—Dale tiempo, hija —le recomendo Aisha ante el llanto de Fatima.
Don Diego anuncio a Hernando que debia ir con la yeguada a Sevilla y quedarse con ella hasta volver a Cordoba. Fatima y Aisha se alegraron, esperanzadas en que el viaje y el tiempo que estuviese en Sevilla consiguieran distraerle y arrancarle de la tristeza en la que se hallaba sumido y para la que no parecia existir consuelo, ni siquiera en sus paseos diarios a lomos de Azirat.
A principios de septiembre, cerca de cuatrocientas yeguas, los potros de un ano y los nacidos en esa primavera, se pusieron en marcha en direccion a los ricos pastos de las marismas del bajo Guadalquivir. El Lomo del Grullo se hallaba a unas treinta leguas de Cordoba por el camino de Ecija y Carmona a Sevilla desde donde, una vez cruzado el rio, debian dirigirse a Villamanrique, poblacion enclavada junto al coto de caza real. En circunstancias normales el viaje podia hacerse en unas cuatro o cinco jornadas, pero Hernando y los demas jinetes que le acompanaban pronto comprendieron que, por lo menos, doblarian el numero de dias. Don Diego contrato personal complementario para que ayudase a los yegueros que andaban junto al ganado, tratando de mantener unida y compacta una gran manada que no estaba tan acostumbrada a los traslados a larga distancia como podian estarlo los grandes rebanos de ovejas que trashumaban por la cercana canada real de la Mesta. A todo aquel contingente de hombres y caballos se les unio, como si de una romeria se tratase, un grupo de nobles cordobeses deseosos de satisfacer al rey, que no hacian sino entorpecer el trabajo de yegueros y jinetes.
Asi, como bien previeran Fatima y Aisha, Hernando llego a olvidar toda preocupacion, centrandose en galopar arriba y abajo con Azirat para recuperar las yeguas o los potros que se alejaban de la manada, o para actuar todos unidos a fin de agrupar aun mas a los animales en el momento de cruzar un paso estrecho o complicado. El rojo brillante del pelo de Azirat destacaba alli donde trabajase y su agilidad, sus caracoleos y sus aires soberbios despertaban admiracion entre los viajeros.
—?Y ese caballo? —pregunto un noble obeso, apoltronado mas que montado en una gran silla de cuero repujada con adornos de plata, a otros dos que le acompanaban, algo alejados de la manada para evitar la polvareda que levantaba la manada del seco camino.
Hernando acababa de frustrar la huida de uno de los potros, persiguiendolo, adelantandolo y revolviendose frente a el con Azirat a la empinada que, elevado sobre sus cuartos traseros, sin llegar a manotear en el aire, obligo al discolo a retornar.
—Por su capa colorada, no debe de ser sino un desecho de las caballerizas reales —presumio uno de los interpelados—. Una verdadera lastima —sentencio, impresionado ante los movimientos de caballo y jinete—. Sera uno de los caballos con que Diego satisface parte del sueldo de los empleados.
—?Y el jinete? —inquirio el primero.
—Un morisco —aclaro en esta ocasion el tercero—. He oido a Diego hablar de el. Tiene una gran confianza en sus cualidades y no cabe duda de que...
—Un morisco... —repitio para si el noble obeso sin hacer caso a otras explicaciones.
Los tres hombres observaban ahora como Hernando se dirigia a galope tendido hacia la cabeza de la manada. Cuando el morisco pasaba por su lado, el conde de Espiel se irguio sobre los estribos de plata de su lujosa silla de montar y fruncio el ceno. ?Donde habia visto antes aquella cara?
El rey les proveyo de ordenes para recabar la ayuda de las