aspiraba a ser.

Prosegui con mi carrera de ratero dos noches mas tarde. Entre en tres apartamentos a oscuras de un mismo bloque, en Hollywood Este, utilizando solo la ganzua para forzar las puertas. Robe cuatrocientos dolares, una caja de bisuteria, cubiertos de plata y media docena de tarjetas de credito. Pero luego, cuando llegue a casa y estuve a salvo, adverti que me sentia decepcionado. Mi triple exito habia sido anticlimatico. La noche siguiente force una ventana para colarme en una casa y aquello me obligo a razonar conscientemente mis actos: mi primer robo con escalo habia sido sangre, suciedad, visceras y coraje; en los siguientes me dedique a refinar la tecnica y resultaron mucho menos estimulantes. Llegue a la conclusion de que tenia que ser prudente y supercauteloso. No habian de cogerme nunca. En el plano intelectual, esa conclusion me contuvo por un tiempo.

Pero a su estela llegaron otras verdades que me resultaron duras.

Para empezar, no me sentia capaz de vender las joyas y tarjetas de credito que robaba. Me daba miedo establecer unos contactos criminales que me harian vulnerable al chantaje, y ademas necesitaba tocar las recompensas concretas de mis proezas. Las plaquitas de plastico grabado con nombres de mujeres anonimas hacia que sus vidas alimentasen mis peliculas mentales, de forma que cada una servia para escapar horas y horas del aburrimiento. Las joyas anadian peso tactil a mis proyecciones cinematograficas y nunca me preocupe de averiguar si eran verdaderas o falsas.

Asi, a medida que progresaban mis incursiones en las casas, el unico beneficio practico que obtenia era el dinero que encontraba, pequenas cantidades por lo general. Seguia trabajando en la biblioteca y guardaba el dinero robado en una cuenta de ahorros. Walt Borchard me enseno a conducir y, a principios de 1968, cuando ya llevaba seis meses de aprendizaje, me saque el carnet y me compre un coche, un inocuo Valiant del 60. Fue precisamente mientras cartografiaba terrenos mas amplios en el cuando se me presento el conflicto mas peligroso.

Una horrible urbanizacion de casas adosadas, todas iguales, se desplegaba ante mi parabrisas y, por el numero de ninos que jugaban en los patios delanteros, comprendi que las mujeres solas serian muy pocas. Decidi ir hacia el oeste, en direccion a Encino, pero algo me mantenia pegado al borde del carril derecho, con los ojos pendientes de aquellas calzadas de acceso identicas ante las que pasaba. Entonces vi un perro callejero caminando por la acera y la imagen me asalto.

Habia estado mirando las puertas abatibles para perros, intercaladas entre las habituales puertas laterales que todas las casas ante las que habia pasado tenian en el mismo sitio. De repente, evoque el olor que habia captado en la casa de New Hampshire Avenue diez meses atras, un aroma metalico que me lleno las fosas nasales y me provoco temblores en las manos que agarraban el volante. Me detuve junto a la acera y el recuerdo volvio de lleno. Junto a el, se produjo un bombardeo de memorias de mis otros sentidos: el sabor de la sangre de mi madre mezclada con agua, los carteles de «Cuidado con el perro» que habia visto tiempo atras mientras elegia casas que saquear, como era llegar al climax… El perro de la acera empezo a parecerse al Hombre Puma, el odiado enemigo de la Sombra Sigilosa. Entonces, el sentido de la razon que habia adquirido se impuso y me largue de aquel barrio horrible y peligroso antes de que pudiera cometer un error.

Aquella noche, en casa, acaricie mi ganzua y cerre la sala de cine que tenia alli para entretenerme las veinticuatro horas del dia. Cuando ante mis ojos aparecio una pantalla vacia, la llene con lo que sabia y con lo que debia hacer al respecto, escrito con una caligrafia sencilla que no dejaba lugar al adorno.

«Has estado tratando de revivir inconscientemente la muerte del perro.

»Lo has hecho porque te corriste de excitacion.

»Has asumido riesgos innecesarios para lograr la gratificacion sexual.

»Si sigues arriesgandote, te detendran, te juzgaran y te condenaran por robo con escalo.

»Debes parar.»

