Gloria McClatchy que su marido habia muerto.

– Conduce.

– ?Adonde?

– Adonde tu quieras. Sencillamente, conduce.

Dan Ford arranco el motor y condujo el Mustang de John Bar ron hasta la salida del aeropuerto internacional de Los Angeles, para luego girar al norte en direccion a Santa Monica. La camisa y las manos de Barron estaban todavia manchadas con la sangre de Red. No parecia darse cuenta, alli sentado en el asiento del copiloto de su propio coche, mirando a la nada.

El hecho de que hubieran acordonado una zona de ocho kilometros cuadrados alrededor del aeropuerto pocos minutos despues del incidente, y que literalmente cientos de agentes de policia, apoyados por helicopteros y perros, hubieran empezado a peinar la zona para encontrar a Raymond Oliver Thorne no parecia importarle. Ni tampoco el hecho de que todos los vuelos de salida hubieran sido retrasados hasta que todos y cada uno de sus pasajeros hubiera sido cuidadosamente registrado para asegurarse de que Raymond no se habia limitado a cambiar de aerolinea en su intento de fuga.

Lo que si importaba era que Red McClatchy estaba muerto. Tal vez habria podido limitarse a disparar a Raymond en la cinta de las maletas sin antes gritar su nombre. O tal vez hubiera habido gente en medio y no podia haber disparado sin ponerlos en peligro. O tal vez habia temido que si no distraia a Raymond en aquel preciso instante, en el segundo siguiente este habria matado a Barron. Pero al final, en aquellos ultimos segundos terribles se produjo un tiroteo breve y atronador, que significaba que Red habia disparado a Raymond. El problema era que, por muy bueno que hubiera sido Red, Raymond era todavia mejor. O mas rapido. O habia tenido mas suerte. Fuera lo que fuese, Red McClatchy estaba muerto y Raymond no.

Fuera lo que fuese que hubiera ocurrido, Red habia salvado la vida de John Barron.

Red McClatchy, un hombre a quien Barron respetaba, despreciaba y amaba con la misma intensidad. Que lo habia convertido en su socio tan solo unos minutos antes de que sucediera el horror.

Sin importar lo que hubiera hecho, o lo que la 5-2 tuviera intencion de hacer, resultaba imposible considerarle mortal. Era un gigante, una leyenda. Los hombres como el no caian en el suelo de una terminal transitada de aeropuerto con todas las luces encendidas y doscientas personas deambulando alrededor de el, tratando de recuperar sus equipajes. No se morian en absoluto. Eran consagrados. Tal vez un dia, dentro de cuarenta anos, oirias que habian fallecido despues de una larga jubilacion. E incluso entonces, las notas necrologicas redactadas sobre el serian heroicas e interminables.

– En el garaje llevaba una chaqueta antibalas como todos nosotros. Pero no llevaba nunca el chaleco. No habia caido en la cuenta -dijo Barron, mientras seguia con la mirada perdida, mientras la lluvia seguia cayendo, ahora con menor intensidad, convertida en un fino velo frente a los faros-. Tal vez se creia su propia leyenda. Tal vez pensaba que nada podia matarlo.

– Conociendo a Red, probablemente la unica explicacion es que esos accesorios no le gustaban. Eran de una epoca posterior a la suya -dijo Dan Ford a media voz, mientras seguia conduciendo-. Tal vez eso fuera para el razon suficiente.

Barron no respondio y la conversacion concluyo aqui. Al cabo de una hora habian dejado atras las luces de la ciudad y avanzaban en direccion norte, hacia las colinas por la autopista del Golden State, acercandose a las montanas Tehachapi. Para entonces la lluvia habia amainado y el cielo se habia cubierto de estrellas.

55

Al cabo de treinta y cinco minutos de haberse marchado del aeropuerto, Raymond se encontraba en el parking del Hotel Disneyland que daba al monorrail encargado de transportar a los clientes del hotel al parque de atracciones. Por un instante sonrio divertido -no por haber escapado a una emboscada policial por los pelos, o por haberselas arreglado por salir del mismo modo que habia llegado al aeropuerto, sencillamente subiendose al primer autobus que pasaba en direccion a Disneylandia, incluso cuando las primeras sirenas empezaban ya a salir disparadas en direccion a la terminal internacional, lo cual significaba el comienzo de una enorme concentracion de policia que invadiria la zona minuto a minuto-; sonrio porque se acordo de que en 1959, el entonces presidente de la Union Sovietica, Nikita Kruschev, habia pedido visitar Disneylandia y el gobierno de Estados Unidos le denego el permiso. Fue un paso en falso de la diplomacia que se convirtio en un amargo y emotivo conflicto internacional. Lo que no recordaba era lo que ocurrio finalmente. Era la extrana idiotez del asunto, imaginar lo que pudo ocurrir en las camaras oscuras y hostiles de Washington y Moscu cuando los pulgares de las superpotencias de la guerra fria se decantaban por denegar una confrontacion nuclear con Mickey Mouse.

