Detras de tres porteros de maza, mas de media docena de lacayos armados, ataviados con libreas rojas bordadas en oro y calzas de colores acuchilladas en los muslos, irrumpieron por la puerta del Perdon en el huerto el mismo dia en que se iniciaba el invierno, la manana de Todos los Santos.

El propio obispo de Cordoba, lujosamente engalanado y rodeado por gran parte de los miembros del cabildo catedralicio, esperaba en la puerta del Arco de las Bendiciones.

—Hoy, antes de los oficios solemnes —le habia comentado don Julian a Hernando esa misma manana ante el trajin que se desplegaba en la catedral—, tiene previsto acudir a honrar a sus muertos el duque de Monterreal, don Alfonso de Cordoba, que acaba de regresar de Portugal. —El morisco se encogio de hombros—. De acuerdo —concedio el sacerdote—, poco puede importarte, pero te aconsejo que no permanezcas en el interior del templo durante su visita. El duque es uno de los grandes de Espana; como descendiente del Gran Capitan pertenece a la casa de los Fernandez de Cordoba y a sus lacayos no les gusta que la gente curiosee a su alrededor. ?Solo faltaria que te enemistases con otro grande de Espana!

—?Apartaos! —grito uno de los lacayos del duque, empujando con violencia a una anciana que trastabillo en su huida.

—?Hijo de puta! —se le escapo a Hernando en el momento en que intentaba agarrar a la mujer, sin lograr impedir que esta cayese desmadejada al suelo. Mientras la ayudaba a levantarse percibio que se habia hecho el silencio a su alrededor y que varias de las personas que estaban junto a el se apartaban. Agachado, volvio la cabeza.

—?Que has dicho? —espeto el lacayo, parado en el camino.

En aquella posicion, con la anciana medio incorporada, agarrada a su mano, Hernando le sostuvo la mirada.

—No ha sido el —escucho que aseveraba entonces la mujer—. Se me ha escapado a mi, excelencia.

Hernando temblo de ira ante la cinica sonrisa con que el hombre recibio las palabras de la anciana. Aun a salvo del conde de Espiel, vivia preso en espera de la ayuda de sus hermanos, recibiendo cada dia la comida que podian proporcionarle como si fuese un mendigo, escuchando las desgracias que dia tras dia le lloraba su madre, y ahora era una mujer vieja y debil la que tenia que salir en su defensa.

—?Hijo de puta! —mascullo cuando el lacayo, aparentemente satisfecho, hizo ademan de continuar con su camino—. He dicho hijo de puta —repitio irguiendose y soltando a la mujer.

El lacayo se volvio bruscamente y echo mano a su daga. Aquellos que todavia no se habian apartado de Hernando, lo hicieron presurosos y varios de los lacayos que acompanaban al otro en su marcha, desanduvieron sus pasos hasta acercarse, mientras la comitiva del duque continuaba accediendo al huerto a traves de la puerta del Perdon.

—?Enfunda tu arma! —reprendio al lacayo un sacerdote que observaba la escena—. ?Estas en lugar sagrado!

—?Que sucede aqui? —intervino uno de los acompanantes del duque. El lacayo mantenia la daga en el pecho de Hernando, ya inmovilizado por otros dos hombres.

El propio duque, precedido por un criado con un estoque con la punta hacia arriba, oculto entre mayordomo, canciller, secretario y capellan, se vio obligado a detenerse. De reojo, entre todos ellos, Hernando llego a vislumbrar las lujosas vestiduras del

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