trabajar en las caballerizas...
—?La persecucion de la herejia y la defensa de la cristiandad estan por encima de cualquier trabajo! —le interrumpio el inquisidor.
Los canticos empezaron a sonar en el interior de la catedral, las voces llegaban hasta el huerto. El sacerdote volvio el rostro hacia la puerta del Arco de Bendiciones y se apresuro a entrar; corrio como deslizandose, sin hacer ruido.
—A tercias, recuerdalo —insistio antes de dejarlo solo.
Hernando recorrio la escasa distancia que le separaba de su casa con la mente en blanco, intentando no pensar, murmurando suras y estrechando el Coran contra su pecho.
El alcazar de los reyes, antigua residencia de los Reyes Catolicos y ahora sede del tribunal inquisitorial, era una fortaleza construida por el rey Alfonso XI sobre las ruinas de parte del palacio califal. Sin embargo, desde hacia tiempo, todos los dineros que llegaban al tribunal para la conservacion del lugar eran defraudados por los inquisidores para sus gastos personales, por lo que las instalaciones se habian ido degradando progresivamente y alli donde debia haber habitaciones, salas, secretarias y archivos, se emplazaban gallineros, palomares, cuadras y hasta lavanderias de panos cuyos productos vendian sin la menor verguenza los criados de los inquisidores en la puerta que daba al Campo Real. Las condiciones higienicas del alcazar, entre animales y suciedad, carceles insalubres y dos lagunas de aguas estancadas y putrefactas que se emplazaban en el linde que daba al Guadalquivir, llegaron a dar pabulo a la leyenda de que todo el que vivia en el alcazar enfermaba hasta morir.
A tercias, como le ordenaron, Hernando se presento en la puerta que daba al Campo Real, bajo la torre del Leon.
—Debes dar la vuelta —le indico de malos modos uno de los vendedores de panos—. Cruza el camposanto y entra por la puerta del Palo, en la torre de la Vela, junto al rio.
La puerta del Palo se abria a un patio amurallado, con alamos y naranjos, que daba al Guadalquivir. Dos porteros le interrogaron como si fuese el el que iba a ser juzgado hasta que uno de ellos, con gesto brusco, le indico una pequena puerta que se abria en la fachada sur. Nada mas traspasarla y dejar atras los arboles del patio, Hernando noto que se le pegaba al cuerpo la malsana humedad del lugar. Accedio a un lugubre pasillo que llevaba a la sala del tribunal; a su izquierda se abrian las carceles en intrincada disposicion para aprovechar el espacio del antiguo alcazar; sabia que en ellas se hacinaban los presos, pero era tal el aterrador silencio, que sus pasos resonaron a lo largo del pasillo.
La sala del tribunal era rectangular y de altos techos abovedados. En uno de sus lados ya se hallaban dispuestos, tras unas mesas, varios inquisidores, entre ellos aquel que le hablara en la catedral, el promotor fiscal del Santo Oficio y el notario. Le tomaron juramento acerca de la confidencialidad de cuanto escuchara en la «sala del secreto» y lo sentaron ante una mesa mas baja que las demas, junto al notario. Frente a ellos se disponian tres ejemplares mal cosidos del Coran y algunos otros documentos sueltos.
Karim era quien se encargaba del cosido de los pliegos antes de distribuirlos. Con el rumor de las conversaciones de los inquisidores de fondo, Hernando reconocio cada uno de aquellos ejemplares del libro divino. Con la mirada clavada en los libros pudo recordar en que momento exacto habia escrito cada uno de ellos, puesto que ya casi no necesitaba copiarlos; las dificultades que tuvo en uno u otro; los errores cometidos; los calamos que tuvo que cortar y en que sura lo hizo; la tinta que le falto; las observaciones y comentarios de don Julian..., las bromas y las inquietudes ante cualquier ruido extrano e imprevisto..., la ilusion y la esperanza de un pueblo representada en cada caracter que llego a escribir sobre