contado Juan. El alfaqui trato de contestar, pero Hernando no se lo permitio—: Hamid, ni uno solo, ?me entiendes? No podemos ponernos en riesgo, ni nosotros, ni a ellos —anadio haciendo un gesto hacia el patio, en donde se oian las risas de los ninos—. Ni a todos los demas.
Con todo, fue Fatima quien discutio:
—?Y el Coran? —Todavia conservaban el ejemplar que les habia dado Abbas.
Hernando penso unos instantes.
—Quemalo. —Los tres lo miraron, atonitos—. ?Quemalo! —insistio—. Dios no nos lo tendra en cuenta. Trabajamos para El y de poco le serviria que nos detuvieran.
—?Por que no lo escondes fuera de...? —tercio Aisha.
—?Quemadlo! Y limpiad las cenizas del papel. A partir de este momento... de cuando lo hayais quemado todo —se corrigio—, quiero la puerta del zaguan abierta. Suspenderemos las clases de los ninos hasta que veamos que es lo que sucede y tu, Fatima, esconde el colgante donde nadie pueda encontrarlo. Tampoco quiero muescas en las paredes que senalen hacia La Meca.
—No puedo quitarlas —adujo Hamid.
—Pues haz mas, muchas mas, en todas direcciones. Seguro que recordaras siempre cual es la buena. Tengo que ir a la mezquita, pero tambien hay que advertir a Karim y a Jalil, a Karim sobre todo. —Observo a los tres. ?Podia fiarse de que cumplieran sus instrucciones, de que no tratarian de esconder tambien aquel Coran que tantas noches habian leido?—. Ven —dijo a Fatima, extendiendo la mano para que ella la tomase.
Salieron de la habitacion y se apoyaron en la barandilla de la galeria del piso superior. Abajo jugaban los ninos, alrededor de la fuente. Reian, corrian e intentaban pillarse unos a otros al tiempo que se echaban agua. Permanecieron contemplandolos en silencio, hasta que Ines percibio su presencia; alzo el rostro hacia ellos y mostro los mismos ojos negros y almendrados de su madre. Al momento, Francisco y Shamir la imitaron, y como si fueran conscientes de la trascendencia del momento, los tres ninos sostuvieron sus miradas. Durante unos instantes, igual que ascendia entremezclado el frescor del patio y el aroma de las flores, una corriente de vida y de alegria, de inocencia, se desplazo desde el patio a la galeria superior. Hernando apreto la mano de Fatima al tiempo que su madre, tras el, apoyaba la suya en el hombro de su hijo mayor.
—Hemos pasado hambre y muchas penurias hasta llegar aqui —dijo el, rompiendo el hechizo—, no podemos errar ahora. —Se incorporo de repente. ?Debia confiar en ellos!—. Ocupaos de poner en orden la casa —ordeno dirigiendose a Fatima y Aisha—. Padre —anadio, dirigiendose a Hamid—, confio en ti.
Llego a la catedral antes de que finalizasen los oficios cantados de visperas. La musica del organo y los canticos de los novicios que estudiaban en los jesuitas inundaban el recinto, deslizandose entre las mil columnas de la mezquita. Jerarquicamente ordenados en sus correspondientes sitiales del coro, como era su obligacion en todos los oficios, los miembros del cabildo en pleno participaban en los canticos. El olor a incienso abofeteo a Hernando: despues de haber respirado el fresco aroma de las flores y plantas del patio, aquel aire dulzon le recordo para que se encontraba alli. Se sumo a la feligresia que participaba en el oficio; una vez terminado el acto se dirigio a un portero para que buscase a don Julian y le comunicase que le esperaba.
Lo hizo delante de la reja de la biblioteca, que en aquellos momentos estaba en obras. Tras la muerte del obispo fray Bernardo de Fresneda y en sede