Aquella noche hice algo absolutamente impropio de mi.

Alquile una suite en el Playboy Club de Lake Geneva y me pase la velada celebrando una feliz ocasion sin nombre, durante la cual me obligue a actuar como un juerguista que quiere echar una canita al aire. Tome una cena exageradamente cara en el Sultan's Steakhouse, deje una generosa propina y asisti al espectaculo del Jet Setter's Lounge. Unas jovenes camareras con escotados vestidos de conejita contemplaron con desaprobacion mi indumentaria, totalmente ajena al estilo que alli se llevaba, pero cambiaron de opinion cuando les mostre la llave de mi habitacion, que llevaba grabado «Piso del Potentado» en el reverso. Entonces aceptaron con adecuada humildad los billetes de veinte dolares que les tendi con sumo estilo y me acompanaron a una mesa de la primera fila en la zona VIP. Pedi champan Dom Perignon para mi y para los otros VIPS, y mi gesto fue acogido con aplausos. El hombre que estaba sentado a mi lado no tardo en ofrecerme cocaina y, ya que celebraba una ocasion sin nombre, la esnife y bebi con avidez de la botella de mi mesa.

El espectaculo lo protagonizaba un vulgar bufon llamado Profesor Irwin Corey. El numero consistia en dobles sentidos improvisados y despropositos dirigidos a los espectadores de las primeras filas y, aunque al principio me resulto tedioso, a medida que esnifaba y bebia, se convirtio en lo mas divertido que habia visto en toda mi vida. Mi arraigado concepto de control no me permitio exteriorizar la risa hasta que Corey senalo a un gordo borracho que roncaba con la cabeza apoyada en la mesa. Con voz de sabio oriental, el Profesor dijo: «?Bebes para olvidar, Papa San?», e instintivamente pense en Ross y excave en mi mente en busca de una imagen. Lo que encontre, en cambio, fue la cara de un chico guapo de un anuncio de Calvin Klein. Entonces me rei a carcajadas, rociando saliva y lagrimas al otro lado de la mesa, hasta que Corey se fijo en mi, se acerco y, con unas palmaditas en la espalda, me dijo: «Tranquilo, grandullon, tranquilo. Pillate un chute de metanfetamina, un par de conejitas y cuatro Excedrin, y manana por la manana llama a tu agente de bolsa. Tranquilo, tranquilo.»

No se como consegui regresar a la suite; la ultima imagen que vi estando despierto y consciente fue la de las conejitas abriendo, solicitas, una puerta que daba a un aire helado. Cuando desperte, me dolia la cabeza y estaba tumbado, completamente vestido, sobre una cama de saten rojo en forma de corazon. Pense en Ross y vi la imagen de otro modelo, cuyo atractivo se me antojo vacuo, seguida del recuerdo de la juerga nocturna, rodeado de signos de interrogacion y el simbolo del dolar. Esto me llevo a una serie de especulaciones de cuatro cifras seguidas de «???» y me console con la idea de que nunca mas repetiria lo de la noche anterior. Luego, repase mentalmente los saldos de mis cajas de seguridad y los lugares donde tenia escondidas las llaves, y descubri que me faltaban tres.

Ross aparecio con todo detalle, atusandose el bigote con extrema frialdad al tiempo que murmuraba: «Martin, eres un idiota de mierda.»

Golpee la cama con los punos y las rodillas, mientras Ross decia: «Creias que podrias librarte facilmente de mi, ?no? Ay, queridisimo amigo, ?quien puede olvidar una cara como la mia? El sargento Ross, que gran tipo.»

Me levante y revolvi la suite hasta que en una mesa, junto al telefono, encontre papel y boligrafo. Con manos temblorosas anote los nombres de los bancos, las cifras y los escondites, y obtuve un total de cinco cajas y 6.214 dolares. Una simple resta me informo del coste de mi prosaico desenfreno de la noche anterior: 11.470 menos 6.214 igual a 5.256 dolares.

«Nunca conseguiras ser un juerguista, Martin. Sin embargo, si te marchas sin pagar la cuenta, te ahorraras unos cuantos dolares. Cuando alquilaste la habitacion no vieron la furgoneta. Lo unico que tienen es tu nombre… Y ESO SE PUEDE CAMBIAR.»

Al cabo de diez minutos ya estaba en la carretera y Ross, sin rostro pero enorme, era como un viento seco que me impulsaba por detras.

