noches del verano norteafricano en las que se despertaba, empapado en sudor, por las punzadas de dolor de aquella mano que le faltaba. Luego, el tiempo discurria hasta el amanecer en una duermevela. Cuanto mayor era su poder, mayor era su desesperacion. ?De que le servian los esclavos si no lograba olvidar la esclavitud a que el mismo habia sido condenado en Cordoba? ?Para que queria sus fabulosas riquezas si le robaron la mujer que deseaba por no poder gobernarla? Y en cada ocasion en que castigaba a alguno de sus hombres por ladron y sentenciaba que le cortasen una mano, siempre se veia a si mismo, en Sierra Morena, inmovilizado por un grupo de monfies que le extendian el brazo para que el alfanje cercenara la misma mano que el ordenaba entonces cortar.

Las comodidades y la abundancia, amen de la falta de cualquier otro tipo de preocupaciones, llevaron a Brahim a obsesionarse con su pasado y no habia cautivo cristiano o fugado morisco que no fuera interrogado sobre la situacion en Cordoba, sobre un monfi de Sierra Morena al que llamaban el Manco; sobre Hernando, morisco de Juviles, que vivia en Cordoba y al que llamaban el nazareno, y sobre Aisha o Fatima. Sobre todo acerca de Fatima, cuyos almendrados ojos negros permanecian vivos en el recuerdo y en el cada vez mas enfermizo deseo del arriero. El interes del rico corsario, que premiaba con suma generosidad cualquier noticia, corrio de boca en boca y pocos eran los hombres de sus fustas que no perseguian aquellas informaciones y que, de una forma u otra, se las proporcionaban al retornar de sus incursiones. Asi llego a enterarse de que el Sobahet habia muerto y de que Ubaid habia ocupado su puesto.

—?Conoceis Cordoba?

Brahim lo pregunto directamente en aljamiado, interrumpiendo sin consideracion los saludos de cortesia de los dos frailes capuchinos en mision redentora de esclavos. ?Que le importaban a el las formalidades?

Los frailes, tonsurados, ataviados con sus habitos y sus cruces en el pecho, se sorprendieron y se consultaron con la mirada. Se hallaban en la magnifica sala de recepcion del palacio de la medina de Brahim, en pie frente a su anfitrion, que los interrogaba recostado sobre multitud de cojines de seda, con el joven Nasi a su lado.

—Si, excelencia —contesto fray Silvestre—. He estado varios anos en el convento de Cordoba.

Brahim no pudo ocultar su satisfaccion, sonrio e indico a los monjes que tomaran asiento junto a el, palmeando nerviosamente los cojines que se disponian a sus lados. Mientras el corsario ordenaba que llamasen a un esclavo para que los atendiese, fray Enrique cruzo una mirada de complicidad con su companero: debian aprovechar la predisposicion del gran corsario de Tetuan para obtener sus favores y un menor precio por las almas que habian ido a rescatar.

Junto a otras ordenes redentoras, los monjes capuchinos se ocupaban del rescate de los esclavos de Tetuan, mientras los carmelitas hacian lo propio con los de Argel. A tales fines, fray Silvestre y fray Enrique acababan de visitar la alcazaba Sidi al-Mandri, residencia del gobernador y etapa obligada en toda mision de rescate: primero, tras pagar impuestos al desembarcar entre los insultos y los escupitajos de la gente, habia que liberar a los cautivos propiedad del gobernante del lugar; como era costumbre, el gobernador incumplio las condiciones pactadas en el dificil y complejo acuerdo por el que concedia permiso y salvaguarda a los monjes redentoristas, y exigio mayor precio y mayor numero de esclavos de su propiedad para liberar. Por eso, encontrarse con un jeque bien dispuesto, que los invitaba a sentarse y les ofrecia comida y bebida que ya les estaba sirviendo todo un ejercito de esclavos negros, constituia una circunstancia que debian aprovechar. Tenian dinero, bastante dinero fruto de las entregas directas de los familiares de los cautivos, de las limosnas que constantemente se demandaban en todos los reinos y sobre todo de las mandas y legados que los piadosos cristianos

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