Mi maquina de escribir mental destello una serie de signos de interrogacion en respuesta a mi ultima frase y, cuando llegaron al papel en blanco, fueron como golpes en el corazon. Agarre la palanca con mas fuerza y mi mente se sacudio en busca de la respuesta al dilema mas autodestructivo que haya conocido nunca el hombre. Entonces, llego otra serie de frases:

«Dejalo. No permitas que sea tu muerte.

»Controlate, como la Sombra Sigilosa.

»Pero el tiene a Lucretia.

»Obligate a tener suenos que te proporcionen alivio.»Pero eso es traicionarme a mi mismo.

»Haz lo que todo el mundo hace consigo mismo.

»No.

»No.

»No.

»Tocate, mutilate o matate, pero hazlo ahora.»

Me desnude y me acerque al espejo de cuerpo entero de la puerta del bano. Al contemplar mi imagen reflejada, vi a un muchacho-hombre alto y huesudo, con la piel descolorida y unos fieros ojos castanos. Recorde las explosiones de cuando dormia, que no procedian de los suenos, sino de la acumulacion de imagenes de odio de mis peliculas mentales, y pense en la verguenza que sentia cuando despertaba y encontraba pruebas de lo que secretamente deseaba. El corazon me latia con fuerza y note que me faltaba el aire, por lo que todo mi cuerpo temblaba. Me coloque el extremo afilado de la palanca debajo de los genitales y luego me lo lleve a la garganta. En ambos puntos me hice cortes de los que brotaron finos hilillos de sangre y, al ver lo que me estaba haciendo, contuve una exclamacion y me aparte del espejo, arrojandome sobre la cama. Alli, mientras el mango de la herramienta de ratero me dejaba marcas de acero mate en la entrepierna, llore y me di alivio, el amargo precio por ser capaz de seguir adelante.

8

Mi contacto con la autoaniquilacion me llevo a tomar la decision de fantasear menos y robar mas. Reducir la vida mental resulta doloroso, pero la audacia que adquiri tras el trance contribuyo a cicatrizar la herida. En el plazo de una semana, realice cinco golpes -cada uno en la jurisdiccion de un departamento de policia diferente, cada uno con distinta forma de entrar-, de los que obtuve un total de setecientos dolares y unos centavos, dos relojes Rolex y un Smith & Wesson del 38 que pense limar hasta que toda su superficie estuviera absolutamente rayada: el arma definitiva de un ladron de casas. Entonces, el destino me hipoteco a la historia y mi ascension y caida empezaron a la vez.

Fue el 5 de junio de 1968, la noche siguiente de que dispararan a Robert Kennedy en L. A. El senador yacia en su lecho de muerte en el hospital Good Samaritan, el lugar donde yo naci. Los noticiarios de television mostraban enormes multitudes que celebraban una vigilia a las puertas del hospital, y enormes multitudes significaba casas vacias. Walt Borchard me habia contado que las zonas residenciales cercanas a los centros medicos estaban llenas de enfermeras: eran buenos lugares para «patrullar en busca de chochos». Tal combinacion de factores sugeria un paraiso para el ladron, asi que me dirigi al centro con la cabeza llena de visiones de grandes casas vacias.

Wilshire Boulevard era un flujo constante de coches que hacian sonar el claxon en una comitiva funebre prematura. La acera del hospital estaba abarrotada de mirones, de gente que guardaba luto antes de tiempo y agitaba pancartas, y de hippies que vendian pegatinas para coches que decian «Rezad por Bobby». Entre la multitud habia varias mujeres vestidas de enfermera y empezo a crecerme en la boca del estomago una agradable y solida sensacion. Deje el coche en un aparcamiento de Union Avenue, a varias manzanas al este del Good Samaritan, y fui andando.

Mis fantasias iniciales acerca del barrio no se cumplieron. Alli no habia casas grandes, solo edificios de apartamentos de diez y doce plantas. Cuando probe las puertas exteriores de los tres primeros monolitos de ladrillo rojo que encontre a mi paso y descubri que estaban cerradas, la sensacion de solidez se esfumo. Despues, en la esquina de la Sexta con Union, eche un vistazo al ultimo bloque que acababa de dejar atras y observe planta tras planta de ventanas a oscuras y, en un edificio tras otro, identicas escaleras de incendios adosadas. Volvi sobre mis pasos y, entrecerrando los ojos, me puse a mirar hacia arriba en busca de alguna ventana abierta.

El tercer edificio del lado este de la calle atrajo mi atencion: tenia una ventana entreabierta en el quinto piso,

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