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Algunos hombres aplaudieron la actuacion del sacerdote mientras Hernando trataba de levantarse dolorido; si ya lo estaba antes, ahora, despues de pelear con Jose y sus acompanantes, y del tremendo golpe recibido en los rinones al caer al suelo, casi se veia incapaz de moverse. Un rubio de pelo rizado y ojos azules como los suyos se acerco a ayudarle.

—?Silencio! —grito entonces el sacerdote—. Aquel que alborote perdera el derecho de asilo y sera expulsado del templo.

Los aplausos cesaron de inmediato, pero las chanzas y burlas hacia los hombres del caballerizo real que habian tenido que ceder al sagrado estallaron tan pronto como el sacerdote estuvo a la suficiente distancia como para no oirlas o, por lo menos, para no molestarse en regresar a fin de amonestar de nuevo al numeroso grupo de delincuentes y desgraciados que se hallaban asilados en la catedral para escapar de la justicia seglar. Y asi fue, puesto que el sacerdote, sin ni siquiera volverse, nego cansinamente con la cabeza al escuchar las carcajadas que estallaron a sus espaldas.

—Me llamo Perez —dijo el rubio que le habia ayudado a levantarse, al tiempo que le ofrecia su mano.

—Pero lo llamamos «el Buceador» —tercio otro hombre que se les unio y que mostraba el torso casi descubierto, pese al frio de octubre.

—Hernando —se presento el.

—Pedro —dijo a su vez el del torso descubierto.

—Vamos a ver al vicario —le conmino el Buceador.

—No hace falta que me acompanes —lo excuso el morisco.

—No te preocupes —insistio el rubio que ya se dirigia hacia el interior de la catedral—, aqui no tenemos nada que hacer: no nos permiten ni jugar a los naipes. Ni siquiera podemos aplaudir, como habras comprobado. —Hernando trato de darle alcance pero trastabillo por el dolor. Perez le espero y ambos se introdujeron en el templo—. Se peleo con el vicario —le explico el rubio haciendo un gesto hacia el que se llamaba Pedro, que permanecio en el huerto—. Parece ser que ha tenido un problema con un collar muy valioso —explico cuando ya deambulaban entre las columnas de la antigua mezquita—, pero no quiere contarnoslo en detalle; por lo visto tampoco quiso explicarselo al vicario.

La sacristia, como bien sabia Hernando, se hallaba adosada al muro sur de la catedral, junto al tesoro, en una capilla entre el mihrab y la biblioteca, que aun seguia en obras para convertirse en sagrario mayor. Perez se extrano ante la sonrisa con la que don Juan, el vicario, recibio al nuevo retraido despues de que, desde el quicio de la puerta, humildemente, pidieran permiso para entrar.

—El conde de Espiel es un mal enemigo —afirmo don Juan tras la explicacion que le ofrecio el morisco. Perez escucho con atencion la historia mientras el vicario tomaba notas en unos legajos—. Le pasare estos datos al provisor a ver que es lo que decide acerca de tu situacion. En breve espero poder decirte algo... y siento lo de tu familia —anadio cuando los dos retraidos ya abandonaban la sacristia.

—?Por que te conoce? —le pregunto su companero tan pronto como se encontraron fuera de ella—. ?Es tu amigo? ?Como...?

—Vamos a la biblioteca —le interrumpio Hernando.

Don Julian trajinaba con los ultimos tomos que restaban en la biblioteca. La nueva libreria, junto a la puerta de San Miguel, era de menor tamano y la mayoria de los libros y rollos terminaban en la biblioteca particular del obispo, alli donde

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