confrontaciones con el Hombre Puma y este era el heroe de la historieta. Pero la S. S. vivia en la ficcion y yo, en cambio, era real, de carne y hueso y acero mate. Decidi hacerme invisible.

Mis transitos de silencio y las peliculas mentales habian sido un buen entrenamiento. Sabia que mis recursos intelectuales eran soberbios y habia reducido mis necesidades humanas al puro minimo que la nulidad de mi madre se ocupaba de cubrir: techo, comida y unos dolares a la semana para incidencias. Pero la imagen de intruso callado que habia llevado como escudo durante tanto tiempo me perjudicaba: carecia de habilidades sociales, no percibia a los demas como otra cosa que objetos risibles y, si queria imitar con exito la invisibilidad psiquica de la Sombra Sigilosa, tendria que aprender a mostrarme obsequioso y estar al corriente de los temas propios de adolescentes que tanto me aburrian: deportes, citas y rock and roll. Tendria que aprender a conversar.

Y eso me aterrorizaba.

Pase largas horas en clase, con mis peliculas mentales silenciadas mientras mis oidos rastreaban en busca de informacion; en el gimnasio escuche largas conversaciones, prolijamente embellecidas, sobre tamanos de penes. Una vez me encarame a un arbol cerca del vestuario de las chicas y escuche las risitas que se alzaban entre el siseo de las duchas. Recogi mucha informacion, pero no me atrevia a actuar.

Asi pues, reconozco que por cobardia tire la toalla. Me convenci de que, aunque la Sombra Sigilosa pudiera dejar de depender de disfraces, yo no podria. El problema, asi, quedaba limitado a conseguir una armadura adecuada.

En 1965 existian tres estilos de indumentaria favoritos entre los adolescentes angelinos de clase media: el surfero, el chicano y el colegial. Los surferos, practicaran de verdad el surf o no, llevaban pantalones blancos Levi's, zapatillas de tenis Smiley de Jack Purcell y Pendleton's; los chicanos, tanto miembros de bandas como pseudorrebeldes, llevaban pantalones militares con corte lateral en las vueltas, camisas Sir Guy y gorros de lana de granja penitenciaria. Los colegiales se inclinaban por ese modo de vestir -camisa con botones en las puntas del cuello, sueter y mocasines- que todavia se lleva. Calcule que tres conjuntos de cada estilo me proporcionarian suficiente camuflaje.

En ese momento me asalto una nueva oleada de miedo. No tenia dinero para comprar ropa. Mi madre nunca dejaba un dolar sin guardar y era sumamente tacana, y yo aun no me atrevia a hacer lo que mi corazon mas deseaba: forzar una puerta y entrar a robar. Disgustado por mi cautela, pero decidido todavia a conseguir un vestuario, asalte los tres armarios roperos de mi madre, llenos de prendas de su juventud que ya no se ponia.

Visto retrospectivamente, se que el plan que trame fue producto de la desesperacion: una tactica dilatoria para retrasar mi inevitable curso acelerado sobre relaciones sociales; en aquel momento, sin embargo, me parecio el epitome de lo razonable. Un dia me fume las clases y me lleve un surtido de afilados cuchillos de cocina al armario de la alcoba de mi madre. Estaba convirtiendo uno de sus viejos abrigos de tweed en una capa cuando ella regreso del trabajo, antes de lo habitual; al ver lo que hacia, se puso a gritar.

Con un gesto que pretendia ser tranquilizador, yo levante las manos, en las que aun sostenia un cuchillo de carne con filo de sierra. Mi madre solto tal chillido que temi que se le rompieran las cuerdas vocales; despues, consiguio articular la palabra «animal» y senalo mi entrepierna. Vi que tenia una ereccion y solte el cuchillo; mi madre me abofeteo torpemente, con la mano abierta, hasta que la vision de la sangre que me salia de la nariz la obligo a parar. Echo a correr escaleras abajo. En apenas diez segundos, la mujer que me habia dado a luz paso de nulidad a archienemiga. Fue como llegar al hogar.

Tres dias mas tarde, decreto mi castigo formal: seis meses de silencio. Cuando me anuncio la sentencia, sonrei; fue un alivio temporal de mis terribles temores respecto a la mision de la invisibilidad, y tambien la oportunidad de montarme peliculas mentales sin limite.

