La delacion era, con mucho, el mas infame y execrable de los delitos que podia cometer un morisco. Desde la epoca del emperador Carlos I se habian sucedido los edictos de gracia por parte de la Inquisicion espanola, sustentados todos ellos en bulas papales.

Tanto el rey como la Iglesia eran conscientes de las dificultades que conllevaba la pretendida evangelizacion de un pueblo entero bautizado a la fuerza; las carencias en cuanto a sacerdotes que estuvieron lo bastante capacitados y dispuestos a llevar a buen termino tal tarea eran indiscutibles. Tambien era consciente la Iglesia de que, en aquella situacion, el numero de relapsos que indefectiblemente deberian acabar en la hoguera era tan elevado, que la funcion ejemplarizante de esa pena carecia de sentido y de efectos sobre el resto, por lo que durante un siglo intento acoger en su seno a los moriscos que simplemente confesasen y se reconciliasen, aunque fuera en secreto, sin conocimiento de sus hermanos, extendiendo el perdon incluso a relapsos reincidentes y ofreciendoles beneficios como la no confiscacion de sus bienes.

Sin embargo, esas confesiones se hallaban sometidas a una condicion: debian denunciar a aquellos otros miembros de su comunidad que practicaban la herejia. Ninguno de los edictos de gracia prospero. Los miembros de la comunidad morisca no se delataron entre si.

Por otra parte, el pueblo odiaba a los moriscos. Su laboriosidad, en contra del artesanado cristiano que pretendia emular a nobles e hidalgos con su animadversion hacia cualquier tipo de actividad laboral, exacerbaba a las gentes que veian como los moriscos, una vez superado el desconcierto producido por la deportacion de los granadinos, volvian a enriquecerse: poco a poco, ducado a ducado. Tambien se elevaban numerosas quejas a los consejos reales por parte de las poblaciones, basadas en la considerable fertilidad de los moriscos, quienes, por otra parte, no eran llamados a los ejercitos reales que ano a ano venian a diezmar el campesinado y la vecindad espanolas.

Tal y como presumia Hernando, Fatima y Hamid no habian echado al fuego el Coran y los demas documentos: los habian escondido en el patio, bajo los terrazos.

—Ingenuos —les recrimino, luego de sonsacarles la verdad—. Los oficiales de la Inquisicion no habrian tardado ni un instante en encontrarlos.

Lo quemo todo salvo el Coran y antes del amanecer, tras una noche en vela temiendo escuchar el resonar de las pisadas de los oficiales de la Suprema dirigiendose a su casa, disimulo el libro divino en su marlota y lo llevo a la catedral, antes del oficio de vigilia, como le habia dicho don Julian.

Descendio la calle de los Barberos y la de Deanes hasta llegar a la puerta del Perdon. Hacia frio, pero el llevaba la marlota doblada sobre su brazo derecho, el Coran apretado contra su cuerpo. Temblo. ?De frio? Solo despues de traspasar el gran arco de la puerta del Perdon, comprendio que no era el frio lo que le provocaba aquellas tenues convulsiones. ?Que estaba haciendo? Ni siquiera se lo habia planteado: cogio el libro para entregarselo a don Julian como si aquello fuera lo mas normal y ahora se encontraba en el huerto de la catedral, con un Coran bajo el brazo, rodeado de sacerdotes que acudian al oficio de vigilia. Salvo el obispo, que cruzaba por el antiguo puente que unia la catedral con su palacio, los demas lo hacian por la puerta del Perdon: las otras dignidades del cabildo, reconocibles por sus lujosas vestiduras, y mas de un centenar de canonigos y capellanes a los que se sumaban organistas y musicos, ninos del coro, acolitos, alcaides del silencio, sacristanes, celadores... De repente se vio inmerso en una corriente de sacerdotes y todo tipo de trabajadores de la catedral. Algunos charlaban, los mas caminaban en silencio, adormilados, con aspecto hosco. Un tremendo escalofrio le recorrio la espina dorsal. ?Se encontraba en uno de los lugares mas sagrados de toda Andalucia con un Coran bajo el brazo! Se detuvo, y tres ninos del coro que iban

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