De pronto, su divertida ensonacion ceso. Sabia que la intensidad de la caceria que lo acechaba estaba ya creciendo en forma de espiral. Sabian como iba vestido y que llevaba la cabeza afeitada casi al cero. Necesitaba un lugar en el que poder descansar a salvo, recapacitar y tratar de ponerse de nuevo en contacto con Jacques Bertrand en Zurich. Esta vez no para comentar su llegada a Frankfurt, sino, de nuevo, para hablar de la posibilidad de que un avion y un pasaporte lo sacaran de California lo antes posible.

Los faros de otro aerobus cruzaron por delante de el, y luego el vehiculo se detuvo. Abrio las puertas y vio como bajaban un grupo de turistas francocanadienses. Al instante, se incorporo al grupo y entro con ellos al vestibulo del hotel. Luego se metio en la tienda de regalos. Volvio a utilizar la Euro/MasterCard de Josef Speer, esta vez para comprarse una gorra de Disneylandia y una parka de Piratas del Caribe.

Con el aspecto cambiado, aunque fuera solo un poco, volvio a utilizar el transporte publico. Cogio el siguiente autobus de regreso a la ciudad, pasando primero por el aeropuerto John Wayne para cambiar alli de autobus, que lo llevaria hasta el unico lugar en el que estaba relativamente seguro de que podria pasar la noche sin que lo molestara nadie: el apartamento de Alfred Neuss en Beverly Hills.

Al cabo de una hora estaba enfrente del mismo, pensando en la manera de entrar. Suponia que un joyero americano y rico, incluso si vivia en un apartamento modesto como el de Neuss, dispondria de un sistema electronico de alarma y tendria todas las puertas y ventanas aseguradas contra los cacos. Estaba preparado para inutilizar una docena distinta de sistemas variados de seguridad, sencillamente aislando el cable de control hasta el lugar por el cual queria entrar, para luego hacer un bucle con el mismo y volver a conectar la corriente a la estacion monitor antes de hacer el corte, de modo que se mantenia un circuito cerrado y se aparentaba que el sistema de seguridad estaba intacto cuando de hecho habia sido alterado. Y estaba preparado para enfrentarse al sistema que tuviera Neuss, pero no fue necesario.

Alfred Neuss no solo era excesivamente predecible, sino que ademas era arrogante. Lo unico que protegia la entrada de su apartamento de Linden Drive era un cerrojo de puerta principal que el mas simple de los ladronzuelos era capaz de desmontar, y veinte minutos exactos despues de la medianoche, eso fue exactamente lo que hizo Raymond. A las 00:45 ya se habia duchado, se habia puesto un pijama limpio de Alfred Neuss, se habia preparado un bocadillo de pan de centeno con queso suizo y se lo habia comido acompanado de un trago de vodka ruso bien frio que Neuss guardaba en el congelador.

A la 1:00 -prefirio no utilizar el telefono de Neuss, a pesar del complejo sistema de desvio de llamadas para evitar que en algun momento los detectives policiales pudieran rastrearlas con algun sistema sofisticado- estaba sentado frente al ordenador de Neuss en un pequeno despacho al otro lado del recibidor, con la Beretta de Barron encima de la mesa. En cuestion de segundos entro en el emulador de centralita, marco el numero de contacto en Buffalo, Nueva York, y luego, en red telefonica con su receptor, se conecto y mando un mensaje codificado a una direccion de e-mail en Roma que seria reenviada electronicamente a otra direccion de e-mail en Marsella, para luego desviarse a la direccion de e-mail de Jacques Bertrand en Zurich. En el le decia al abogado suizo lo que habia ocurrido y le pedia asistencia inmediata.

Luego se sirvio un segundo vaso de vodka ruso y despues, exactamente a la 1:27 de la madrugada del jueves, 14 de marzo, mientras casi toda la policia de Los Angeles andaba detras de el, Raymond Oliver Thorne se metio en la enorme cama de Alfred Neuss, se tapo con la colcha y se quedo profundamente dormido.

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