agito los brazos casi sin moverlos, reprimiendo la fuerza, notando la tension en todos sus musculos, irritado por la lentitud del alfaqui en cruzar la plaza.
Los vio superar la calle de los Silleros y despues la de los Toqueros, luego giraron y rodearon el hospital de la Caridad. Entonces escruto a la multitud, seguro de que al igual que el, todos debian de haber estado pendientes de aquella magica pareja que habia desaparecido por la calle de Armas, pero no era asi: nadie parecia haberles prestado la menor atencion y sus mas cercanos vecinos seguian atentos a los relatos del mutilado.
—?Nos debian mas de veinte meses de paga y nos impidieron el saqueo de la ciudad! ?Todo el dinero que la ciudad pago para evitar el pillaje se lo quedo el rey! —gritaba el ciego, al tiempo que golpeaba la mesa, dispuesta en la calle, con el vaso y derramaba el vino. Excitado, excuso el amotinamiento que tras la toma de Haarlem protagonizaron los soldados de los tercios—. ?Y en castigo, a los enfermos y heridos como yo, no nos pagaron los atrasos!
?Que le importaba a el ese ciego y la suerte que hubiera corrido en aquella otra guerra religiosa que mantenia el catolico rey Felipe?, penso Hernando al cruzar la plaza, esforzandose por no correr.
Le esperaban unos pasos mas alla, en la calle de Armas, tenuemente iluminados los dos por el reflejo de las velas al pie de una Virgen de la Concepcion a tamano natural que se hallaba sobre una hermosa reja labrada. La calle aparecia desierta. Juan lo vio llegar, Hamid, no: se mantenia cabizbajo, derrotado.
Hernando se planto delante de el y se limito a cogerle de las manos. No le surgian las palabras. Sin desviar la mirada del suelo, el alfaqui observo las manos que le agarraban y despues los borceguies que siempre calzaba Hernando desde que le nombraran jinete de las caballerizas reales. Aquella misma manana habia caminado junto a el.
—Hamid ibn Hamid —musito, alzando por fin el rostro.
—Eres libre —logro articular Hernando, y antes de que el alfaqui pudiese replicar, se echo en sus brazos y estallo en un llanto nervioso.
A la manana siguiente, ante el escribano publico, con Hamid ya bajo los cuidados de Fatima en las caballerizas, Juan y el alguacil otorgaron escritura de compraventa del esclavo de la mancebia llamado Francisco. Como si se tratase de una simple y vulgar bestia el alguacil no lo vendio como sano y detallo al escribano todos y cada uno de los defectos fisicos que padecia Hamid, aquellos aparentes y aquellos otros vicios que no lo eran tanto. Juan, por su parte, renuncio a reclamarle por los defectos y vicios presentes o futuros del esclavo; tras ello, comprador y vendedor aceptaron el trato frente a dos testigos, y el escribano firmo el correspondiente documento.
Poco mas tarde, ante otro escribano y otros dos testigos para que el alguacil no llegara a enterarse, Juan dicto la carta de manumision a favor de su esclavo Francisco; le concedio la libertad y renuncio a cualquier patronato que las leyes pudieran otorgarle sobre su siervo manumitido.
Hernando beso la carta de manumision que Juan le entrego al salir de casa del escribano. Entonces quiso premiar a su amigo con una corona de oro, pero el mulero la rechazo.
—Muchacho —le dijo—: nos equivocamos al fantasear con las mujeres de Berberia. Ninguna de ellas debe de tener las posaderas que ayer llegue a palpar, pero que fui incapaz de catar. Tenias razon —agrego, apoyando una mano sobre su hombro—: me he hecho viejo.
—No... —intento excusarse Hernando.
—Ya sabes donde puedes encontrarme —se despidio sin mas el