Hernando sabia que se lo preguntaria. Tambien sabia cuales iban a ser la siguientes palabras: «La oracion de la noche...».

—... es la unica que podemos practicar con cierta seguridad repetia siempre Hamid—, porque los cristianos duermen.

Si Andres estaba empenado en ensenarle las oraciones cristianas y a sumar, leer y escribir, el misero Hamid, respetado como un alfaqui en el pueblo, hacia lo propio en cuanto a las creencias y ensenanzas musulmanas; se habia impuesto esa tarea desde que los moriscos rechazaron al bastardo de un sacerdote, como si compitiese con el sacristan cristiano y con toda la comunidad. Tambien le hacia rezar en los bancales, a resguardo de miradas indiscretas, o recitaban las suras al unisono mientras paseaban por las sierras en busca de hierbas curativas.

Antes de que contestara a la pregunta de Hamid, este se levanto. Cerro y atranco la puerta, y entonces ambos se desnudaron en silencio. El agua ya estaba preparada en unas vasijas limpias. Se colocaron en direccion a La Meca, la quibla.

—?Oh Dios, Senor mio! —imploro Hamid, al tiempo que introducia las manos en la vasija y se las lavaba tres veces. Hernando le acompano en las oraciones e hizo lo propio en su vasija—. Con tu auxilio me preservo de la suciedad y maldad de Satanas maldito...

Luego procedieron a lavarse el cuerpo tal y como era preceptivo: partes pudendas, manos, narices y cara, el brazo derecho y el izquierdo desde la punta de los dedos al codo, la cabeza, las orejas y los pies hasta los tobillos. Acompanaron cada ablucion con las oraciones pertinentes, si bien en ocasiones Hamid dejaba que su voz se fuera convirtiendo en un murmullo casi inaudible. Era la senal del alfaqui para cederle la direccion de los rezos; el muchacho sonreia, y los dos proseguian el ritual con la vista perdida en direccion a la quibla.

—... que el dia del Juicio me entregues... —oraba en voz alta el muchacho.

Hamid entrecerraba los ojos, asentia satisfecho y se sumaba de nuevo a la letania:

—... mi carta en mi mano derecha y tomes de mi ligera y buena cuenta...

Tras las abluciones iniciaron la oracion de la noche inclinandose dos veces, agachandose hasta tocar las rodillas con las manos.

—Alabado sea Dios... —empezaron a rezar al unisono.

En el momento de la prosternacion, cuando se hallaban arrodillados sobre la unica manta de la que disponia Hamid, con las frentes y narices rozando la tela y los brazos extendidos al frente, sonaron unos golpes en la puerta.

Los dos enmudecieron, inmoviles sobre la manta.

Los golpes se repitieron. Esta vez mas fuertes.

Hamid giro el rostro sobresaltado hacia el muchacho, para encontrarse con sus ojos azules que refulgian a la luz de la vela. «Lo siento», parecia decirle. El ya era mayor pero Hernando...

—Hamid, ?abre! —se escucho en la noche.

?Hamid? Pese a su pierna lisiada, el morisco pego un salto y se planto ante la puerta. ?Hamid! Ningun cristiano le hubiera llamado asi.

—La paz.

El visitante pillo a Hernando todavia arrodillado sobre la manta, con los pulgares de los pies apoyados en ella.

—La paz —le saludo el desconocido, un hombre bajo, moreno

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