba a sentir los efectos del miedo: su marido no la amaba y desconfiaba de ella; en cuanto a Richelieu, la detestaba por dos razones: primero, porque adivinaba en ella a una enemiga de aquella Francia que el deseaba engrandecer, y segundo por haberla amado tal vez demasiado unos anos atras. Y tal vez incluso ahora...

Es verdad que a sus treinta y cinco anos seguia siendo muy bella, y sobre todo luminosa. Rubia de ojos verdes y tez clara y vivaz, tenia muy poco de la espanola tradicional. Su piel satinada y resplandeciente parecia rechazar las sombras. Su boca parecia una cereza, pequena y redonda, con un labio inferior ligeramente saliente que denunciaba la sangre de los Habsburgo. Sin ser alta, sabia resultar majestuosa. Su cuerpo, sus brazos y sobre todo sus manos eran la perfeccion misma. Una mujer muy hermosa que, casada desde hacia veinte anos, no habia ofrecido a su marido un heredero, solo algunos abortos espontaneos.

Sylvie ya la habia visto, pero ahora se sintio deslumbrada y penso que iba a amarla. Quiza por la voz dulce que tenia y por la risa ligera, un poco burlona pero sin malicia, con que saludo la reverencia de las recien llegadas:

—?He aqui la muchacha! —exclamo—. Pero ?donde la habeis llevado, duquesa? ?A chapotear a orillas del Sena para socorrer a los miserables?

—No, pero casi, hermana. Al venir hacia aqui, como la Rue d'Autriche estaba bloqueada, hemos tenido que pasar por la Croix-du-Trahoir, donde tenia lugar una ejecucion. El hombre al que iban a aplicar la rueda tenia un hijo de diez anos que lloraba y suplicaba el perdon al teniente civil. Este lo trato con la mayor brutalidad, y estaba a punto de hacer que su caballo lo pateara cuando Mademoiselle de l'Isle bajo para socorrerlo y reprocho a ese malvado su crueldad. Al ver que tambien ella estaba a punto de ser maltratada, me vi obligada a intervenir yo tambien. Vuestra Majestad puede comprobar el deplorable resultado.

—?Y ese nino? —pregunto Mademoiselle de La Fayette, una bonita morena de ojos tiernos que sonrio a Sylvie—. ?Que fue de el?

—Hizo la unica cosa inteligente que podia hacer: se escurrio entre la muchedumbre, pero sin olvidar llevarse la bolsa de su protectora.

La risa de la reina se dejo oir de nuevo, con una alegria que habia perdido desde hacia algun tiempo.

—He aqui una caridad mal recompensada, pero procuraremos reparar el pequeno contratiempo causado a una de nuestras hijas, puesto que en adelante sereis nuestra, Mademoiselle de l'Isle, y eso me hace muy feliz: me gustan las personas que por encima de cualquier cosa escuchan su corazon. Me servireis bien, ?no es asi?

Sylvie hizo una nueva reverencia.

—Vuestra Majestad me tiene enteramente a su servicio —murmuro ruborizada, con una sinceridad que hizo sonreir a la reina.

—Me es muy grato escucharlo —dijo al tiempo que le ofrecia la mano, en la que la muchacha deposito un beso ligeramente tembloroso—. Manana nos mostrareis como tocais la guitarra. Mientras tanto, sereis conducida al apartamento de las doncellas de honor, donde ya teneis preparado vuestro lugar. Pero —anadio, volviendose hacia Madame de Vendome—, contadme algo mas, querida Francois, de ese nuevo teniente civil.

—No se nada mas, senora. Lo veia por primera vez...

—Yo puedo hablaros de el —dijo Madame de Senecey—, pero me sorprende que Vuestra Majestad no haya oido nunca pronunciar el nombre de Monsieur de Laffemas, una de las peores criaturas del cardenal. Es tan feo como cruel.

—?Alto, alto, querida Senecey, un poco de caridad! Incluso Su Eminencia tiene derecho a ella —dijo la reina, con una ojeada significativa en direccion al grupo de doncellas de honor al que acababa de sumarse Sylvie, conducida por Mademoiselle de La Fayette, que estaba haciendo las presentaciones. Una de ellas, Mademoiselle de Chemerault, habia ingresado en el grupo a peticion del cardenal, lo que equivale a decir que habia sido impuesta.

—No digo nada malo, senora. Es evidente que un ministro necesita ser servido, pero de todos modos hay servidores y servidores. ?Sabeis que a este se le conoce con el mote de Verdugo del Cardenal?

El nombre hizo efecto: todas se estremecieron al evocar al hombre de rojo que ultimamente se veia con demasiada frecuencia junto a los patibulos, con sus brazos de fuertes musculos cruzados sobre el pecho. Incluso a las mas valerosas —y la reina era una de ellas— se les hizo un nudo en la garganta.

—?Dios mio, que horror! —exclamo Ana de Austria—. ?De donde ha salido ese personaje?

—De una buena familia del Delfinado, senora. Hugonotes ennoblecidos por el difunto rey Enrique. El padre, que fue su primer mayordomo, no carecia de cualidades. Se interesaba por la economia del reino. Favorecio el desarrollo de industrias de lujo como el cuero, las tapicerias y sobre todo la seda. Gracias a el se plantaron grandes cantidades de moreras.

—?Todo eso resulta de lo mas campestre! —exclamo Madame de Guemenee—. ?Y como llego el hijo a convertirse en proveedor de carne de horca?

—Tal vez por sus gustos sanguinarios. Es un leguleyo que pretende ser incorruptible y frio como la muerte. Esas bellas cualidades han debido de seducir al cardenal...

—Pero ?como sabeis todas esas cosas, querida? —pregunto la reina—. No concibo que frecuenteis a esa clase de personas...

Madame de Senecey aparto la mirada, subitamente incomodada:

—Un primo mio tuvo algunas diferencias con el... que no acabaron precisamente bien, para el pobre. Ese Laffemas fue intendente de la Champana, de Picardia y de los Tres Obispados.[15] Y no ignorais, senoras, que alli son frecuentes las revueltas entre los campesinos abrumados por los impuestos. Las represiones dirigidas por ese hombre fueron despiadadas. Peores quiza que las de su colega Laubardemont, el intendente del Poitou, que ahora hace tres anos hizo ejecutar al cura de Loudun, Urbain Grandier. Y ahora ese monstruo, al resguardo de la sotana roja del cardenal, tiene a Paris bajo sus garras... ?Dios ayude a Paris! —anadio la dama de honor persignandose precipitadamente.

De repente la atmosfera se habia hecho irrespirable. La reina estaba a punto de pedir a Sylvie que diese alguna muestra de su talento musical cuando, poco despues de que la campana de la Samaritaine, a la que hizo eco la de Saint-Germain-l'Auxerrois, anunciara las cuatro, el palacio se lleno con los ecos de una ruidosa comitiva acompanada de ordenes que se entrecruzaban y ruido de alabardas. Casi de inmediato, aparecio La Porte:

—?El rey, senora!

—?Vuelve de Saint-Germain? ?Tan pronto?

Aparentemente, a la soberana no se le hacian largas las horas cuando su esposo estaba ausente. La Porte se encogio de hombros.

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