Aunque mi madre solo pretendia que no abriera la boca en casa, tome el edicto al pie de la letra y lleve mi silencio a todas partes. En la escuela ni siquiera hablaba cuando me dirigian la palabra: si los maestros necesitaban una respuesta por mi parte, escribia una nota. Esto creo bastante revuelo y muchas especulaciones sobre mis motivos. La interpretacion mas comun fue que era una especie de protesta contra la guerra de Vietnam, o una expresion de solidaridad con el movimiento de los Derechos Civiles. Como sacaba notas excelentes en los examenes y en los trabajos escritos, mi mudez se toleraba, aunque fui sometido a una bateria de tests psicologicos. Manipule los tests para mostrar en cada uno de ellos una personalidad completamente distinta, lo cual desconcerto a los pedagogos hasta tal punto que, despues de muchos intentos fallidos para que mi madre interviniera, decidieron permitir que me graduara en junio.

Asi pues, mis peliculas mentales en clase pasaron a ir acompanadas de las miradas directas de mis companeros, varios de los cuales me consideraban «molon», «alucinante» y «vanguardista». El tema central era penetrar objetos aparentemente impenetrables y las miradas de asombro que me dedicaban me hacian sentir capaz de cualquier cosa.

Junto con este sentimiento, desarrolle un odio acerbo hacia mi madre. Me aficione a hurgar entre sus cosas, buscando modos de hacerle dano. Un dia se me ocurrio mirar en su cajon de las medicinas y encontre varios frascos de fenobarbital. Se me encendio una luz en la cabeza y registre el resto de su habitacion y el bano. Debajo de la cama, en una caja de carton, encontre la confirmacion que buscaba: frascos vacios del sedante, punados de ellos, cuyas etiquetas llevaban fechas que se remontaban a 1951. Dentro de los frascos habia hojitas de papel cubiertas de escritos a lapiz con letra minuscula e indescifrable.

Como no entendia las palabras de mi madre zombi, tenia que conseguir que las leyera ella en voz alta. Al dia siguiente, en clase, le pase una nota a Eddie Sheflo, un surfero que, segun se comentaba, habia dicho que «lo de Marty me parece cojonudo». La nota decia:

Eddie:

?Puedes comprarme un bote de un dolar de benzas del 4?

El surfero rubio y grandote rechazo el dolar que le ofrecia y dijo:

– Cuenta con el, mudo con huevos.

Esa tarde, cambie el fenobarbital por la bencedrina y la bombilla de encima de la comoda de mi madre por otra menos potente. Las dos clases de pastillas eran pequenas y blancas, y esperaba que la luz mortecina contribuiria a que las confundiera.

Me sente abajo a esperar el resultado de mi experimento. Mi madre volvio a casa del trabajo a la hora de siempre, las seis menos veinte, me saludo con un gesto de la cabeza, tomo su acostumbrado bocadillo de ensalada de pollo y subio al piso de arriba. Yo espere en la que habia sido la silla favorita de mi padre, hojeando un monton de comics de El Hombre Puma.

A las nueve y diez, oi unos ruidos en la escalera y, al momento, mi madre aparecio ante mi sudorosa, con los ojos desorbitados, temblando bajo la combinacion. «?Que, dandole al zumo de zanahoria, mama?», dije, y ella se llevo las manos al corazon, con la respiracion acelerada. «Que curioso, a Bugs Bunny no lo afecta asi», anadi, y ella se puso a farfullar sobre el pecado y aquel chico horrible con el que se acosto por su cumpleanos en 1939, y cuanto odiaba a mi padre porque bebia y tenia una cuarta parte de sangre judia, y teniamos que apagar las luces de noche o los comunistas sabrian lo que estabamos pensando. Yo sonrei, le dije: «Tomate dos aspirinas con otro trago de zumo de zanahoria», di media vuelta y sali de la casa.

Deambule por el barrio toda la noche; luego, al alba, volvi a casa. Cuando encendi la luz del salon, vi que por una rendija del techo goteaba un liquido rojo. Fui arriba a investigar.

Mi madre yacia en la banera, muerta. Sus brazos cubiertos de cortes sobresalian a los lados y la banera estaba hasta el borde de agua y sangre. En el suelo, media docena de frascos de fenobarbital flotaban en dos dedos de agua roja.

Baje al vestibulo y llame a Emergencias. Con la voz adecuadamente sofocada, di mi direccion y dije que queria informar de un suicidio. Mientras esperaba la ambulancia, llene el cuenco de las manos con la sangre de mi madre y bebi a grandes tragos.

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