un color rojo ardiente, brillante, que lo invalidaba para los gustos cortesanos; la capa alazana no se admitia en la nueva raza.
Andarin, con aquel color de fuego que revelaba colera, impetu y velocidad, cautivo a Hernando desde el preciso instante en que lo vio moverse.
— Lo voy a llamar Azirat —le comento a Abbas. Sin embargo no pronuncio la zeta espanola, sino que utilizo la cedilla y remarco la «te»:
Abbas arrugo el entrecejo al tiempo que Hernando asentia. El puente del
—No solo trae mala suerte cambiar el nombre de origen de un caballo —replico el herrador—, sino que en algunos casos esta penado hasta con la muerte. Los extranjeros que lo hacen pueden ser sentenciados con la pena capital.
—Yo no soy extranjero y este caballo seria capaz de cruzar ese largo y delicado cabello —replico, haciendo caso omiso de la advertencia de su amigo—, podria andar sobre el sin caerse ni romperlo. Si parece que no toque el suelo... ?Que flote en el aire!
A sus veintiseis anos, Hernando era el jefe de un grupo familiar y uno de los mas considerados e influyentes miembros de la comunidad morisca. Vivia siempre rodeado de gente, volcado en los demas. Azirat vino a proporcionarle unos momentos de libertad de los que no habia disfrutado a lo largo de su existencia y asi, en cuanto tenia oportunidad, aparejaba al caballo y salia al campo en busca de la soledad, unas veces andando las dehesas al paso, con tranquilidad, pensativo; otras, sin embargo, permitia a Azirat que demostrase su velocidad y su poderio. Y en ocasiones buscaba las dehesas en las que pastaban los toros, corriendolos sin danarlos, jugueteando con aquellas peligrosas astas que nunca llegaban a cornear las ancas de Azirat cuando este quebraba con agilidad frente a sus embestidas, encelandolos en la tupida cola del caballo mientras los toros la perseguian, dando fuertes cabezazos al engano que les presentaban los largos pelos de la cola del caballo.
Nunca se dirigio al norte, hacia Sierra Morena, alli donde campaba Ubaid con los monfies. Abbas le aseguro que el arriero de Narila no le molestaria, que le habian hecho llegar recado exigiendoselo, pero Hernando no se fiaba.
Los domingos acostumbraba a montar consigo a Francisco y a Shamir, que habian crecido como hermanos, y les cedia el control de las riendas alli donde no habia peligro. Si cuando el salia a caballo buscaba la soledad procurando no alardear en exceso ante los cristianos, con los ninos no llegaba a correr por el campo y se limitaba a pasear por los alrededores de Cordoba. Uno de esos dias, al atardecer, cruzo el puente romano con los ninos, orgullosos y sonrientes. Francisco iba delante, a horcajadas; Shamir agarrado a su espalda.
—?Mirad, padre! —senalo Francisco en cuanto dejaron atras la Calahorra y llegaron al campo de la Verdad—. Alli esta Juan el mulero.
Desde la distancia, Juan los saludo con gesto cansado. Cada domingo que pasaban por alli, Hernando lo veia mas y mas envejecido; ni siquiera le quedaban ya aquellos pocos dientes con los que logro mordisquear el pezon de la mujer de la mancebia.
—Desmontad, muchachos —les dijo Juan a los ninos con voz pastosa una vez llegaron hasta el. Hernando se extrano, pero el mulero le hizo callar con un gesto—. Id a ver las mulas. Me ha dicho Damian que os echan de menos desde la ultima vez que estuvisteis acariciandolas.