En la oscuridad, muchos de los retraidos cruzaron el huerto en direccion a la puerta de Santa Catalina.

—?Imbeciles! —En esta ocasion fue Luis quien les grito a todos ellos—. ?Que os importa quien es? ?Hernando soy yo!

—?Y yo! —se sumo al punto el cirujano, entendiendo adonde queria llegar su companero.

—?Yo tambien me llamo Hernando! —afirmo el Buceador—. Si cedemos, hoy sera ese tal Hernando, pero manana podra ser cualquiera de nosotros. Tu —anadio, senalando al mas cercano—, o tu. A todos nos persigue alguien. Quiza no tengan los dineros del conde para contratar a un ejercito de soldados, pero si se enteran de que nosotros mismos echamos a los nuestros... Ademas, es sacrilegio atentar contra el asilo, lo haga quien lo haga. ?Manana seria el obispo quien nos echaria a todos nosotros si lo entregasemos! Y bien contento que estaria Su Ilustrisima si pudiera expulsarnos a todos de aqui.

—Quiza tengas suerte —le dijo Mesa a Hernando ante un momento de duda que parecio asaltar a todos los presentes. Eran los dos unicos del grupo que continuaban sentados, entre las piernas de sus companeros.

—Pero no podemos salir —insistio alguien. El murmullo que siguio a sus palabras se vio interrumpido por algunas imprecaciones—. ?Entreguemoslo! El obispo ni siquiera se enterara.

—O quiza si —anadio Mesa con cierto retintin, volviendo a coger la bota de vino.

—No. No podemos entregarlo —sentencio Luis dirigiendose a la gente—. Aquellos que quieran salir, que lo hagan en grupos numerosos y por varias puertas a la vez, para dividirlos. Los soldados del conde no querran arriesgar sus vidas si les dejais comprobar que ese hombre no esta en el grupo; nada ganan con ello, nadie les va a pagar por uno de nosotros. Mostradles vuestras dagas y punales.

—?Cualquiera de nosotros puede con tres de ellos! —exclamo alguien en tono soberbio.

Otro murmullo surgio de la gente, en este caso de aprobacion, y un grupo se reunio junto a la puerta, con las armas en las manos. Otros se asomaron y comprobaron como efectivamente los soldados del conde se amedrentaban al ver salir a varios hombres juntos y les permitian continuar su camino cuando se cercioraron de que el morisco que buscaban no estaba entre ellos. La voz corrio entre los retraidos y un nuevo grupo se apresuro en direccion a la puerta de los Deanes.

—Parece que esta vez te has librado —sonrio Mesa cuando los demas ya se sentaban.

—Os agradezco... —empezo a decir Hernando.

—Manana —le interrumpio el cirujano—, intercederas por Mesa ante el bibliotecario.

El morisco miro al ladron de cedulas. Sus ojos rasgados, afectados por el vino, le interrogaban.

—La fortuna es caprichosa —bromeo Hernando.

Pese a que aquellos delincuentes le prometieron seguridad, Hernando no logro conciliar el sueno durante lo que restaba de la noche, atento a cualquiera que pasara por su lado; aun corria peligro, y era consciente de que un par de coronas de oro serian mas que suficientes para que muchos de los alli retraidos, que entraban y salian, peleandose o bromeando, por mas sacrilegio y excomunion a la que se arriesgasen, estuvieran dispuestos a extraerlo de la catedral. Solo un pensamiento lograba tranquilizar sus tormentos y a el se agarro tratando de evitar el recuerdo de su familia muerta o de la vida que se le habia venido abajo:

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