Nunca recupere el dinero perdido en el olvido y me pase el resto del mes viajando por el Oeste para vaciar mis cajas de seguridad. Solo puedo describir ese mes como algo salvaje. Circular por ciudades donde antes habia matado era salvajemente estupido; guardar el dinero en la guantera del Muertemovil me parecia necesario, pero salvajemente arriesgado. Ross se cernia sobre mi como un consejero, sin rostro, pero salvajemente bello y peligroso cuando no le prestaba atencion.

Habia otras caras, siempre en la cuneta de la carretera. Hombres, mujeres, viejos, jovenes, guapos, feos, todos tenian grandes bocas abiertas que gritaban: «Amame, follame, matame.» Ross, sin rostro, solo una voz, me impedia que los destruyera y me grababa en la mente la idea de una nueva identidad. En el papel de consejero que antes desempenaba la Sombra Sigilosa, me recomendaba que me tomara mi tiempo y evitase los asesinatos hasta que encontrara al hombre absolutamente anodino en quien convertirme, un hombre identico a mi y en el que nadie reparase. Sabedor de que Ross solo seguiria siendo asexual si lo obedecia, espere.

Despues de vaciar mi ultima reserva de dinero, cambie de direccion y me dirigi de nuevo hacia el este, conduciendo todo el dia y durmiendo en moteles baratos. La presencia de Ross me acompanaba constantemente y su obsesion en que matara para hacerme con una personalidad no-Martin Plunkett iba creciendo en mi cerebro, apuntalada por unas preguntas despiadadas:

«?Y si descubren al muerto y su coche en Wisconsin?»

«?Y si la poli estatal recuerda que estabas retenido al mismo tiempo que el desaparecia?»

«?Y si relacionan los dos hechos?»

«?Y si encuentran los casquillos que tiraste en el control de carretera?»

«?Y si el Playboy Club te denuncia por impago y relacionan el hecho con otros y emiten una orden de busqueda?»

Tales preguntas me infundieron el valor para actuar con independencia de Ross, el consejero sin rostro, y, sorprendentemente, la belleza que yo creia que me embargaria no lo hizo.

Pero, a solas, fracase.

Pase una semana en Chicago, recorriendo garitos de los bajos fondos con la idea de comprar identificaciones falsas. Nadie quiso vendermelas y, despues de seis intentos, comprendi que mi antiguo aire de criminal estaba colmado de miedo y que la gente me tomaba por un chivato o por un loco. Sali de la ciudad del viento perseguido por la risa burlona de Ross y sus «ya te lo habia dicho».

Primero, me detuve en Evanston, encontre una habitacion amueblada y pague dos meses de alquiler por anticipado. A continuacion, me dirigi a la oficina local del Departamento de Vehiculos a Motor y, con todo el descaro, les ensene la licencia de Colorado y los papeles de registro de la furgoneta. Les dije que queria placas de matricula de Illinois y, despues de llenar varios impresos, el funcionario hizo exactamente lo que yo sabia que haria: fue directo al ordenador y comprobo mi nombre para ver si habia ordenes de busqueda. Mientras el hombre esperaba la respuesta de la maquina, empune el 38 recortado dentro del bolsillo y observe su expresion. Si me buscaban en Wisconsin o en otra parte, el funcionario reaccionaria; entonces yo le dispararia y mataria tambien a los otros dos empleados que estaban junto a la maquina de cafe, robaria uno de sus carnets y me marcharia.

No tuve que vivir tal melodrama, pues el hombre regreso sonriente; pague el importe y preste atencion mientras me comunicaba que la placa de matricula provisional me llegaria al cabo de una semana, y la definitiva, en el plazo de un mes y medio. Le di las gracias y sali en busca de un taller de pintura de automoviles.

Encontre uno en Kingsbury Road, cerca del vertedero de la poblacion, y mate el tiempo leyendo revistas mientras le hacian la cirugia estetica al Muertemovil, que paso del plateado al azul metalico. Cuando salio del quirofano con un aspecto tan distinto, un joven latino sentado a mi lado, me dijo:

– Menudo coche, joder. ?Como lo llamas?

– ?Que?

– Pues eso, tio. Su nombre. Como el Vagon del Dragon, el Picadero o la Cueva del Amor. Un carro tan bonito ha de tener un nombre.

Con la audacia que me habia dado mi visita al Departamento de Vehiculos a Motor, le dije:

– Lo llamo el Furgon de la Muerte.

– ?Fantastico! -dijo el chico, dandose palmadas en los muslos.

Me instale en Evanston. Era una poblacion rica, proxima a Chicago, en la que abundaban las pequenas universidades, que me proporcionaron el camuflaje del perpetuo estudiante graduado. Tras establecerme temporalmente, pense cada vez menos en Ross y empece a advertir que su presencia fisica y auditiva no eran

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