—Si —contesto ella.
—En ese caso..., aguantara.
Hamid vio como el bunolero trasladaba su tenderete en busca de una zona en la que se habia congregado un nutrido grupo de personas. Le siguio con la mirada hasta verle detenerse junto a un cuchillero. Ofrecia a gritos sus productos, exprimiendo en la manga los bunuelos de jeringuilla que caian formando circulos en la sarten y chisporroteaban en el aceite hirviendo antes de que los cortase para ofrecerlos al publico. ?Cuchillos! Pero era demasiada la distancia que existia entre Cristobal y el cuchillero como para que, en el supuesto de que lograra hacerse con uno de ellos, pudiera sorprender al bunolero y asestarle una punalada. Seguro que los gritos del cuchillero le pondrian en guardia. Ademas, ?debia cortarle la cabeza! ?Como...?
De repente, Hamid apreto las mandibulas.
—Ala es grande —mascullo entre dientes mientras cojeaba en direccion al bunolero.
Cristobal le vio dirigirse hacia el con los ojos clavados directamente en los suyos. Dejo de vocear sus bunuelos y fruncio el ceno, pero cuando el alfaqui llego a su altura, sonrio. ?Solo era un anciano tullido!
—?Quieres uno, abuelo? —Hamid nego con la cabeza—. ?Entonces? —inquirio Cristobal.
En ese momento, Hamid cogio la sarten con las dos manos. El silbido de la piel y la carne de los dedos al quemarse con la sarten incandescente pudo oirse por quienes estaban alrededor. El alfaqui ni siquiera pestaneo. Algunas personas saltaron a un lado justo cuando lanzaba el aceite hirviendo al rostro de Cristobal. El bunolero aullo y se llevo las manos a la cara antes de caer al suelo retorciendose de dolor. Con la sarten todavia en las manos, y el olor a carne quemada invadiendo el lugar, el alfaqui se dirigio a la parada del cuchillero. La gente se aparto a su paso y el cuchillero hizo lo propio ante un hombre enloquecido que parecia capaz de lanzarle los restos del aceite. Entonces Hamid tiro la sarten, cogio un cuchillo, el mas grande de los que se exponian a la venta, y volvio donde el bunolero seguia chillando.
La mayoria de la gente observaba quieta, a distancia; alguien corrio en busca de los alguaciles.
Hamid se arrodillo junto a Cristobal, que pateaba y aullaba boca arriba, con la cara oculta entre las manos. Entonces le sajo los antebrazos, y el repentino y nuevo dolor llevo al bunolero a descubrir su garganta. El alfaqui deslizo el cuchillo por el cuello del delator: fue un corte certero, profundo, con toda la fuerza de una comunidad ultrajada y traicionada. Surgio un chorro de sangre y Hamid se levanto empapado en ella, con el inmenso cuchillo todavia en la mano, y se topo con un alguacil que mantenia su espada desenvainada.
—?Perros cristianos! —grito amenazante, dejando escapar todo el rencor que habia reprimido a lo largo de su vida.
El alguacil hundio su espada en el estomago de Hamid.
Las Alpujarras, las cumbres blancas de Sierra Nevada, los rios y los barrancos, los bancales diminutos de tierras fertiles ganados a la montana, escalon a escalon, el trabajo en los campos y las oraciones nocturnas... todo aparecio con nitidez en la mente de Hamid. No sentia dolor alguno. Hernando, ?su hijo!... Aisha, Fatima, los pequenos... Tampoco sintio dolor cuando el alguacil tiro del arma y la extrajo de su cuerpo. La sangre broto de sus entranas y Hamid la observo: igual que la vertida por miles de musulmanes que decidieron defender su ley.